País Informe del Estado de la Región 2021

La pandemia y el bicentenario encuentran a Centroamérica en su peor momento desde las guerras de los 80

La región donde viven 60 millones de personas arrastraba en 2020 problemas, vacíos y peligros que depararon un terreno de crisis, incluso antes del shock de la pandemia, en un momento de la historia en que se suponía se celebrarían los 200 años de independencia.

El día en que los investigadores del Sexto Informe Estado de la Región presentaron al público sus hallazgos críticos sobre la situación actual de Centroamérica, el chofer Roger Cruz llegó a pedir trabajo a una finca bananera en Cariari de Pococí, Costa Rica, y lo que único que recibió fue una carga de frutas para que fuera a venderla y comprara la comida del día para él, su esposa y una nieta que cuidan.

Tiene 59 años y secundaria incompleta, una vieja casa de madera de 80 metros cuadrados, deudas varias, un hijo que trabaja como constructor en Estados Unidos y un patio frontal con un árbol de mango donde en las campañas políticas ondeaba la bandera del Partido Unión Social Cristiana (PUSC) hasta las elecciones el 2002. Su historial laboral indica que ha pasado por más de 15 empleos y que el último era de chofer por contrato de un microbús que transportaba empleados de turismo en el Caribe… hasta que llegó la pandemia.

En julio cumplió 15 meses desempleado. El puesto de Roger es uno de los 10 millones de puestos laborales que se perdieron en Centroamérica y República Dominicana durante la pandemia, como señala el Sexto Informe Estado de la Región al retratar el paisaje de crisis que vive el istmo en 2021, solo superado por los años de guerras que lo desangraron durante los coletazos de la Guerra Fría.

Tres décadas después de los Acuerdos de Paz el recuento de avances es limitado en desarrollo humano, las economías se diversificaron a medias, la desigualdad sigue siendo grosera y se deteriora el aparato político institucional que se supone debía evolucionar para propiciar las mejores condiciones de vida de las personas. El terreno ya estaba complicado y el coronavirus llegó a empeorar las condiciones generales de la región de 60 millones de habitantes, 15 millones más que en el año 2000. “Uno ha vivido como sosteniéndose de un hilo y rogándole a Dios para que no pase nada, pero pasó esto”, dijo Roger.

Así llega Centroamérica a cumplir en septiembre los 200 años desde la Independencia, el evento del bicentenario en que los gobiernos quieren usar la palabra “festejo”. La realidad, sin embargo, lo ofrece más bien como una oportunidad para corregir el rumbo y sacarlo de la “debilidad crónica” que se documenta en el informe Estado de la Región elaborado por más de 100 investigadores de toda la región y coordinado desde Costa Rica por el Programa Estado de la Nación (PEN).

Si bien hay puntos positivos como la cantidad de personas en edad productiva (solo Costa Rica agotó su bono demográfico) y algunos avances en lo social, económico y ambiental, es marginal el progreso desde el año 2016, cuando se presentó el Quinto Informe Estado de la Región. Disparidades, peor desempeño en los países más rezagados y brechas estructurales redujeron el impacto de los avances, de por sí tímidos frente a las necesidades de la región formada por siete países más República Dominicana, que se integra en esta ocasión por ser miembro pleno del Sistema de Integración Centroamericana (SICA).

El cóctel incluye factores ya añejos, como la gestión insostenible del ambiente natural, el empeoramiento de las asimetrías sociales y la sabida debilidad en las capacidades de las instituciones del Estado para promover el desarrollo humano, indica en el Informe. Esto se sumó a tendencias desfavorables de las condiciones de vida de las sociedades y de la democracia en la última década en varios países de la región, más las graves consecuencias de la pandemia de la COVID-19 en la salud, la economía, lo social y hasta en lo político.

“Es una situación extremadamente compleja”, dijo el coordinador del Informe, Alberto Mora, en la presentación del documento el jueves 22 de julio, mientras la esposa del chofer Roger encendía una candela y rezaba para que en la bananera le dieran trabajo a su marido o volviera a pasar por su barrio “la gente del gobierno que da ayudas”. El trabajo no se cuajó y la visita de funcionarios gubernamentales era poco probable ese día, pues comenzaron nuevas inundaciones en el Caribe y nuevos destrozos en casas y vías públicas, un problema ya usual en la Centroamérica afectada por eventos climáticos cada vez más intensos.

Una década “decepcionante”

El Informe concluye que en el último quinquenio la región vivió una desaceleración del crecimiento económico que impactó la oferta laboral y sumió a los países en una condición delicada y en el agravamiento de las balanzas fiscales, como elemento adicional a los antecedentes de baja carga tributaria y a la lentitud en la transformación de la estructura productiva. Esto aumentó los márgenes de perjuicio con la llegada del coronavirus, señalan los investigadores.

Así, el crecimiento económico se desaceleró en todos los países y en dos (Nicaragua y Belice) hubo una contracción, mientras Panamá (el de más crecimiento en este siglo) sufrió una fuerte pérdida de dinamismo en 2020, con un 18% menos de generación de riqueza. “Como resultado, el promedio de crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) real para la región fue de 1,6% en 2019, muy por debajo del 4,3% registrado cinco años antes”, indica el documento.

