Opinión

Bukele también se equivoca

En justicia, debe decirse que por más admiración que pueda profesársele a un líder contundente como Nayib Bukele, esta vez se equivocó. Es humano, y además, político. Y sí, también se equivoca.

Lo he reconocido -y hasta aupado- en ciertos tramos de su gestión. Me ha esperanzado -como a muchos- su meteórico ascenso político. E incluso, me he regocijado en su atrevimiento y valentía. No tiene par su potencia comunicativa ni su arrojo para resolver problemas que, sin ser endémicos de aquel pequeño y entrampado país, ya parecían condenas históricas y no solo cadenas antidemocráticas.

Tampoco dejo de reconocer que frente a la malograda caricatura de Carlos Alvarado, la leyenda superlativa de Nayib Bukele ha balanceado las cosas. No vaya ahora a decirse que, los de mi generación, no estamos mejor preparados que los de todas las anteriores generaciones juntas. O que no tenemos los nervios de montar el toro hasta domarlo, solo porque un torero improvisado se nos coló.

Pero estoy muy grande para creer en super héroes ni firmarle cheques en blanco a nadie. Mucho menos a políticos encumbrados que suelen perder su cable a tierra (el Poder es, siempre y por “naturaleza”, aislante y aturdidor). A los que, en todo caso, no debo más que aquello a lo que la objetividad y buena fe obligan.

Y, esta vez, Bukele se ha equivocado. Y no poco. Pese a lo que digan sus fans más arrebatados o sus socios más despistados.

Primer error: si bien la democracia es de germen mayoritario, el ejercicio del Poder no siempre lo es. Dicho en términos francos, la mayoría distribuye el Poder y así balancea su ejercicio, sin que por ello las decisiones siempre deban seguir los gritos mayoritarios, como presuponen los populistas, muy a tono con los tantos que se quedaron con las clases de cívica; y pare de contar.

Es más, en casos muy calificados, los delegados o representantes deben decantarse por decisiones impopulares Y, en ese tanto, contramayoritarias. Como ocurre con los impuestos, las multas o las penas. O en términos más llanos y guardando las distancias: en las escuelas con los exámenes o en los hogares con los deberes domésticos. Ni qué decir en las empresas con el trabajo, los horarios o salarios.

Ahondo y me explico, en ahorro de malentendidos: no siempre la mayoría tiene la razón. Y al verdadero líder le toca, justamente, eso: liderar. No simplemente seguir a la masa, complaciéndola en todo y siempre.

La mayoría en la India quería masacrar a los colonos, por tanto expolio y deliberado maltrato. ¿Qué hizo Ghandi? Ser “democrático” y seguir a la mayoría, cohonestando la violencia que se quería dirigir contra menos del 3% de la población, que dominaba en todo y para si? O imponer su liderazgo y decir valientemente: ¡por ahí no es! “Y si insisten, conmigo no cuenten”. Terminando por escribir la historia como él la veía y hoy se cuenta, en vez de abandonarse al facilismo que le demandaba una mayoría intimidante de cuatrocientos millones de los suyos, por quienes Mahatma dio, no solo su vida, sino su ejemplo.

¿Acaso Mandela se limitó a vengar toda la injusticia y violencia descarnada que supuso el apartheid, como sus pares le demandaban con sobradísimas razones que la historia ya no discute? ¿Cuánto le recriminaron sus negociaciones con de Klerk, hacia el final de su cautiverio de 27 años? Pero, ¿acaso sucumbió Mandela, pese a tanto y tanto que tenían por cobrarse los “negros”, que hacían el 81% de la población, pudiendo sumarse otro 9% “de color (o mezclados)” -tal como por ley vigente estaban censados y clasificados-? ¿O se decantó Madiba por liderar contramayoritariamente hacia la Sudáfrica que debía ser?

Dicho sea de paso, Bolívar tampoco habría liberado 6 naciones, cabalgado 123.000 kilómetros en campaña abierta (más de lo navegado por Colón y Vasco de Gama juntos, 10 veces más que el recorrido de Aníbal, el triple de Napoleón y el doble de Alejandro Magno) si hubiese hecho caso a lo que las mayorías, de mentalidad colonizada y pobre, le aconsejaban.

Podría seguir explicando, a la inversa pero siempre sin edulcorantes, que en algún momento, Hitler y Stalin fueron también, tremendamente mayoritarios. Como populares fueron Chian Kai-shek, Mao, y mucho antes, Herodes.

