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El río narrativo de Juan José Saer

El pasado 28 de junio se cumplieron 80 años del nacimiento de Juan José Saer (1937-2005). El fluir narrativo de su obra

El pasado 28 de junio se cumplieron 80 años del nacimiento de Juan José Saer (1937-2005). El fluir narrativo de su obra, esa imagen enigmática en cada uno de sus libros, es el río que, para bien, no cesa de llegar hasta nosotros. Un río cambiante y complejo, “sin orillas”, en constante provocación, listo para adentrarse en las aguas turbias de la polémica y la crítica.

Saer hizo suyo el desdén a los lugares comunes del arte de la palabra y el aplauso fácil que dictaba el mercado, hacia los nacionalismos y todo tipo de etiquetas. El lector de Jorge Luis Borges, Juan l. Ortiz, Quevedo y Macedonio Fernández, el cómplice de Ricardo Piglia, afirmaría en una ocasión: “Los verdaderos creadores representan a su época solo contradiciéndola”.

El escritor argentino, nacido en la provincia de Santa Fe, parecía cifrarlo todo en conquistar la complejidad. Quiso descubrir este rasgo en escritores que le apasionaban y expresarlo, además, en su obra narrativa. De Sarmiento resaltó “esa hospitalidad a lo antagónico” de lo que nació su literatura; su coincidencia con Charles Fourier, para ver en la civilización “el último avatar del oscurantismo”. Mientras que en la obra de Roberto Arlt descubría “ese moralismo intenso” que “se expresa a través de su desmesura”.

Sus puntos de vista sobre la novela no dejaron de girar también en ese sentido. Contrario a las ideas de André Gide, Saer atribuía a escritores como Kafka, Joyce, Musil, Faulkner, una capacidad creativa para “rechazar lo habitualmente considerado como novelístico y novelesco”. El género de la novela debía “abrirles paso a formas imprevisibles que carecen todavía de nombre” en la “la espesa selva virgen de lo real”.

A pesar de sus críticas al realismo social, la obra de Saer sigue siendo un fuerte testimonio de su tiempo. Sabía que la compenetración de la palabra con la realidad no era solo un vaciado a moldes artísticos. Era necesaria la creación original de un objeto literario con nuevas formas de expresión, “asumir la experiencia del mundo en toda su complejidad, con sus indeterminaciones y oscuridades, y tratar de forjar, partir de esa complejidad, formas que la atestigüen y la representen”. Es así como en su obra adquirían fuerza el azar, la nebulosidad de la realidad, el sendero de la incertidumbre.

En la novela Nadie, nada, nunca (1980) leemos: “el viaje infinito no era ahora más que una yuxtaposición indefinida de cosas de las que no me era posible percibir más que unas pocas a la vez –y no había secuela alguna a esa percepción como no fuese en la memoria engañosa. De esa tierra desnuda y calcinada no saqué otra elección”. En la perspectiva que abre su narración por medio de un pasaje que contempla la duda de los hechos representados, no dejan de latir las referencias a la dictadura militar argentina. En esta novela se desprende un presente “arduo y sombrío”, en el cual se ha sustituido, según las palabras del propio Saer, “la violencia sumaria por una presión insidiosa y monótona que impregna el aire y la materia de los días”.

Es indudable que, al construir una voz propia, el escritor establecía un poderoso diálogo con la tradición argentina, esa que se forjó “en la incertidumbre, en la violencia y bajo la amenaza del caos” y que “en muchos casos hizo de ellos su materia”. Basta con solo mencionar la novela policial La pesquisa (1994), aquella horrorosa historia de un hombre que asesina ancianas en la ciudad de París, para darnos cuenta de su relación con este rasgo de la tradición argentina relacionado con la historia de Occidente.

Aunque renegó del nacionalismo, jamás dejó de adentrarse en esos terrenos y realizar una visión crítica y original de ciertos autores argentinos. Según sus propias palabras, “la nación cambia geográficamente, histórica, demográfica, políticamente, y sería absurdo pretender, como lo hace la abstracción totalitaria, que es eterna, una e indivisible”. No dejó de ver en Borges, Gombrowicz y Macedonio Fernández a escritores en los que no cabía ningún tipo de enclaustramiento. Esa exacta condición de la literatura, en su estado más puro, creciendo desde los márgenes, lo llevó a afirmar que “toda literatura viviente de la Argentina de este siglo es letra muerta para la cultura oficial”. Saer, habitante de París desde 1968, no dejó de identificar a una buena cantidad de creadores de su país al lado de los territorios errantes: “los más grandes escritores argentinos son exiliados, aun si jamás salieron de su lugar natal”.

Al buscar el centro narrativo de la obra de Saer volvemos siempre al punto de partida de su caudal imaginativo, desde el que se despliegan páginas y más páginas, fragmentos de historias que parecen tocar un infinito. Ese movimiento se extiende hacia adelante; sin embargo, es con los brazos de estas historias, las pausas, las bifurcaciones de ese cauce, con lo que se logra una mayor complejidad al interior de su obra. La mejor muestra de este periplo narrativo la encontramos en su novela Glosa (1986). La armonía del movimiento y la interrupción de ese movimiento están fincadas en la historia de la caminata y el diálogo que sostiene el personaje de Leto y el Matemático durante un recorrido de 21 cuadras.

El proceso de su escritura fue otro de sus temas. En diversos pasajes mostró una poética de sus ideas narrativas en constante movimiento. En El limonero real (1974) visualizamos: “el filo de la proa corta despacio el agua que parece estar formada por dos capaz de materia, textura, y hasta dirección diferentes: una capa tensa cristalina, una película rígida extendida sobre la superficie, inmóvil, y debajo de una turbulenta e informe más de agua marrón en movimiento espurio y perpetuo”. En esos constantes puntos antitéticos y de complejidad se movió su obra, “tan rigurosa y secreta” como la existencia de los muertos en sus páginas, como la enigmática clandestinidad de la vida de sus personajes, envueltos en ese río narrativo que no cesa de llegar hasta nosotros

Tomado de La Jornada.

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