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Tras las manos de Guayasamín

“Mi pintura es para herir, para arañar y golpear en el corazón de la gente. Para mostrar lo que el hombre hace en contra del hombre”

“Mi pintura es para herir, para arañar y golpear en el corazón de la gente. Para mostrar lo que el hombre hace en contra del hombre”, así, definía su arte uno de los más altos exponentes de la plástica universal, el pintor, escultor y muralista ecuatoriano, Oswaldo Guayasamín, cuyas obras fueron el resultado de toda una vida sensibilizada por los seres más desprotegidos de la sociedad ecuatoriana.

Su pincel elige la causa de los menos afortunados, el alma de los marginados, que, por su infancia pobre y desgraciada, deja afluir en sus obras la injusticia y el dolor, y que gracias a la sensibilidad de este gran artista llegó a transformarse en un símbolo de la llamada Generación del 68. La realidad social de los años 60 y 70 se vio plasmada con el compromiso ideológico, a través de la creación cultural y expresión artística. Los Beatles, John Lennon, los Hippies, Vietnam, la revolución, era el pacto del artista con su promesa de reflejar en sus obras el mundo en el que se vivía.

La obra de Guayasamín está cargada ideológicamente, fija en sus lienzos la vida sufrida y cotidiana del pueblo latinoamericano, descubriéndose, en ella, el mensaje que grita en sus pinturas a lo largo de toda una carrera dedicada a la sensibilidad y compasión por los más necesitados.  “De pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad fuimos testigos de la más inmensa miseria: pueblos de barro negro, en tierra negra, con niños embarrados de lodo negro; hombres y mujeres con rostros de piel quemada por el frío, donde las lágrimas estaban congeladas por siglos, hasta no saber si eran de sal o eran de piedra”.

Su padre, de ascendencia indígena, trabajó como tractorista y luego como taxista, se esforzó para que fuera un niño normal. A sus siete años, Guayasamín -que en quechua significa ave blanca volando- reveló su talento y comenzó a pintar sus primeras obras, estudiaba los rostros de sus maestros y los caricaturizaba. Un día uno de ellos le dijo furioso “hazte zapatero…no sirves para nada”. Y así, su vida académica se complicó, lo expulsaron de seis colegios “por falta de talento”. Su madre, de ascendencia mestiza, murió a los 46 años luego de una vida llena de pobreza y muchas limitaciones dejando a su hijo una profunda marca. Ella lo apoyó, incondicionalmente, a ser pintor desde un comienzo. “Mi madre era como el pan recién salido del horno. Me dio las dos vidas que tengo. Era y sigue siendo una tierna poesía. Mientras viva siempre te recuerdo”.

Las carencias y pobreza de su infancia, su nombre de ascendencia indígena, la crisis de los años 30, la Revolución Mexicana, el asesinato de su amigo, la Guerra Civil española, los acontecimientos de aquella época, agudizan su sensibilidad, la postura y actitud ideológica que se ven reflejadas como huellas en sus obras, plasmadas en cada pincelada en defensa de los derechos de los oprimidos. Su formación estética fue el de mayor auge de la Escuela Indigenista.

Recuerdo la primera vez que me encontré con una de sus obras, el instante en el que me topé con esas manos y dedos, fuertes y huesudas, cargadas de emoción e impactantes. Guayasamín decía que, a través de las manos, se puede decir mucho de las personas, en especial de los sentimientos que esté experimentando en esos momentos.

En el 96 tuve la oportunidad de viajar a la mitad del mundo, a Quito, la capital más antigua de América del Sur. A 2850 metros sobre el nivel del mar, en las alturas ecuatorianas, se encuentra esta hermosa ciudad donde viví por casi seis años, rodeada de volcanes y de sierras en las laderas del volcán Pichincha, ciudad que atesoro y que recuerdo con mucho cariño.

“Guía del Ecuador“ en mano, rumbo a Buenos Aires-Quito, abordé el avión y me zambullí en las fotos y descripciones, recorriendo a través de sus páginas el casco histórico quiteño, uno de los más bellos y mejor preservados de toda América, su biodiversidad que es la más densa del mundo, sus islas Galápagos, las tortugas gigantescas, las playas, imágenes de los animales exóticos, las iguanas de Guayaquil, los pobladores indígenas, los Otavaleños y sus trajes tan simpáticos, los Shuar de la Amazonía, los ritos de la Ayahuasca y los Chamanes, las frutas, las plantas y flores, la Virgen del Panecillo, los volcanes imponentes.