De tal suerte que, fijado el punto en la retina del lector: las mayorías también se equivocan. Y, por ende, no siempre han de mandar. De hecho, delegan, justamente, para que aquel –o en una República: aquellos- que los van a liderar -precisamente, vía delegación-, corrijan el curso y guíen, evitando los excesos propios de la irracionalidad y los desvaríos de toda incultura, por más mayoritaria que resulte.

Segundo error: la democracia es el punto de partida, más no de llegada. Y esto es así, desde que el mandato democrático empodera para que se cumpla el Estado de Derecho (antes llamado Contrato Social) y no los caprichos de mayorías impacientes, moldeables y hepáticas.

No he leído a nadie serio defendiendo -y no seré el primer kamikaze- al fiscal general salvadoreño ni a los magistrados que, en efecto. llegaron a sus cargos por componendas de los decadentes partidos tradicionales salvadoreños y se mantuvieron en sus cargos, pese a serios señalamientos.

Es más, ni siquiera voy a negar que me agrada la renovación ensayada. Incluso, podría acompañar la extrapolación entendible de quienes hoy, con justo coraje y congruente encono, envidian la renovación judicial salvadoreña. Porque sí, buena falta nos hace en Costa Rica también. ¡Innegablemente!

Pero, y quede claro: ¡no así! Esa no era la forma. Y van a perdonar quienes esto no entiendan. Pero en un Estado de Derecho: las formas cuentan, y mucho. El Poder tiene una estética y ya no solo una ética. Y la legalidad, desde ahí, un cierto garbo.

Bien podía Bukele hacer lo que hizo. ¡Pero no así! Ese es el punto.

Y digo Bukele, porque decir Legislativo, termina en eufemismo, en este caso.

En síntesis, sí podía ir por la purga judicial. Pero no todavía ni sumariamente. Fue chocante asistir a un linchamiento que, en menos de 24 horas, dispensó de todo trámite, semejante descabezamiento judicial. Y sumariamente, se consolidó así, un terrible mensaje para todo el resto de la judicatura salvadoreña.

¿O acaso algún juez o fiscal raso -en su sano juicio- dejaría de caer en cuenta de que, después de semejante linchamiento, es mejor no llevarle la contraria a Bukele, quien ni siquiera disimuló su latigazo contra la independencia judicial, conteniendo su furia política en el mejor amortiguador del poder coercitivo con que cuenta todo Estado de Derecho, por más incipiente que sea: el debido proceso?

Quedándome la más obvia pregunta, aun flotando en la densa neblina argumental que lanzó el presidente salvadoreño para disimular su torta: ¿Por qué correr tanto? Es decir: ¿Por qué si tiene mayoría para reformas legales y constitucionales que le permiten una limpia judicial de largo aliento, incluso con el decidido patrocinio y seguro acompañamiento de la comunidad internacional que algo entiende de estos temas, se decidió por la ramplonería de un linchamiento público que se reduce a las cenizas del saco donde metió a todos los que, él mismo, condenó como “corruptos”, sin previa condena como manda su Constitución y las convenciones internacionales en lo conducente? ¿Por qué tanta prisa de un presidente tan poderoso, que las tenía todas consigo? ¿Por qué tanta chabacanería legislativa/ejecutiva? ¿Para qué exponerse así, frente al mundo que lo ha aplaudido hasta ahora?

Definitivamente, a Bukele y sus asesores les faltó. Y eso no solo es una lástima, sino una ligereza bukeliana. Y antes de que salten los “Bukelelovers” o los “ombligocéntricos”, con el simplismo impresentable de que la soberanía y su contracara de “no intervención en los asuntos internos”, aconseja la abstención, pues también digo ¡no! Porque hay un límite universal al ejercicio del poder político, y esto por más “aplastantemente democrático” que tal mandato sea. Y ese valladar no es otro que los derechos humanos más añejos y consolidados.

Claro está, a menos que la “derogación singular” sea válida para El Salvador o experimentos políticos muy populares, que por no ser de izquierda -ni muy católicos, por cierto- gocen en adelante de licencia en relación al debido proceso, la independencia judicial, la división de poderes, la legalidad, la dignidad humana, y cuidado y no, también, la alternabilidad en el poder, a la vuelta de la esquina.

¡Cuidado salvadoreños, que por ahí no es! No podemos acompañarlos. No los demócratas cívicamente educados. No los costarricenses prevenidos que la vemos venir y hemos tenido que bailar con ella.

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