Opinión

El sacerdocio universal de los creyentes

El sacerdocio universal de los creyentes –formulado inicialmente por el apóstol Pedro: “Mas vosotros sois linaje escogido

El sacerdocio universal de los creyentes –formulado inicialmente por el apóstol Pedro: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios…” (I Ped. 2:9)– es la tesis más revolucionaria, desde el punto de vista eclesiológico y sociológico, de la Reforma Protestante. No es casual, que se  haya convertido en la piedra de choque, tanto para el catolicismo como para el protestantismo jerárquico, autoritario y clericalista. Cada vez que se ha buscado democratizar el espacio eclesial, atendiendo a este postulado, se activa el dispositivo inquisitorial que persigue y descalifica.

En América Latina, hemos sido testigos de esta embestida neoinquisitorial, particularmente en las décadas de 1970-1980; se persiguió, discriminó y disciplinó a teólogos y líderes religiosos progresistas, entre los cuales destaca el proceso a que se vio sometido el teólogo franciscano Leonardo Boff. Sin duda, gravitó su crítica a una jerarquía autoritaria  y su propuesta de volver a un modelo de  iglesia sierva como pueblo de Dios (Concilio Vaticano II).

Por otra parte, llama la atención que manifestaciones dominantes del protestantismo contemporáneo, contraviniendo esta tesis, tiendan más bien a clericalizarse y a apostar por modelos confesionalistas y teocráticos de ejercicio del poder. Al respeto, señalaba Kevin Phillips que las dos últimas elecciones presidenciales –refiriéndose a las de Bush I y II– marcan la transformación del partido republicano en el primer partido religioso estadounidense. Y argumentaba su planteamiento destacando los rasgos mesiánicos del discurso político y  la eficaz movilización electoral de las iglesias evangélicas conservadoras.

El postulado del sacerdocio universal de los creyentes tiene significados de trascendencia eclesial y sociopolítica. Por una parte, recoge y expresa el carácter laico (laos: pueblo) fundamental de la iglesia como “organismo viviente” (D. Bonhoeffer) más que como institución de poder en este mundo (modelo  colonialista de cristiandad). Se propicia así,  de manera directa, una iglesia laica y, de manera indirecta, un estado igualmente laico.

Hablar de laicidad es apuntar al aspecto sustantivo de la democracia: poder y soberanía del pueblo. Y el concepto de pueblo refiere, en las sociedades globalizadas de nuestro tiempo, a una entidad cada vez más diversa en lo social, cultural (religioso) y político. Por eso, estados confesionales e iglesias de acentuados énfasis doctrinalistas-confesionalistas no solo resultan anacrónicos, sino un obstáculo para construir sociedades más pluralistas, interculturales y dialógicas, es decir, inclusivas.

Cuando asistimos a una avanzada fundamentalista, de diversos signos religiosos e ideológicos seculares, peligrosamente violenta por lo excluyente, resulta fundamental recuperar el aporte del postulado del sacerdocio universal de los creyentes. Es decir, que tanto las iglesias como las sociedades apuesten decididamente por profundizar su vivencia democrática, acogiendo con respeto, tolerancia y dignidad a esa diversidad constitutiva de las sociedades actuales.

En esta dirección, un paso necesario y urgente es desconfesionalizar a la política y al estado. Para ello, se requiere no solo una reforma constitucional sino, sobre todo, un nuevo modelo educativo-cultural, que propicie la convivencia afectiva e incluyente a todo nivel.

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