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Una revolución para cada cual

Esas grandes novelas que nos llevan a viajar por la historia primero se alimentan de ella, la saquean a conveniencia y después la abandonan.

Esas grandes novelas que nos llevan a viajar por la historia primero se alimentan de ella, la saquean a conveniencia y después la abandonan. Al novelista no le interesa demostrar que su narración se fundamenta en datos constatables en una realidad exterior. Eso sí, la investigación histórica le sirve para mentir con conocimiento de causa, para crear contextos, personajes, conflictos políticos que forman parte de la autonomía de su ficción; la que cobra vuelo, adquiere vida propia, cuando el escritor domina su oficio.

Alejo Carpentier se fascinó con el Caribe, con la insólita mezcla cultural que tuvo lugar sobre sus aguas y sobre la tierra de islas disputadas entre indígenas, europeos esclavistas, africanos sometidos, norteamericanos, criollos, monárquicos, revolucionarios y restauradores. Así, su curiosidad voraz lo llevó hasta una figura maravillosa, el hijo de un panadero marsellés: Víctor Hugues, una bestia política, jacobino en el Caribe, cuya vida le dio al escritor cubano la materia prima para El siglo de las luces (1962).

La verdad de la literatura no es la de la ciencia experimental; es la verdad de la subjetividad, los pensamientos, las emociones, las posiciones políticas de una época que se encarnan en personajes que mucho nos hablan de nosotros mismos.

En una casa de La Habana tres muchachos han quedado huérfanos de un padre que fue rico, Carlos, Sofía y su primo Esteban, que creció ahí como si fuera un hermano más. A ellos los asaltó la Revolución Francesa que llegó de la mano de Víctor Hugues. Cada uno de estos personajes representa una forma de reaccionar ante la política de su tiempo, ante el “acontecimiento” de esa Revolución que desacomodó el tablero de la vida caribeña. Los negros haitianos hicieron la suya, la guillotina atravesó el Atlántico, los monárquicos españoles encarcelaron a los rebeldes influidos por la subversión francesa; los católicos, a su vez, combatieron a los francmasones que, contaban entre sus miembros, de uno y del otro lado del Atlántico, tanto a partidarios del Antiguo Régimen como a jacobinos justicieros.

Una vez que la herencia dejada por su padre estuvo a salvo de la rapiña, las puertas de la mansión de La Habana se abrieron a un mundo convulso en el que los muchachos se aventuraron en un viaje en el que Carpentier nos lleva, de la mano de ellos, a recorrer la violencia haitiana, la quema de almacenes franceses en Puerto Príncipe, la fuerza de una revolución “más francesa que la francesa”, porque también se alzó contra ese racismo al que no renunciaron del todo los defensores modernos de la Razón y de los Derechos Fundamentales del Hombre.

Haití, Santiago de Cuba, Guadalupe, Martinica, Cayena, París, Madrid, los barcos que navegaron sobre aguas de color turquesa que mucho se mancharon de sangre son estaciones en el itinerario de una ficción erudita, escrita por un hombre que sabe integrar la verdad de la historia con la verdad de la literatura sin caer en el panfleto ni en el minucioso y estéril recuento de “los hechos”. Sin duda, El siglo de las luces es una ficción escrita por un maestro en el arte de contar novelas.

La política en la vida de cada cual

Son muchísimas las razones que pueden llevar a una persona a tomar uno u otro partido político a lo largo de su vida. No hay determinismo para esto. Sin embargo, entre esa complejidad, algunos escritores logran observar el fondo pasional que subyace a las decisiones políticas. Una emancipación física, un resentimiento, una desilusión, la decisión de ordenar la casa, la ambición, el miedo, el mandato paterno, un fracaso matrimonial, regresar a la infancia, las rutas del deseo.

Las virtudes literarias de El siglo de las luces son numerosas, por ahora me quiero referir a una: contar los efectos de la Revolución Francesa en el Caribe desde la perspectiva de cuatro personajes cuyas vidas se transforman al tiempo que se posicionan ante los juegos de poder de su época.

Carlos

Es el hermano mayor, por obligación, el encargado de administrar la fortuna de su padre. Es fuerte, seguro, cubano acostumbrado a las comodidades que da el dinero. Eso sí, le atraen las ideas jacobinas, la masonería como forma de superar el conservadurismo provinciano. Es el destinado a mantener la seguridad en la casa de su padre. Respeta a Víctor Hugues, pero tiene mucho que cuidar en La Habana, donde se queda cuando los barcos partieron a vivir combates, amores y traiciones.

