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Un territorio ideal para las proezas estilísticas

La novela corta es un género muchas veces puesto en segundo plano por su extensión, pero si se analiza su riqueza se descubrirá un manantial de textos extraordinarios.  

El desafío está en decir más con la evocación que con la presencia. Las palabras allí plasmadas en la página en blanco y negro convocan a las otras que se mueven raudas por el universo.

Es el ejercicio de la precisión, de la elegancia estilística, del saber narrar con una depuración que no es oficio para viajeros y advenedizos. Es el territorio de la novela corta como un gran género literario, al que muchas veces le bajan las acciones por estar a caballo entre el cuento largo y la novela tradicional.

En la novela corta los autores juegan mucho con el silencio. Sí, con el silencio que tantas veces dice más que las palabras, porque viene traído por una cadena de sutilezas, que a su vez hacen del arte de contar un espacio para que surjan verdaderas maravillas.

La novela corta, como parece erróneamente a simple vista, no es una literatura menor ni es consuelo para escritores de poca monta. Todo lo contrario, requiere de una maestría que solo se fragua y se cumple cuando el narrador está curtido y cuando ya ha superado la capa de superficialidad que revela que mucho no siempre es mejor y que mucho tampoco es prueba de una imaginación desbordada.

El género ha dado a lo largo de la historia numerosas obras de una enorme calidad. Una mirada azarosa permite repasar momentos y  fragmentos en que la literatura se vuelve delicadamente extraordinaria.

“Aunque su padre había imaginado para él un brillante porvenir en el ejército, Hervé Joncour había acabado ganándose la vida con una insólita ocupación, tan amable que, por singular ironía, traslucía un vago aire femenino”.

Tres líneas le bastaron a Alessandro Baricco para definir en Seda el tono, el ritmo, el peso del lenguaje, y para anunciar que su novela al menos merecía una doble lectura: por lo que dice directamente, pero sobre todo y ante todo por lo que evoca.

Las páginas en blanco serán esta joya de la novela corta imprescindibles. Y ello convoca al lector a una lectura atenta, comprometida y participativa.

Qué maravilla seguir el discurrir del protagonista en sus reiterados viajes a Japón y de cómo una vez infectado para siempre con el virus del amor, no hay fronteras físicas ni culturales que lo detengan en su sueño de alcanzar con la mirada del alma a su amada siempre ausente, con lo cual en la novela se cumple ese maravilloso círculo vicioso de que es más importante lo que sugiere que la presencia misma de las cosas y de los seres.

Seda, desde que se publicó por primera vez en castellano, por Anagrama, ya suma más de 50 ediciones, porque el lector supo entender que allí en esa aparente sencilla forma de narrar había un algo más.

Ese algo más no era otra cosa que un arte de narrar depurado, como ese brandy que surge de los toneles más antiguos, de los cuales surge un sabor pulido por la sabiduría del tiempo y las maderas.

En Seda son las palabras que no están las más relevantes, las que estructuran ese universo de la ausencia que se cumple en doble vía: en el curso del texto mismo y en la vida del protagonista. ¿Cuánto tuvo que podar Baricco para alcanzar esta obra de arte? No lo sabemos explicítamente, pero implícitamente se deduce que hubo un gran trabajo de edición, depuración, estilo, precisión: todos los ingredientes que aunados a una buena historia han hecho de esta novela un punto destacadísimo de eso que todavía se mira con resquemor y desprecio como es la novela corta.

CUIDADO CON ESE SEÑOR

De los lectores es sabido que Henry James era un gran novelista y que Retrato de una dama, Otra vuelta de tuerca, Roderick Hudson, Los embajadores y Washington Square figuran entre sus composiciones famosas, pero pocas veces aparece en su destacado repertorio Diario de un hombre de cincuenta años, publicada en 1897, y la cual es una auténtica joya que tiene como constante narrativa la sutileza llevada hasta el último extremo.

Un viejo soldado británico regresa a Florencia 20 años después de su anterior estadía. A la Florencia donde quizá vivió sus días más felices y se topa con un incauto joven que se apresta a caer en las garras del amor movido por la inocencia, la nobleza y el ensueño, y de inmediato se ve retratado en él.