Expuesta a las dinámicas de las economías hegemónicas, Centroamérica padeció factores externos como el conflicto comercial entre China y Estados Unidos, la ralentización de la industria manufacturera en Estados Unidos y bajos precios internacionales de productos agrícolas que se exportan desde el istmo. En lo interno sobresalieron los problemas que sobre la productividad causaron los desastres de origen climático, agregaron los investigadores. Esto se asocia con la reducción del peso que sobre el PIB tuvieron las exportaciones en el lustro y esto, a su vez, con el frenazo de la Inversión Extranjera Directa (IED) a partir de 2018, al punto en que 2019 el volumen era igual al del 2013, con reducciones notables en Costa Rica, Honduras y Nicaragua.

Las consecuencias están a la vista y las enumera el Informe: el aumento del peso relativo de las remesas desde Estados Unidos, que crecieron 36% entre 2016 y 2019, y el aumento del desempleo y la persistencia de las brechas entre hombres y mujeres, que es mayor cuando crece la tasa de desempleo y menor cuando esta se reduce. Además, el empeoramiento de la vulnerabilidad fiscal y el escaso margen de maniobra de los gobiernos para dedicar recursos a la atención de la pandemia.

Con el engrosamiento del déficit fiscal, el gasto social como porcentaje del PIB es más bajo en Centroamérica y República Dominicana que el registrado en América del Sur y varios países del Caribe.

El Informe reconoce que la pobreza ha decrecido en los últimos 10 años, pero advierte que esa disminución ha sido insuficiente y que en todos los países supera el 20% de su respectiva población, con casos extremos como Nicaragua (48%) y sobre todo Honduras con 64,17% en 2019. Los investigadores recogen señalamientos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) que advierten sobre la posibilidad de que por efectos de la pandemia se reviertan los pequeños pasos dados por los países en la década anterior.

Una encuesta realizada por la empresa Borge y Asociados para el Informe del Estado de la Región, con casi mil sondeos en cada uno de los siete países, determinó que seis de cada diez centroamericanos consideran “muy graves” las consecuencias de la pandemia en sus respectivos países, y menos de la mitad dijo haber recibido ayuda estatal para enfrentar el efecto económico. Por ello, cuatro de cada diez personas redujeron sus tiempos de comida, según las respuestas dadas a los encuestadores.

Y lo que viene

El problema no se limita al peligro de perder los pequeños frutos del pasado, sino a malograr el futuro, como parecen mostrar los indicadores de matrícula educativa. La tasa general en primaria en la región era 86,5% en 2015 y cayó dos puntos porcentuales cuatro años después, hasta 84,5%. Solo Costa Rica y República Dominicana tienen una exclusión inferior al 10% en escolares. Nicaragua ni siquiera reportó datos, pero en preescolaridad el panorama es peor.

Solo la mitad de los niños menores de seis años, en edades que son críticas para las capacidades de aprendizaje futuras, asisten a educación formal. En cuatro años, de 2015 y 2019, la tasa creció solo un punto porcentual y medio, de 52,2% a 53,7%. Belice tiene menos del 40% de esos niños incorporados al sistema y Honduras mejoró en cuatro años, pero presenta un nivel similar al beliceño.

El cuadro para secundaria tampoco es favorable. En Guatemala dos tercios de la población adolescente está fuera del sistema educativo y El Salvador registró un descenso de casi siete puntos porcentuales entre 2015 y 2019. Igualmente, los salvadoreños reportan una caída en primaria y preescolar, aunque en distinta magnitud, de acuerdo con el análisis del Estado de la Región basándose en datos oficiales de cada gobierno.

Aunque el diagnóstico entregado esta semana no detalla cuáles son los segmentos de la sociedad excluidos de la educación formal, es probable que pertenezcan a los estratos de menos poder adquisitivo y que refuercen o acentúen las desigualdades sociales históricamente establecidas en el istmo, con indicadores superiores al promedio de América Latina, que ya es de por sí desigual.

“En todos los países el quintil de mayores recursos absorbe casi la mitad de los ingresos totales, mientras que el quintil de menores ingresos percibe entre un 3% y un 6%”, indica el Informe, que menciona a Panamá como un caso extremo. Ahí el 20% de más ingresos recibe 18,3 veces lo que percibe el 20% más pobre, de acuerdo con datos de CEPAL citados en el documento. En El Salvador es menor esa brecha, pero sigue siendo amplia: 12,7 veces.

¿Quién debe velar por una repartición justa de la riqueza y por ayudar a los sectores rezagados a superarse? En la teoría, el Estado y no el mercado, pero Centroamérica padece una enfermedad que luce incurable con sus instituciones públicas y en general con el funcionamiento del sistema político, con un empeoramiento en años recientes y en los momentos en que se presenta el Informe.

