Los Libros

Calufa y el Realismo Social

Carlos Luis Fallas es uno de nuestros más grandes escritores nacionales. Abelardo

Bonilla lo considera “el más recio representante de lo que suele llamarse literatura proletaria y el único escritor naturalista de Costa Rica”. Quince Duncan y otros le niegan el carácter naturalista y califican a Fallas como el principal representante de lo que denominan “realismo reformista”. Por su parte, su coterráneo y compañero de partido, Víctor Arroyo, dice de Carlos Luis Fallas que “constituye, sin duda, uno de los grandes momentos de la narrativa costarricense” por ser “un narrador nato, de excepcional fuerza expresiva, ajena a toda suerte de pulimentos estilísticos… su potencia radica en su verismo”. Por eso Manuel Picado propone que se inicie un “debate indispensable y apasionante” a propósito de la obra literaria de Fallas, porque, insiste Picado, “no hallamos manera de rendir homenaje a quien lo ganó en el trabajo, la lucha, y las contradicciones”.

Por todo lo cual considero que no hay duda de que Carlos Luis Fallas lleva la estética realista, no solo a su madurez en nuestras letras, sino que es el que lleva a su plena madurez ese subgénero al interior del realismo como corriente estética que he llamado realismo social, si bien dicha corriente estética viene precedida de la obra de Carmen Lyra y Adolfo Herrera García.

El realismo social se diferencia del realismo sin más, como el cultivado en la obra de Joaquín García Monge. La estética que caracteriza al realismo de don Joaquín constituye un reflejo consciente y denunciante de una realidad política y social considerada ominosa y repudiable, por lo que todo ciudadano con un mínimo de sensibilidad humana debe repudiarla sin ambages. Más aún, la función del escritor es señalar con dedo acusador a los responsables de una situación que no debe ser asumida como un destino inexorable, sino ubicada dentro de un contexto histórico creado por grupos interesados, cuya

responsabilidad les incumbe por el (des)orden político y social imperante.

La obra literaria adquiere, de esta manera, una dimensión conscientemente asumida por el autor, de denuncia que sobrepasa los cánones estrictamente estéticos. Pero de allí no pasa. Concibe la realidad en que se desenvuelve el protagonista como un destino tan infame como inmodificable. Allí hay culpables y víctimas, pero concebidos como roles marcados por un destino que escapa, a la manera del teatro trágico griego, al albedrío humano. Es un universo metafísico donde no cabe la libertad humana coma capacidad de modificar el  sentido de la historia. Ante tal situación inexorable, solo cabe una salida y esta es estética: el grito de protesta. Tanto como solidaridad, la que el protagonista y su trágico destino suscitan en el lector es un sentimiento de compasión, porque solución real no hay. Por lo que a la literatura y al arte en general solo le incumbe el derecho a la protesta, tan bella y noble como inútil e ineficaz. Tal fue el universo humano dentro del cual se desenvolvió la tragedia griega. Por eso Aristóteles le asignaba la tarea de ser tan solo la catarsis de una sociedad abocada a un destino inexorable.

Sin embargo, las revoluciones que dieron origen a la edad moderna y, en concreto, a la Revolución de 1789 o Revolución Francesa que engendró al hombre contemporáneo, demostró que no hay destino inexorable cuando los pueblos toman conciencia de su libertad y asumen una lucha por su liberación.

Por eso, la tragedia no cabe en la literatura si la concebimos como la expresión simbólica del destino histórico de los pueblos y de la humanidad como un todo. Tan solo hay tragedia

para los individuos, sea porque se oponen al avance de la liberación y dignidad de los pueblos, sea porque mueren en esa lucha; si bien, en este caso, mueren como un héroe gozoso y su memoria se perpetúa en la memoria colectiva y en el reconocimiento de los pueblos por cuya libertad entregó su vida.