Víctor Hugues

Aventurero astuto, ambicioso, seductor. Como Julián Sorel en la novela Rojo y negro de Stendhal, busca ascender en la escala social por los medios que le sean útiles. Fue jacobino cuando los haitianos quemaron su panadería. Admiró al incorruptible Robespierre cuando eso le dio poder en París, fue masón y antimasón, revolucionario defensor de la razón frente a las cadenas del Antiguo Régimen y después tirano al imponer en los demás esas mismas ideas. Emancipador y autoritario, combativo para ascender y despótico para ejercer sus cargos. Así, pasó de ser una fuerza que cambió las vidas de Carlos, Sofía y Esteban, a terminar como instrumento político al servicio de hombres a los que alguna vez despreció.

“Panadero, negociante, masón, antimasón, jacobino, héroe militar, rebelde, preso, absuelto por quienes me mataron a quien me hizo, Agente del Directorio, Agente del Consulado…Y su enumeración, que rebasaba la suma de los dedos, quedaba en un murmullo ininteligible. A pesar de la enfermedad y de las vendas, Víctor, medio vestido de Comisario de la Convención, recobraba algo de la juventud, la fuerza, la dureza de quien, una noche atronara cierta casa habanera con un estrépito de aldabas.”

 Esteban

Niño huérfano, enfermizo, protegido de su prima Sofía, a quien amó en secreto platónico. Lector incorregible, pasional, sincero. Víctor Hugues lo levantó de la cama donde yacía; la revolución, la literatura jacobina y la masonería lo devolvieron a la vida. Creyó en esos ideales, navegó mares, amó mujeres por los puertos, conoció la guerra y descubrió, hasta la decepción, la oscura cara que adquieren los hombres a los que el poder enferma. Así dejó a Víctor para volver a La Habana, así dejó la política para volver a su prima, a los libros de viajes, a la poesía y al rechazo visceral de todo ideal político. Su final en la historia lo determina su amor por Sofía.

 Sofía

Es mujer en una época de hombres. Es la hija formada por monjas, la hermana respetuosa, la prima maternal, la que se queda en La Habana por su condición de género, es la casada por conveniencia hasta que un buen día enviuda. Recuerda sus amores furtivos con Víctor, escapa de Cuba y su pasión romántica la lleva a Cayena, donde Víctor ejerce uno de los tantos cargos políticos que tuvo. Lo amó hasta hastiarse de aquel hombre encerrado y acabado por una Casa de Gobierno. Sin embargo, ella no quiere regresar a la protección de su familia, de cuyos lazos patriarcales ya se ha liberado. Como a una estrella, Sofía persigue la ilusión de la revolución. De Cayena viaja a Madrid donde alquila una mansión en la calle de Fuencarral. Gracias a su dinero y a su poder de influencia logra liberar a Esteban, quien sufría los rigores de una prisión española debido a sus actividades subversivas. Los primos volvieron a vivir juntos otra vez en una mansión embrujada; hasta que un día la gente de Madrid se echó a la callé en una revuelta espontánea contra Napoleón. Sofía, como es natural, se fue con ellos.

Así se entrelazaron las pasiones personales de estos personajes, sus disposiciones subjetivas, con la agitación política de una época fascinante. En sí mismos, ellos son “tipos ideales”, síntesis de actitudes ante el poder que se repiten una y otra vez.

Ahora no recuerdo dónde leí que unos reos fueron consultados por el libro que más les había gustado leer en prisión. El siglo de las luces de Alejo Carpentier fue el ganador. La razón, esa búsqueda de libertad que tan pasionalmente viven algunos de sus personajes, las maravillosas aguas del mar Caribe que tanto les hicieron olvidar las tribulaciones del encierro. Será por eso que volví a esta novela extraordinaria y que me la leí con enorme disfrute, robándole tiempo al tiempo, en estos días en los que casi todas las noticias que nos llegan del mundo exterior anuncian enfermedad, angustia, muerte y miseria. Gracias Alejo Carpentier por recordarme con ella los caminos para llegarle a la verdad de la literatura.

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