En mi primera lectura de esta áspera y notable novela la pregunta inicial fue acerca del título: de qué santuario se trata, cuál será el santuario que encontraré en la lectura. La inesperada aparición de Temple Drake, una muchacha de rubia palidez con largas piernas y cuerpo delgado pero apetecible, gracias a la borrachera de su “novio”, Gowan Stevens, coloca a cuatro rufianes —Popeye, Van, Tommy y Lee— en un estado alterado de excitación y bravuconería como cuatro perros ante una hembra en celo. Lo que resta en ellos de dignidad y decencia se esfuma ante la adolescente que, pese al miedo y sin ser consciente, los provoca.
Lo primitivo del animal se antepone a la racionalidad, el instinto de conservación está a su servicio. Para aplacar ese instinto están dispuestos a violar y hasta matar. Ensuciada y envilecida por Popeye, un gánster implacable y frío, Temple asume su condición y, a partir de entonces, el sexo no será más que transgresión y violencia.
¿Es esa inmundicia animada la humanidad? ¿Somos así? La “humanidad” que recrea Faulkner es tan poderosa como para hacernos creer, por lo menos durante la angustiosa lectura, que esa no es una ficción sino la vida con toda su brutalidad. Aunque en realidad, la vida, bien lo sabemos, no es nunca como en las ficciones. A veces es mejor, a veces peor, pero siempre matizada, diversa e impredecible; es decir, cambiante, diferente de lo que sugieren aun las más logradas construcciones literarias. La “vida real” no es jamás tan perfecta, redondeada, coherente e inteligible como en las representaciones artísticas. Algo se añade y recorta en función de los demonios, obsesiones, y pulsiones profundas que a veces no se alcanzan totalmente a comprender por parte de quien las inventa y les otorga vida potenciada a través de las palabras. La ficción, como bien señala Vargas Llosa a propósito de esta novela, es una purga; una catarsis, digamos.
Pero, ¿cómo se logra esa verosimilitud, esa “vivencia” tan demencial? La eficacia de la forma se debe, entre otras razones, como veremos, a lo que el narrador oculta al lector descolocando los datos en la cronología, o suprimiéndolos. El núcleo de la novela —la brutal desfloración de Temple— es casi un silencio ominoso. Nunca se describe; de ese salvajismo irradia la tóxica atmósfera que termina contaminando a todos sus personajes, incluso a quienes tímidamente intentan defender a la víctima, como Tommy, otra víctima, o Ruby, Miss Goodwin, y por extensión a Jefferson, Memphis y demás locaciones de la novela, hasta convertirlos en la patria del mal, en un territorio de perdición y horror sin esperanza. Los datos se esconden en principio, pero se van revelando retroactivamente luego de las consecuencias que provocan —el asesinato de Tommy y el de Red o la impotencia de Popeye— o permanecen en la sombra; llegamos a conocer algunos elementos indispensables para intrigarnos y angustiarnos más y, así, adivinar que en esa penumbra narrativa hay algo sucio, delincuencial, tal y como los misteriosos viajes y turbios trajines de Clarence Snopes, las andanzas de Belle la mujer de Horace, o la visita de Narcissa al Fiscal de Distrito…
La manipulación de los datos del mundo narrado, sustraídos momentánea o definitivamente, es más astuta de lo que plantean los ejemplos anteriores. Se da a cada paso, a veces con cada frase. El narrador, cual cámara cinematográfica, pasa de tercera a primera persona, pero nunca lo dice todo, incluso, a menudo, nos despista: revela lo que un personaje hace, pero no lo que piensa (la intimidad de Popeye no se devela jamás) o al revés: salta sin prevenirnos sobre gestos, actos y pensamientos que solo más tarde revelará de manera sorpresiva, cual prestidigitador que muestra el conejito desaparecido.
De esa manera la historia se redondea; de hecho, el último capítulo, según la novela tradicional, decimonónica, debería ser el primero. La historia se ilumina y apaga con sagacidad de luminotécnico experimentado; ciertas escenas nos deslumbran por su luz en tanto que otras se presentan casi invisibles por su oscuridad dramática. Las descripciones sirven más para crear atmósferas o dibujar personajes que para ilustrarnos sobre la escenografía: un bebé desnutrido duerme en medio de las ratas; un siniestro granero con ratas donde se esconde Temple la noche de su violación; el brutal tumulto ciudadano que lleva al linchamiento de Goodwin; la grotesca y alcohólica propietaria del burdel que maltrata a sus perros, cuyos nombres son el suyo y el de su difunto marido…
De tal modo que lo más destacado de Santuario, como en la gran mayoría de las novelas de Faulkner, radica en esa forma de mostrar la realidad, mejor dicho, de ocultarla mostrando solo lo narrativamente necesario, partiendo de lo que la realidad misma entrega: hechos duros, acontecimientos, conflictos en ciernes; la sucesión de acontecimientos ligados o desligados unos de otros genera conflictos sin solución aparente. Faulkner se abstiene de hacer comentarios entre líneas y nos entrega un relato con ribetes de guion cinematográfico puramente descriptivo y con diálogos cortos y vivaces, por tanto, altamente efectivos. Tal vez como diciéndonos: en la realidad no hay más que hechos; o bien: a las personas y sobre todo a mis personajes, “por sus obras los conoceréis”.
