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Cecilia Rodríguez: En la escuela de la calle

Un chinamo de ventas ambulantes en medio San José es, desde hace 24 años, su oficina. Es madre, abuela, vendedora y sobretodo, una mujer luchadora, dice.

Es lunes y Cecilia Rodríguez, veterana vendedora de calle, tiene a la par  un equipo de sonido color turquesa. Cada tanto le gira la perilla y le aumenta unos cuantos decibeles al volumen para escuchar “a toda mecha” la música cristiana que la pone a zapatear y  aplaudir.

Aún no llega su primer cliente del día a comprar una de esas camisetas de 5 mil colones del Saprissa, de la Liga o de Heredia; aún  no le compran un gorro, una bufanda o guantes para el frío. La mañana va avanzada pero todavía no se ha ganado los cincos. Hoy quizá no sea uno de esos días buenos en los que puede vender hasta 40 mil pesos, como le ocurrió días atrás.

Su quiosco de ventas, se ubica en pleno San José – en una  esquina de la Avenida Central- por donde cruza todo tipo de gente, desde los que van con prisa; los que se dirigen hacia sus trabajos; los que son nobles  o los maleducados que eructan o escupen cuando pasan por ahí mientras ella come. Es la calle, el corazón de la ciudad y su oficina.

Ya son 55 años de ser vendedora ambulante pero 24 desde que esa esquina se convirtió en su oficina. Dentro de su rutina diaria no escapa tomar café o hacer ayunos en honor al de arriba. Es morena, cabello negro, cejas delineadas color café claro. Se pinta los labios y sobre sus ojos coloca delineador azul rey que le achina el párpado. Viste una blusa de rayas y una enagua que le deja al descubierto las rodillas. Calza sandalias de tiras blancas con tacón mediano y unas pantis negras.

Cecilia es amante de la música cristiana, escucha diariamente la palabra de Dios y le pide a él todos los días para que le ayude con los clientes. Foto: Rita Valverde.

DESDE NIÑA 

El oficio la recibió a los seis años, como a todos sus hermanos. De joven era conflictiva. A nadie se le quedaba callada, cuenta, al tiempo que reconoce que  eso le ayudó a lograr algo más como vendedora, por ejemplo, a tener esa patente “estacional” que le exime de pegarse las carreras para huir de los guardias municipales como lo hacen otros tantos a su alrededor.

“Esa patente que yo tengo, no es porque me la regalaron por la linda cara o por el bonito cuerpo que yo tenía entonces, cuando era jovencita. La patente que tenemos fue a puro cojones, a puro huevo, como decimos nosotros”.

Cuenta la patente que tiene ahora -de vendedora estacionaria- la consiguió gracias a un pleito y a su curiosidad, pues un día vio a una señora que pagaba la misma cantidad de dinero que ella pero los permisos eran distintos. La suya era una patente de “ambulante” mientras que la de la otra vendedora era “estacionaria”.

“Yo dije: híjole yo pago lo mismo y ¿por qué ella estacionada y yo ando corriendo de la policía? ¿Por qué tengo yo que andar haciendo eso sí tengo también un derecho igual?”

La inquietud no se quedó ahí, pues Cecilia fue y le preguntó a un amigo suyo que era  abogado. Él le ayudó y la guió en los procesos legales hasta que ella consiguió el permiso para el chinamo que hoy tiene.

Cecilia tiene otros hermanos que también se dedican a vender en la calle. Foto: Rita Valverde.

A lo largo de sus su vida, no todo han sido victorias, pues recuerda que una vez la detuvieron y fue a dar a la cárcel el Buen Pastor unos días.

“Llegó  un guardia civil a quitarme la plata que me había ganado esa vez, y yo me devolví con una caja de tomates en aquel entonces de madera, y se la mandé en la nariz, se la fracturé. Me metieron tres días a la cárcel, mi papá tuvo que sacar mil pesos, en esos tiempos, para que yo saliera”.

SOBREVIVIR DESDE LA CALLE 

“Trabajar aquí es sobrevivir”, dice esa madre de cuatro hijos a quienes alimentó gracias al dinero que se ganó en las ventas callejeras. Por su mente aún cruzan  recuerdos de aquellos tiempos en los que se las ingeniaba para ser madre de hijos pequeños y vendedora al mismo tiempo.

“Uno tenía que palmarla, pasar toda la noche ahí con los chiquitos hasta con semerenda barriga. Había una que se dedicaba a cuidar las chiquitas de las vendedoras,  de tenérselas a uno para vender”.

Para ella, la vida de trabajar en la calle es una escuela. Cree en Dios y una de lecciones que ha aprendido con el transcurso de los años es que para el oficio de vender hay que confiar en él: “Primero alabo a Dios, le pido que me mande los clientes del Norte, del Sur, del Este y del Oeste”.

Cecilia no tiene estudios académicos, llegó hasta tercero de la escuela, pero su oficio le dejó un interés por conocer de derecho. Narra que de cuando en cuando va y se compra libros sobre derecho penal, judicial o civil. “Eso me ha servido para ver cómo se mete un contencioso cuando me manda la municipalidad un papel que dice: Bajo los artículos tal, tal y tal le voy a aplicar eso. Entonces yo compro los libros para ver cuáles son los códigos que me están aplicando”.

Para ella ser mujer es sinónimo de “ser trabajadora”, así como le enseñó su madre. La vida en la calle es una escuela pero no se la desea a nadie, ni sus hijos ni a sus nietos. A ellos los alientan para que logren algún día un puesto bueno, quizá “uno en el gobierno”. Las luchas continúan y por ahora, a ella le toca seguir vendiendo.

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