“El Estado de Derecho ha sido históricamente el componente más débil del proceso de construcción de institucionalidad democrática que se inauguró con el cese de la guerra y los conflictos armados”, señala el Informe antes de destacar que Costa Rica y Panamá son excepciones en ese menoscabo del funcionamiento de la democracia en la última década, mientras Honduras y Nicaragua experimentaron una involución con las conocidas disfunciones de los procesos electorales.

Los investigadores concluyeron que la democracia funciona en lo formal en la región, aunque varias mediciones sobre la democracia, la gobernabilidad y la libertad de prensa muestran grandes obstáculos para el desempeño óptimo de los esquemas democráticos. Se menciona en concreto la falta de un presupuesto suficiente para los poderes judiciales y un elemento relacionado; la limitada independencia ante el poder político.

Los niveles de gasto judicial son bajos, inferiores a los $40 por persona cada año, “situación que crea importantes fragilidades en los sistemas de administración judicial”, apuntan los autores del Informe antes de hacer la excepción con Costa Rica. Los países con mayor desafío en este rubro son Guatemala, Honduras y República Dominicana, con una inversión que ni siquiera llega a $20 per cápita anuales, mientras que Nicaragua dejó de reportar información desde 2011, advierten.

La contracara es el gasto militar de los países, el cual se ha incrementado de manera notable desde el 2010 como promedio regional. En El Salvador, Honduras y República Dominicana el gasto militar alcanza o supera los $45 per cápita anuales y es más del doble el presupuesto dedicado a la administración de la justicia.

La principal justificación de los gobiernos se centra en reprimir la violencia de las pandillas, el crimen organizado y el narcotráfico, objetivos que sí se han concretado de manera parcial. El principal indicador de la violencia, la tasa de asesinatos, se redujo de manera notable en todos los países, y el promedio regional pasó de 30 por cada 100.000 habitantes en 2019 a 21 en 2020. La excepción es Costa Rica, que a pesar de la tendencia aún presenta las cifras más bajas de la región en ese rubro.


Centroamérica carece de una identidad regional y de impulso al proceso de integración

Centroamérica es una región de 523,8 mil kilómetros cuadrados formada por siete países que equivalen casi a la cuarta parte de su vecina, México, pero no hay ningún elemento común que identifique a la población del istmo de manera unificada más que la geografía misma.

El mapa de Centroamérica con forma de puente estrecho entre las dos grandes masas del continente es el único elemento que señala la mayoría de las personas consultadas en un ejercicio de investigación contenido en el Informe Estado de la Región de este 2021.

“Puestos a definir esa unidad regional, la mayoría no logra ir más allá de enumerar los países que, en su criterio, componen la región. En la práctica, asumen que Centroamérica es la suma de sus partes y no logran identificar un valor agregado simbólico que pueda asumirse como una fuente de identidad para los habitantes de los territorios que la componen”, dice el informe hecho público el 22 de julio, dos meses antes de la fecha de Independencia que se celebra por igual en los países del istmo.

Aunque la consulta no tiene representatividad para catalogarse como encuesta, sí recoge el criterio de más de 35.000 mil centroamericanos y suma entrevistas a profundidad con más de 200 personalidades de la región. Esto permitió a los investigadores concluir que es minoritario el concepto de región originada en la pertenencia que los territorios tuvieron a la Capitanía General de Guatemala durante la colonia. “No hay acuerdo sobre las partes componentes de Centroamérica, ni se encontraron elaboraciones sustanciosas sobre lo que la identifica como un espacio singular”, se lee en el capítulo dedicado a ello.

A los autores del capítulo les llama la atención que la mayoría de centroamericanos consideran que la región está compuesta también por Panamá y Belice, países más conectados con el Caribe y que en el pasado se excluían del bloque llamado CA-5, formado por Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica. Incluso un 30% de los encuestados tiene para sí que Centroamérica aloja también a República Dominicana, país de una isla del Caribe que es miembro pleno del Sistema de Integración Centroamericana (SICA). Esta mayor inclusividad la expresaron los entrevistados salvadoreños.

Otro hallazgo de la encuesta fue la relación estrecha que se establece entre los conceptos de Centroamérica e integración, como un reconocimiento del calado del proyecto integracionista en el imaginario de la población, independientemente de qué países creen que pertenecen a la región. Esto con base en el alto apoyo a ideas como “atraer a mi país la inversión de países vecinos”, “la coordinación con los países vecinos nos hace más fuertes a todos” y la “libre movilidad de mercancías entre países de una misma región”. Un poco menos de respaldo hay al ingreso de países de la región sin necesidad de pasaporte, al uso de una misma moneda o a dar carácter vinculante sobre los gobiernos a decisiones de organismos regionales, y aún menor a la posibilidad de que “otros países opinen sobre decisiones políticas del mío”.

A este panorama se une un momento de desaceleración de los esfuerzos de integración por parte de los gobiernos del istmo y de República Dominicana, que han dejado el impulso en manos de la institucionalidad regional vigente y han reflejado visiones distintas sobre las prioridades y sobre los formatos políticos. Los alejamientos han sido tales que desde el 2010 solo en una cumbre regional han asistido los ocho jefes de Estado (2012 en Tegucigalpa).


 

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