Esta última fue la concepción de la estética del romanticismo del siglo XIX y, en particular, del escritor que más lejos llevó esta estética, tanto en su concepción teórica, como en su monumental obra que abordó todos los géneros literarios, como fue Víctor Hugo, cuya imponente personalidad dominó todo su siglo. Es por eso que Víctor Hugo se niega a hablar de tragedia y crea el término “drama” para sus revolucionarias obras de teatro. En su prólogo a Cromwell, un verdadero ensayo, nos da el mejor resumen de lo que es la teoría estética del romanticismo. Obras como Los trabajadores del mar son la expresión literaria de esa concepción estética, revolucionaria en su tiempo, y que va a perdurar en el realismo social de inspiración marxista del siglo XX.

Pero la diferencia con la estética del genial escritor francés estriba en que para los marxistas la lucha de los pueblos se inspira en la lucha de clases de los sectores sociales oprimidos y explotados. No se trata solo de la denuncia de una situación de injusticia y de la necesidad de los pueblos de reivindicar sus derechos, sino una interpretación “científica” de esa situación que lleva a asumir una concepción ideológica beligerante por parte del escritor.

La lucha de clases como motor de la historia, a tenor de la primera frase del Manifiesto de Marx y Engels (1848) y la posición personal del escritor hacen de su literatura no solo una

denuncia ideológica, sino también un testimonio personal del escritor comprometido. El escritor deja de ser un individuo y se convierte en amanuense de un pueblo en lucha, el portavoz y vocero de una clase social en ascenso en la historia. Sin perder su identidad personal, porque también la literatura tiene una función pedagógica y de adoctrinamiento, si bien no es panfletaria ni dogmática sino existencial y auténticamente personal, el escritor se considera, no solo la conciencia lúcida de su época, como fue el caso de Víctor Hugo y los románticos, sino el instrumento de las luchas por una causa justa.

La literatura no debe separarse de las luchas que en todos los campos libra el pueblo trabajador a fin de convertirse en dueño de su destino, porque la literatura es concebida como el grito de reivindicación de los derechos, tanto políticos como sociales, de las mayorías.

Así concibió Carlos Luis Fallas su aporte a la literatura.

Nunca vio en su producción literaria un fin en sí mismo. Fue un hombre de partido y a este consagró toda su vida con fe de carbonero y mística de apóstol. Nunca se consideró un escritor profesional. Pero siempre tuvo una profunda admiración por las bellas letras. No hizo con sus novelas propaganda partidaria oficial ni convirtió sus escritos en panfletos incendiarios. En sus obras cultiva la belleza literaria con esmero y de manera consciente, pero no hizo del arte literario un fin en sí mismo. Se apegó a la experiencia personal de hombre luchador y militante disciplinado e irreductible de un partido nuevo en la historia política del país, e hizo de la revolución social el fin último y la razón de ser de su existencia. Su obra no puede separarse de su trayectoria de vida de hombre de partido. Su suerte personal estuvo ligada a los avatares políticos de su partido en una época particularmente azarosa de la historia de Costa Rica y del mundo entero.

Por eso su obra se puede dividir en dos periodos claramente delimitados y de perfiles contrastantes. Para demostrar lo dicho, me limitaré a analizar tan solo sus cuatro obras reconocidas como las más importantes y representativas de su producción, a saber: Mamita Yunai (1941), Gentes y gentecillas (1947) pertenecientes al primer periodo caracterizado por un contenido más objetivo y volcado hacia la situación del país, tanto en lo político coma en lo social; Marcos Ramírez (1952) y Mi madrina (1954), más intimistas y autobiográficas que caracterizan el segundo y último periodo.

Mamita Yunai se ha convertido en la obra literaria costarricense más conocida y traducida en el mundo a pesar de la controversia que desde antes de su publicación suscito como lo señala Abelardo Bonilla. La elogiosa mención que de la misma hace el gran poeta chileno Pablo Neruda en su Canto General contribuyó no poco a dicha difusión planetaria, lo mismo que las diversas traducciones y versiones en múltiples países.

