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La revolución estética del modernismo y Rubén Darío

El 18 de enero recién pasado, celebramos 150 aniversario del nacimiento del gran poeta nicaragüense Rubén Darío, y el 6 febrero 101 de su muerte

La celebración de efemérides históricas constituye un instrumento indispensable para mantener viva la memoria histórica de los pueblos, sin la cual estos padecerían de una amnesia prematuramente senil por no decir patológica.  Estas celebraciones son, igualmente, un tributo al genio de quienes nos han precedido en el deber y el honor de mantener vigentes los mejores valores de la cultura cultivando las virtudes cívicas, sin las cuales la vida perdería su sentido. Es también un reto ético para las nuevas generaciones, cuyo deber patriótico y cívico es cultivar ese legado, el más preciado que se pueda  recibir. Sin embargo, más allá de estas razones, en extremo válidas, existe el desafío  de asumir en nuestra circunstancia actual ese legado, con el fin de valorarlo en su justa medida y verlo desde una perspectiva que no fue la de ellos originalmente, sino la nuestra de hoy. Cada generación, cada época tiene sus particularidades. El tiempo histórico no se repite; la creación cultural exige inventiva, la autenticidad es una especie de parto perpetuo, que se repite incesantemente, so pena de caer en la inautenticidad propia del plagio, de la copia, del elogio sin sentido, de la retórica vacua. Pero, para comprender la originalidad de los grandes maestros y genios del pasado, se requiere tener conciencia de la originalidad de los tiempos presentes. El contexto histórico del pasado debe ser vivido desde dentro para comprender la circunstancia histórica actual. Solo dialogando con el pasado, se puede construir la vitalidad del presente. Por eso, si consideramos que la conmemoración del centenario del gran poeta Rubén Darío tiene sentido más allá del elogio merecido y de la evocación emotiva, debemos situar lo que su aporte representó como ruptura, es decir, como “revolución” y transgresión en su tiempo; aporte que se ha convertido, con justicia, en el legado permanente de nuestra cultura y de su máxima expresión: la lengua.

Rubén Darío ha dado una dimensión universal, planetaria a nuestra sensibilidad caribeña; nos ha situado en el mapa mundial de las letras, por primera vez en la historia de la literatura,  como una corriente estética surgida de las letras hispanoamericanas.

Nuestra América acababa de independizarse del imperio español. Todo el siglo XIX lo había pasado en caóticas guerras intestinas  entre liberales y conservadores, todo con el fin de crear el Estado Nación, luego del fracaso de la utopía bolivariana que aspiraba a forjar una sola América que pudiese  interactuar de igual a igual con las grandes potencias del mundo. Pero la utopía bolivariana tan solo fracasó en el ámbito de lo político; porque de inmediato surgió Andrés Bello para decir que la unidad de Nuestra América debía darse partiendo de lo que nuestros pueblos tienen en común: la lengua. Pero no la lengua peninsular sino la que hablan nuestras gentes, la lengua de Nuestra América. De ahí surgen las grandes novelas románticas: Cecilia Valdés (1839), Amalia (1855) y María (1867), que representan todos los puntos cardinales de nuestro subcontinente. Pero  nuestra independencia plena todavía permanecía inconclusa, ya que las islas mayores del Mar Caribe  seguían bajo el yugo colonial español. Es dentro de este contexto que surge  la primera generación y, por ende, los pioneros y fundadores de la estética modernista. Esa figura es el poeta y pensador cubano José Martí quien, en 1875, siendo aún joven, firma un manifiesto con el poeta mejicano Gutiérrez Nájera. La aparición de este documento es considerada por los historiadores de la literatura hispanoamericana como el inicio del modernismo.