Era como si en las facciones y en la psicología que se desprendía de aquel joven, el soldado trotamundos se viera reflejado.

“–Tenía una niña pequeña –continué–, y la niña era muy rubia, como la madre; y madre e hija tenían el mismo nombre: Bianca –me detuve y me quedé mirando a mi acompañante, y este se ruborizó ligeramente–. Y Bianca Salvi –seguí—era la mujer más encantadora del mundo.—El se ruborizó un poco más, y yo apoyé mi mano en su hombro–. ¿Sabe por qué le digo todo esto? Porque usted me recuerda a mí mismo cuando la conocí; cuando la amé.”

A James le bastan unas cuantas puntadas para dejar entrever el contorno, la psicología, las coincidencias y las similitudes.

Con un solo párrafo perfila mucho de lo que será Diario de un hombre de cincuenta años, que es justamente un diario a saltos que lleva el viejo soldado que amó con locura a aquella mujer que era maestra de las apariencias, de saber jugar los dados como pocas, y que encontró en su pobre y necesitado corazón a un admirador que terminará por sucumbir a todos los detalles, a todo el universo de sutilezas que nunca vio venir y que después lo arrasó de tal forma que Florencia era una herida, un dolor incalculable. Motivo por el que cuando se topa con su alter ego ve en el pobre Stanmer a la futura víctima de la

Condesa Salvi.

Madre e hija llevan el mismo nombre y él ve en los ojos de su joven amigo los ríos de angustia en los que se apresta a navegar, sin visualizar en lo más mínimo la tormenta que se le avecina y busca prevenirlo. Aunque queda la duda de si ese es el verdadero motivo, o si, por el contrario, en Stanmer él pretende y aspira a redimirse.

Qué maravilla como James maneja el lenguaje, los giros y las sutilezas con que lleva al lector por caminos insondables y sin que este vislumbre cómo acabará la historia, porque en este caso no es válido aquel viejo refrán de que por la víspera se saca el día.

“Ella tiene un parecido de lo más extraordinario con su madre. Cuando fui, me sorprendió muchísimo; me quedé allí parado, mirándola fijamente. Ahora mismo acabo de regresar a casa; es más de media noche, he pasado toda la velada en Casa Salvi. Hace mucho calor –tengo la ventana abierta—puedo ver el río deslizándose bajo la luz de las estrellas. También antaño, cuando volvía a casa, solía quedarme mirando por la ventana de esta manera. En la colina del otro lado siguen estando los mismos cipreses.”

Fácilmente se puede apreciar cómo James crea universos paralelos con una maestría insuperable. El protagonista está ahí, en la Florencia que le trae mil y una evocación, y está parado frente al ventanal del pasado y del presente. El tiempo se ha vuelto a detener. Han vuelto los viejos sentimientos. Ya la condesa Salvi no vive, pero le sobrevive su hija, que ha asumido su belleza, su cortejo, su coqueteo, no ya con él, sino con Stanmer, y él quiere prevenirlo. ¿Prevenirlo de qué en realidad? ¿De vivir? ¿De arriesgarse? ¿De equivocarse? ¿De caer en la trampa mortal del amor sin que siquiera lo vislumbre?

Queda claro que para poder ganar en concisión, la novela corta necesita de que el manejo de los tiempos, y de que lo que se sugiere e intuye sea, por lo general, más relevante que lo que ha quedado dicho.

En este pasaje, que en el diario corresponde al 10 de abril, queda manifiesta la maestría narrativa de James, considerado por los expertos como uno de los impulsores de la novela moderna, en especial por la forma en que manejaba el punto de vista.

POR ENCIMA DE CIEN AÑOS DE SOLEDAD

Gabriel García Márquez solía decir en conversaciones, y lo dejo escrito en algunas de sus columnas, que si él pasaba a la posteridad como escritor no era por Cien años de Soledad –ese ballenato de 300 páginas que tuvo que enviar en dos partes por correo desde México a Buenos Aires, porque no le alcanzó la plata para pagar el importe— sino por El coronel no tiene quien le escriba y El amor en los tiempos del cólera.