En cuanto a Gentes y gentecillas, en el prólogo de presentación de la edición del XXV aniversario de la Editorial Costa Rica, (1984) se dice que “es una de nuestras grandes novelas”. Por eso Víctor Arroyo, en esa misma edición, concluye que “la voz fuerte y segura de Carlos Luis Fallas nos llevará a ese mundo, que ya quedará para siempre grabado en nuestra conciencia, fundido en nuestra sensibilidad”. Arroyo señala con justicia lo que ha significado esta obra desde el punto de vista de su legado a las letras costarricenses.

Sin embargo, con la aparición de las dos obras fundamentales del segundo periodo, ya en la década de los cincuenta, se da un cambio radical, si bien sus objetivos últimos siguen siendo los mismos.

La causa principal de ese cambio de actitud frente a la literatura, que se refleja en el cambio de tema como es propio de todo enfoque realista en la estética literaria, se debe al cambio radical operado en la situación política del país y, con ello, del propio escritor y del partido al cual consagró su vida.

En la década de los cuarenta el Partido Comunista estaba en ascenso, había logrado una alianza con el gobierno y la Iglesia Católica. Dicha alianza condujo a las más profundas transformaciones sociales de nuestra historia, que se plasmaron, incluso, en leyes y llevaron a la creación de instituciones como la Caja Costarricense del Segura Social y la Universidad de Costa Rica, por mencionar tan solo las más sobresalientes. Esta situación exterior cambió también la vida personal de Carlos Luis Fallas, quien en esa década llegó a ser primero munícipe de la ciudad capital, San José, y luego diputado de la República.

En concreto, fue alguien que gozó no solo de un gran ascendiente ante grandes sectores de la población, cosa que había logrado por su indiscutible liderazgo en la huelga de 1934 contra la United Fruit Company en la vertiente del Atlántico y de la que nos habla en sus obras, sino del poder del Estado.

En la década de los cincuenta, por el contrario, su partido había resultado ser el gran derrotado de la Guerra Civil de 1948, el acontecimiento más sangriento de nuestra historia.

Más aún, Fallas había jefeado las tropas que enfrentaron las más duras refriegas. Sus hombres, sencillos obreros de los bananales del Sur en su mayoría, debieron luego deponer las armas; por lo que Calufa fue tratado como un derrotado, se le hizo sufrir injustamente cárcel siendo también amenazado de muerte; su partido fue declarado fuera de la ley y los líderes de este, perseguidos, tuvieron que dispersarse como exiliados políticos en diversos países. Aunque Carlos Luis Fallas no narra esos acontecimientos, decisivos en la historia política nacional y regional y que reflejaban la nueva geopolítica mundial marcada por la instauración de la Guerra Fría, sus novelas arrojan una luz que nos permite explicar por qué se da ese ensimismamiento que, de alguna manera, se hace evidente al hacer de su autobiografía el tema central, por no decir único, de las principales obras de ese periodo último de su trayectoria literaria.

Sin embargo, las novelas de esa época de madurez existencial no muestran una continuidad mecánica la una de la otra. Marcos Ramírez es, no solo el relato de la infancia y de

los barrios populares de su ciudad natal, Alajuela, sino que se convierte en una especie de Bildungsroman, el primero de la historia literaria de Costa Rica, pues el autor, como años más tarde haría Luisa González con su obra única A ras del suelo, hace una especie de itinerario interior (itinerarium mends in velltatem) mediante el cual el protagonista descubre las razones y motivos existenciales de su adhesión a un partido revolucionario desde muy joven y de las convicciones ideológicas que siempre lo acompañaron hasta su muerte.

Todo lo anteriormente dicho nos permite comprender que, si bien el autor hace de su intimidad un tema literario, su propósito deliberado es demostrar en un caso concreto, su caso, cómo despertó su conciencia y cómo los sectores populares de donde el procedía y de los que nunca se separó, podían hacer lo mismo si aspiraban a tener un futuro digno de seres humanos. Su vida se convierte en un ejemplo por seguir, no porque él se considerara un hombre excepcional o superior, sino precisamente por lo contrario: porque, siendo un hombre común surgido de circunstancias particularmente desfavorables provocadas por causa del injusto (des)orden social y político imperantes, podían, mediante un compromiso inclaudicable con esos mismos sectores, salir de esa ominosa situación, que no la concebía como un destino inexorable, sino como un reto o desafío a asumir y vencer.