Lo otro a destacar es el uso del tiempo. La velocidad del tiempo narrativo es caprichosa, inconstante: se acelera al ritmo de cortos diálogos que el narrador propone al lector casi sin comentarios, como en el juicio, o, como en el llamado “capítulo-cráter”, el decimotercero, donde el tiempo se ralentiza como en cámara lenta en un transcurrir semidetenido: los movimientos de los personajes semejan rítmicas evoluciones de un espectáculo de sombras chinescas. Todas las escenas de Temple Drake en la Casa del Viejo Francés son teatrales, de una lentitud ceremonial que convierte los actos en ritos desesperantes.
Algunas de esas escenas se yuxtaponen en vez de fluir disolviéndose unas en otras. Todo parece artificial pero no arbitrario, o al menos no tanto puesto que adquiere ese carácter de realidad crepuscular necesaria y auténtica para la trama. El mundo narrado, los personajes, los diálogos y hasta los silencios no podrían ser de otra manera.
Esa organización cronológica sugiere la tradicional linealidad en un orden temporal que, aparentemente, sigue la línea lógica causa-efecto. Así, el acontecimiento central aparece relativamente pronto en la obra (capítulo XII), las páginas anteriores han sido preparatorias. Pero este acontecimiento no se narra directamente, solo se alude forzando al lector a entender qué es lo que en realidad ha sucedido, hasta que en el capítulo XXIII aparece la versión de Temple; aún así quedan oscuros algunos elementos. Hay que esperar hasta el capítulo XXVIII, de los treinta y uno del libro, para conocer a plenitud el argumento y su trama. Nos encontramos con acontecimientos consumados pero aún desconocidos, deliberadamente ocultados, los cuales se nos van revelando a cuentagotas a medida que la novela progresa.
Pero regresemos al horror de la trama con esa estructura tan bien diseñada, construida y, por tanto, eficaz. (Se dice que Faulkner la escribió para impactar y poder tener éxito de ventas, algo que hasta entonces —1929, año del crack capitalista— no había logrado. Se la rechazaron y cuando se la aceptaron, en 1931, la reescribió por entero. En 1958 la volvió a corregir. Ya lo había logrado). La maldad humana se manifiesta sobre todo en y a través del sexo, algo escandaloso para la época. En ninguna otra novela de la saga del condado imaginario de Yoknapatawpha, es tan visible esa visión apocalíptica de la vida sexual que, al igual que en la mente de los más furibundos puritanos, recorre toda la obra de Faulkner. El sexo no nutre ni da felicidad a sus personajes, tampoco facilita la comunicación ni la solidaridad entre ellos, ni estimula ni faculta la existencia; todo lo contrario: es una experiencia que los animaliza, los degrada y suele destruirlos, como bien lo ilustra la conmoción que produce la alocada presencia de Temple en la casa del Viejo Francés.
De tal modo que Santuario es una alegoría del mal en una sociedad podrida desde sus cimientos con individuos corruptos y relaciones corrompidas entre ellos. El único defensor del bien, Horace Benbow, es un abogado mediocre y timorato, un infeliz que no es capaz de encontrarse ni a sí mismo. Ese mundo, y no el otro (¿el nuestro?), es el que, según Faulkner, no tiene redención posible. El santuario ya no existe, ha sido desflorado por la violencia y la impotencia del hombre carcomido por el deseo, la avaricia y la voluntad de poder. El santuario es el cuerpo de Temple, su vagina, extensión retorcida y psicoanalítica del viejo sueño usamericano. La proyección en la ficción de una sociedad dirigida hacia el mal constituye, sin embargo, la salvación del nuestro, pues es una purga (Vargas Llosa) que, como dijimos, no se aleja mucho de la catarsis clásica.
El teatro griego instaba al espectador a ceñirse al orden establecido, a la conciencia real de las cosas, es decir, a adecuarse a sus límites para no intentar desafiarlos; Faulkner hace algo más substancial, algo que hoy nos parece mucho más útil: nos da el campanazo cual advertencia del visionario que, asomándose al alma del ser humano le recuerda, a gritos, que la bestia duerme todavía adentro y que el mundo que ha construido, mejor dicho, destruido, es una pesadilla goyesca que, de no transformarse, acabará finalmente con todos.