Y así, ansiosa por conocer ese país tan multiétnico y biodiverso, desde el primer momento en que puse pie en esa tierra, me entusiasmó la idea de conocer todo aquello que había visto en la guía, de conocer Otavalo y el Lago San Pablo con el volcán Imbabura de fondo, conocer el volcán Cotopaxi, el Pululahua, comer un delicioso ceviche de camarones, todo, pero una de las cosas que más me atrajo fue la obra de este pintor, eran las manos de Guayasamín, la Serie de las Manos que es tal vez la más reconocida de sus trabajos en su colección Edad de la Ira. Guayasamín unió la herencia del expresionismo europeo con el movimiento muralista mexicano. Sus viajes por Latinoamérica inspiraron la mayor parte de su obra que este pintor dividió en tres etapas: el camino del llanto, la edad de la ira y la edad de la ternura.

Surgió entonces, en mí, la necesidad imperiosa de ver y conocer sus obras, sus murales. Este pintor con más de 7 mil obras sobre el origen, la lucha, el drama y la ternura del pueblo latinoamericano, que había entablado amistad con Pablo Neruda, frecuentaba el taller del muralista mexicano José Clemente Orozco y que conocía a Diego Rivera, y de ambos aprendió la técnica de pintar al fresco.

Recuerdo la emoción que me invadió al ver en vivo una de sus pinturas por primera vez. Fue en su Fundación, organización que creó junto a sus hijos en 1977, al donar sus obras a dicha institución con el fin de que dichos trabajos no quedaran dispersos por el mundo y que volvieran a su país como patrimonio cultural ecuatoriano. Entre la donación se encuentra la serie de la Edad de la Ira, que contiene sus obras más valoradas, como así también la Edad de la Ternura, entre otros trabajos y colecciones de Arte Precolombino, objetos de las culturas aborígenes ecuatorianas y de Arte Colonial.

La injusticia social, la pobreza, la lucha, nuestras raíces y los conflictos bélicos que lo llevaron a pintar esta colección en los años 60 estaban presentes en cada detalle, brotaban entre las colecciones, los cuadros y muebles, las vasijas, esculturas y otros objetos a los que iba recorriendo fascinada uno por uno, observando cada pedacito de historia y de origen, de cuentos y de llantos, recorría cada rincón cuando me encontré, finalmente, con las manos. Un testimonio de un siglo cruel, el más terrible en la historia del hombre, dijo una vez. Para hacerla, Guayasamín visitó Hiroshima, los campos de concentración, la Cuba revolucionaria. Con esta serie recorrió Europa y América “sacudiendo la conciencia social de América”. Allí observé el dolor y la tragedia del pueblo indígena, las torturas de las dictaduras, la angustia de las madres que pierden a sus hijos, la “denuncia del hombre contra el hombre”.

Sus manos, esas que tanto pueden decir de una persona, y lograr que hablen, griten, lloren y expresen, ese fue el trabajo de este gran artista. En esta serie retrató a 13 sentimientos distintos definidos por la expresión de todas ellas.

Según el crítico de arte, historiador y escritor español, José Camón Aznar, “…estas (manos) de Guayasamín son gigantescas, frontales. Nos golpean. Golpean a la conciencia del mundo… cada uno de estos dedos tienen fisonomía diferente… cada nudo de las manos de Guayasamín se puede considerar como una composición con su drama, sus reacciones, su juego emotivo… estas manos ven, sienten, (…) manos que reclaman, que piden explicación a tanto dolor.”

Fue un momento que me impactó, recuerdo el golpe de sus pinturas, era un pueblo latinoamericano que me abrazaba y que me alentaba a quedarme para ser testigo, me invitaban a conocer su pasado, me daban la bienvenida, me cobijaban contándome su historia, entre sus pinceladas brotaban sus gritos, sus luchas, las tradiciones y la cultura del pueblo indígena oprimido. Algunas pinturas me susurraban al oído algún secreto, otras me lanzaban gritos y llantos de desesperación, otras me besaban, me daban ternura, otras me tomaban de los hombros, me alzaban y me sacudían violentamente contra otros lienzos, eran las manos que me envolvían, unas me acariciaban la cara, otras me golpeaban con furia, unas me enseñaron que la historia siempre estará presente y otras manos amablemente me indicaron el camino de salida con una palmada en la espalda, recordándome quien soy, que nunca las olvide, me decían, “nunca nos olvides” y así me despedí de ellas, con emoción y los ojos llorosos.

Sus cenizas descansan en el vientre fresco de una vasija de barro, con su licor y su tabaco, en el parque de su casa, bajo un árbol plantado por él mismo, el “Árbol de la Vida”.

Tomado de Letra Urbana.

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