La historia de ese viejo coronel que espera la carta en que le anuncien la pensión no solo recogía la verdad de muchos excombatientes colombianos, sino que en ese momento, cuando él estaba prácticamente varado en París, era su propia vivencia. La espera eterna de una respuesta a la voz de auxilio que le envió a sus muchos amigos, ninguno de los cuales apareció con el sobre salvador.

Puesto a escoger entre su mejor libro, el Nobel de 1982 dudaba un poco en responder, porque en su criterio en El coronel no tiene quien le escriba había podido desplegar todas sus habilidades narrativas de una forma condensada y con tal precisión que era uno de sus textos más logrados.

Aunque El coronel no tiene quien le escriba recibió en su momento el reconocimiento, muchos piensan que es una obra menor del autor de Crónica de una muerte anunciada, un texto que está en las fronteras entre la novela corta y la novela, y que también responde a una gran maestría en cuanto a manejo de lenguaje y en relación con la forma de crear universos literarios.

“–Este entierro es un acontecimiento –dijo el coronel— Es el primer muerto de muerte natural que tenemos en muchos años.

Escampó después de las nueve. El coronel se disponía a salir cuando su esposa lo agarró por la manga del saco.

–Péinate —dijo.

El trató de doblegar con un peine de cuerno las cerdas color de acero. Pero fue un esfuerzo inútil.

–Debo parecer un papagayo —dijo.

La mujer lo examinó. Pensó que no. El coronel no parecía un papagayo. Era un hombre árido, de huesos sólidos articulados a tuerca y tornillo. Por la vitalidad de sus ojos no parecía conservado en formol.”

En estos fragmentos se condensan las tres principales voces narrativas: la del narrador omnisciente y la del coronel y su esposa, que llevarán el peso de la historia de ese personaje que espera, espera, espera y sigue esperando que tras la muerte del hijo suceda el milagro por el que ha suspirado media vida: que llegue la pensión.

García Márquez, como era su costumbre, desplegó en este texto sus mejores y más pulidas artes narrativas y el resultado es una novela que es una verdadera joya. Qué placer releer El coronel no tiene quien le escriba. En este apartado se cumple el decir de Jorge Luis Borges, en el sentido de que el verdadero arte está en releer, en volver a aquellas páginas predilectas para hacer nuevos descubrimientos, para comprobar que el texto es casi inagotable en mundos y evocaciones.

CUARTELES DE INVIERNO

 Un boxeador casi derrotado, Rocha, que camina y busca su vida junto a un viejo cantador de tangos, Galván. La sola mezcla llamaría la atención de incluso aquellos lectores despistados.

Osvaldo Soriano los juntó en Cuarteles de invierno, una exquisita novela que está entre las sutiles fronteras de la novela corta y la novela tradicional, si a efectos de extensión se limita la denominación.

Aquí, de nuevo, hay un magnífico manejo del lenguaje. Soriano combina en esta novela el párrafo extenso con el preciso y corto, y de él emerge un estilo que lleva de la mano por los innumerables episodios por los que pasan los protagonistas mientras en el ambiente prevalece la sombra de la dictadura, que aspira a controlarlo todo, a manejarlo todo, con la excusa que les da el poder absoluto.

Soriano hace valer el valor del lenguaje en capítulos cortos y consigue al final una esplendorosa novela. Una de sus mejores creaciones a fuerza de ir delineando una historia sin excesivos recursos, por el contrario, circunscribiéndose a que la narración vaya directa a las cosas, como aconsejaba Baltasar Gracián, para que así lo breve sea dos veces bueno.

“— Este muchacho es cosa seria con la guitarra –dijo y lo señaló con el pulgar.

— ¡Pase Romerito! ¡Venga a saludar al maestro! –gritó.

Romerito casi se me tira encima para darme la mano.

— Gran muchacho  —dijo Rocha y empezó a desvestirse. El muchacho tendría unos sesenta años bajo el sombrero.

— Encantado de conocerlo, señor Galván –dijo y volvió a la posesión de arranque, apoyado en la guitarra.

— Mucho gusto –le contesté–. Un placer conocerlo.