En nuestras cercanas tierras, concretamente,  en Nicaragua, en 1867 nacerá Rubén Darío quien, ya desde niño, mostrará sus grandes dotes de poeta. Lo cual le granjeará la posibilidad de poder viajar a Chile. Allí estudiará a los poetas malditos, hacia los cuales profesará desde entonces una admiración nunca disimulada. En la biblioteca del prócer y presidente mártir chileno Balmaceda y por la mediación de su hijo, Rubén se empapa de la poesía parnasiana. Fruto de ese entusiasta fervor escribe  su primera obra maestra, Azul (1888) y, con ello, el modernismo poético llega a su máximo esplendor,  confirmado luego con sus Prosas Profanas. Pero el modernismo de nuestras tierras tropicales, cuna de la cultura afroamericana, no es una copia servil o mecánica del parnasianismo  francés, si bien es influenciado por sus concepciones estéticas fundamentales, haciendo realidad la  afirmación de Baudelaire, según la cual: “Poesía es lo que música tienen las palabras”. Pero la musicalidad del verbo no será lo que Occidente desde los griegos entendía por música, a saber, la melodía. Las armonías musicales, decían los pitagóricos, no son más que el eco de las melodías que emiten los astros que giran en los espacios infinitos dentro de sus bolas de vidrio. Pero para la tradición cultural de raíz africana que trajeron con sus ritmos y danzas los esclavos a nuestro Caribe, la música no es en primer lugar melodía sino ritmo; la música no se hizo principalmente para oírla por sí sola, sino para acompañar la danza, es decir, para vivirla con la sensual cadencia de unos cuerpos desnudos, al son del embriagante tan tan de tambores y timbales. Esa concepción del ritmo musical se conjunta con la tradición musical de Occidente de las marchas de las óperas. La célebre Marcha Triunfal de Darío evoca la marcha de los soldados de la ópera Fausto de Gounod. Las metáforas que adornan en abundancia toda la poesía de Darío son con frecuencia musicales. Así la flauta de Pan aparece con frecuencia, lo mismo que  diversos instrumentos musicales. Más aún, Darío transforma las metáforas de la poesía romántica cuando, comparando a la mujer con la luna, evoca al ser amado comparándola con “una luna blanca”, cuya palidez nos hace pensar en la mágica aunque lejana belleza de una deidad femenina tan inalcanzable como la felicidad misma. Darío, por el contrario, califica a la mujer como una “luna sonora”, aludiendo a los sonidos del Cosmos como si fueran una celestial sinfonía. El ritmo no es el de la danza afroamericana, no es cadencioso, no es un vals vienés, tan en boga entonces, sino un ritmo sincopado. La música misma no está escrita en pentagramas inamovibles como textos extraídos de libros sagrados, sino que son improvisaciones lanzadas al aire al calor del éxtasis sensual, que se suscita en los cuerpos de quienes se entregan a la colectiva embriaguez de un baile envolvente y nocturnal. Toda la voluptuosidad del Trópico se había convertido en sublime poesía. Con esa muestra de original creatividad poética, nuestros pueblos mulatos daban el primer paso de su liberación plena consistente en el derecho a la palabra. La poesía los hacía interiormente libres. La poesía los hacía descubrirse personas,  sujetos capaces de crear belleza, de dar rienda suelta a la imaginación y contagiar al cuerpo y al alma en el mismo frenesí de la poesía hecha danza, aquelarre. El amor de voluptuosidad del retorno al paganismo, que preconizaba Nietzsche, se convertía en complejo de culpa en el corazón de Darío. Como dijo Constantino Láscaris: “Darío fue pagano por su amor a la vida y cristiano por su temor a la muerte”. Vida y muerte, músculo e imaginación, danza y verbo… La poesía, gracias al genio de Darío, llevaba en sus entrañas una revolución cultural que se convertía en el primero y gigantesco aporte, históricamente hablando, a la estética universal de nuestros pueblos mulatos y mestizos. Gracias a Darío, la revolución cultural que representa el modernismo, había conquistado su derecho a la ciudadanía universal en el mundo de las letras. Todo lo cual justifica con creces que hoy conmemoremos el sesquicentenario de quien ha sido con justicia considerado como el mayor poeta de Nuestra América.

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