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“Somos el río de la infancia”

¿Por qué alguien convierte a la noche en su cárcel y no sale de ella, a pesar de tener la llave en el bolsillo?

Los ojos de la noche

Mario Matarrita

Relatos

Arlekin

2018

 

¿Por qué alguien convierte a la noche en su cárcel y no sale de ella, a pesar de tener la llave en el bolsillo? Tal parece ser la interrogante que se plantea Mario Matarrita en su libro de relatos autobiográficos Los ojos de la noche, recién publicado por la Editorial Arlekín. La respuesta no es fácil, si es que la hay, y el autor hurga en su propia vida bohemia para intentar encontrarla. Una vida que comenzó en un pueblecito llamado Arado, en la llanura guanacasteca, con “la brisa que llega del mar, el llano y el verano…con sus palmeras, el mirto y el almendro y el abuelo debajo de la veranera contando historias”. De allí es trasplantado a un San José gris, donde la luz y el brillo del verano de su pueblo están ausentes y ya no existe aquella puerta “por donde se podía pasar sin tocar”.

El desarraigo geográfico tiene su correlato en una suerte de pesadumbre existencial: “Desde niño me persiguió el desasosiego, la angustia, la incertidumbre, el desacomodo, el miedo, la ira, la culpa, la saudade…el vacío, la ausencia de mí, nunca me sentí cómodo conmigo mismo”. Esta confesión es clave para entender los episodios narrados a lo largo del libro, que tiene como hilo conductor lo que el autor llama una “inmersión profunda en la niebla de la vida”, como mecanismo de huida de su realidad interior. Se trata de un “submundo tenebroso, sórdido y abominable”. Un mundo donde “es densa la niebla, nada está en orden, mundo caótico, no existe el tiempo, todo sucede a la vez.”

Durante veinte años Matarrita se adentra en ese universo oscuro, en esa “dimensión del sueño” buscando colmar la copa del presente, “aniquilar toda conciencia”, adormecer el alma. Como si se tratara de un laberinto pasa constantemente de la entonces Calle Cáustica, hoy Calle de la Amargura, a los burdeles, bares y búnkeres de un San José que él mismo asume como una inmensa cantina. Allí comparte su viaje con toda clase de personajes de la noche, ángeles perdidos que lo guían en su descenso al infierno: poetas inmensos como Carlos Martínez Rivas, músicos a la deriva del tiempo, como Alfredo Luis, marineros que olvidaron sus historias de mar; diversos seres protectores de la noche. Entre ellos el autor se busca a sí mismo o, más bien, busca en su interior el reflejo del mundo mítico perdido de la niñez. Lo paradójico es que intenta dar con esa puerta primigenia encerrándose en sí mismo, ocultándose en el lado más ominoso de la noche, viviendo en el inconsciente, como él mismo lo dice.

Allí, en lo profundo de “esa noche oscura del alma”, una voz le susurra “…de que huís, por qué te estás matando”. Como un eco de respuesta, Mario escribirá más tarde: “Resguárdame naturaleza, madre, recupera en mí los colores del origen, el sueño, lo perdido”. El ángel tutelar de la poesía lo guía entonces en su retorno. Su sensibilidad tensa “la cuerda musical lacerada” de la escritura y comienza su regreso desde “el largo letargo de la muerte” hacia el “lento despertar de la conciencia”. Al abrir la puerta de la poesía reabre entonces la puerta de la niñez.

“Somos el río de la infancia”, dice Mario. Somos lo que entonces ocurrió. Y no es posible volver hacia sí mismo sino es sumergiéndose en ese río sin tiempo, dejándose ir en él sin resistencia. Solo entonces es posible “llenarse de sí”, “mirar hacia adentro”, “asomar al vórtice”. Es precisamente lo que logra Mario Matarrita en este libro; testimonio sincero, lacerante, de un escritor que alcanza así su madurez expresiva.

El humor, la lucidez y la belleza que alcanza en muchas de sus páginas testimonian la pervivencia de la escritura como forma de acceso a los más ocultos mundos interiores y de la poesía como esa llave que abre las puertas del origen.

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