Marcos Ramírez es, al mismo tiempo, una voz de aliento y un grito de empuje y entusiasmo. En primer lugar, para sus propios partidarios y, más ampliamente, para todos los sectores populares, frente a la derrota sufrida en 1948 y frente a la situación de clandestinidad en que, en la práctica, estaba sumido su partido que, hay que insistir en ello, en la década anterior había gozado de una cuota nada desdeñable de poder.

Mi madrina, por el contrario, es tan solo un himno, el más hermoso a una madre que llenó toda su vida afectiva, dada la ausencia de padre que, por ser “hijo natural”, al igual que su mentora Carmen Lyra, sufrió Carlos Luis Fallas, ya que esa condición significaba una marginación social que se traía desde el seno materno. Tal condición explica, igualmente, la rebeldía de Marcos Ramírez que lo acompañó toda su vida, pero que se manifestó sobre todo frente a los abusos de poder de quienes presumían de la fuerza física o económica y política. Merece destacarse la actitud de rebeldía asumida por el protagonista en la escuela, extensiva a toda la educación formal, razón por la cual nunca terminó su segunda enseñanza.

Mi madrina es algo así como La madre de Maximo Gorki escrita por un costarricense. Con los psicoanalistas, podríamos decir que es el retorno al seno materna y, con ello, se convierte en el punto final de una trayectoria literaria que comenzó con el presente de lucha y culminó con el reencuentro del paraíso perdido y recuperado en la infancia y en las entrañas de la madre, cosa que nos recuerda Viaje a la semilla de Alejo Carpentier.  Lo anterior explica los factores subjetivos, por no decir subconscientes, de la trayectoria revolucionaria de Carlos Luis Fallas.

No hay en estas páginas ni odio ni resentimiento, sino espíritu de rebeldía en Marcos Ramírez y una inmensa y conmovedora ternura en Mi madrina. Calufa se explica a sí mismo su propia trayectoria de hombre adulto, sometiéndose a una especie de autoanálisis. Con ese ejercicio de autenticidad, la más pura, Carlos Luis Fallas no solo da la mayor de las lecciones, sino demuestra que las verdaderas revoluciones sociales no las hacen hombres resentidos, ni personalidades marcadas por neurosis y traumas de infancia, sino seres humanos enamorados del bien y la justicia. Es el amor el que ha inspirado siempre las mejores luchas a lo largo y ancho de la historia de la humanidad y en todos los campos, lo cual constituye la principal fuente de inspiración en la creación estética.

De ahí que su última palabra y su testamento como hombre y como escritor fue decir a sus compatriotas y lectores que entre la lucha política y la creación literaria no hay oposición ni distancia. Porque la lucha por la justicia y la dignidad de los oprimidos es también un canto de amor. La literatura es la ternura de las palabras y el relato un testimonio de un amor nunca desmentido aunque con demasiada frecuencia ausente en una sociedad deshumanizada. Construir la humanidad es la tarea que, tanto en el campo de las luchas políticas, como en los esfuerzos por la creación literaria, debe asumir todo ser humano que merezca el calificativo de tal.

Por eso, no nos ha de extrañar que un notable ensayista como León Pacheco haya expresado este juicio perentorio y consagratorio: ” Hay libros que son únicos en la literatura de una nación, Marcos Ramírez es único en nuestra literatura. Si mañana desapareciera todo cuanto se ha escrito en nuestro país- ¡la memoria humana es árida y justa!- , y solo se salvara esa narración, el genio de nuestro pueblo seguiría siendo lo que es con su socarronería, su malicia, su desconfianza, su “cartaguismo”, su lengua ácida y expresiva. Marcos Ramírez es para nuestras gentes lo que Tom Sawyer de Mark Twain es para el pueblo norteamericano: el arranque de su genio universal que siempre está en el ombligo de sus niños”.

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