¿Qué le parece si mañana tomamos un café y charlamos?

Ahora estoy un poco cansado, se imagina.

— La intensidad que usted alcanza en Madreselva sobrepasa el sentido mismo de la melodía –soltó, imperturbable.

—Gracias –le dije–, mañana hablamos de eso.

—Uno puede tocar las madreselvas con el oído al escucharlo.

Me di cuenta de que no iba a sacármelo de encima así nomás. Tendí la mano hacia el atado de cigarrillos, pero antes de que lo agarrara Romero ya estaba ofreciéndome uno de los suyos.

—Ahora, los tangos nuevos que usted hizo, esos… digamos… de protesta… esos se me escapan, le soy sincero.

Nótese el gran ejercicio de ironía que hay detrás del texto. Un protagonista que quiere zafarse de la situación y otro que lo arrincona contra las cuerdas, mientras que el verdadero boxeador, el gigante boxeador de la historia, observa cómo llevan al límite a su compañero y no hace nada por corregir la situación, porque la está disfrutando: él la ha propiciado y quiere que ese round se lo apunten los jueces a él.

NUESTRO JUAN VARELA

En este breviario de joyas de la novela corta no podía faltar Juan Varela, de Adolfo Herrera García, esa novela que se leía en los primeros años de secundaria, pero cuyos retumbos aún resuenan en cientos de generaciones nacionales, que todavía asisten con asombro a comprobar que muchas de las claves esbozadas en la historia aún conservan una enorme vigencia.

Yolanda Oreamuno se refiere en el prólogo de la edición de 1939, recogido originalmente en Repertorio Americano, a la obra como un “cuento-novela”, una forma de denominar este género de la novela corta, que desde hace mucho tiempo produce magníficas narraciones, las que, sin embargo, son dejadas en un segundo puesto por su extensión. En  un mundo, como el actual, donde todo se mide y se convierte en estadística, incluso el periodismo en el que hoy importan más los datos que los seres de carne y hueso, se vuelve relevante darle el sitial que la buena novela corta se merece.

Y en ese sentido, Juan Varela es un ejercicio en el que no cabe ninguna duda de que es un texto que deja hondas huellas.

“Si el relato estuviera intercalado en uno de los volúmenes de Guy de Maupassant haría allí muy buena figura. Está escrito a maravilla y tiene el sabor amargo de un delicioso y patético pesimismo”, asegura en carta al autor Ricardo Jiménez en 1939.

“Hacia el centro de la selva la tierra se acurrucaba píamente. Allí clavó cuatro horcones –cedro, chirraca, níspero y treshuevos–, los entechó de paja y encendió el fogón.

¡Su casa!

Los sábados, con las alforjas de mecate al hombro, se allegaba a la villa. Compraba una tamuga de dulce; un cuartillo de frijoles; cuatro libras de arroz; un cuartillo de maíz’ media libra de café; fósforos y candelas. A veces un trago de rón.

Regresaba al atardecido. Toda la semana con las manos agarrotadas a la herramienta volteando montaña en medio de un silencio que se rajaba como los troncos a hachazos.”

Fina descripción del mundo en el que se mueve el protagonista. No hay que cerrar los ojos para imaginar la precariedad de abrirse camino en medio de la montaña. Y la soledad que florece en ese ambiente es preámbulo de lo que vendrá después.

La novela corta, la buena novela corta, es un género cargado de maravillas estilísticas, en el que la tensión del lenguaje es capital para que los relatos atrapen al lector. En ella se cumple aquella afirmación que Ernest Hemingway hiciera en Paris Review antes de que le dieran el Nobel: “Por si sirve de algo, yo siempre intento escribir según el principio del iceberg. Hay siete octavos de iceberg bajo el agua por cada parte que se muestra en la superficie. Puedes eliminar cualquier cosa que conozcas y sólo fortalecerás tu iceberg. Es la parte que no se muestra. Si un escritor omite algo porque no lo conoce, hay un agujero en la historia”.

La novela corta es un género inagotable y maravilloso que lo espera con las puertas abiertas para que explore en un sinfín de sutiles e inolvidables títulos.

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