El arte es una actitud, una manera de ver el mundo y vivir en él. A veces los artistas logran plasmar en sus obras atisbos de ese vivir. Para ello usan y abusan de su talento, se exponen a su sensibilidad y esa no es una exposición indemne. Joaquín Rodríguez del Paso (México, 1961-Costa Rica, 1916) es un artista esencial, cuya vitalidad no podía contenerse en una existencia pasiva, sino que se desbordaba como lava volcánica, pero no de un volcán viejo que despierta infundiendo incertidumbre, sino de un volcán juvenil que no cesa de inquietar. Su actitud provocadora y hasta desafiante era una expresión de su feroz ternura, de su imperativo ético que no guarda reposo. Su implacable exigencia sobre sí mismo lo impulsó a estudiar de forma permanente, a trabajar con denuedo sin concesiones; se reía a carcajadas de sí mismo cuando se descubría dentro del cuadro, pero tomaba con seriedad religiosa cada fragmentación de la luz, cada pliegue del discurso.
Su tío, el gran escritor y también pintor mexicano Fernando del Paso, premio Cervantes 2015, le escribe una carta póstuma en la que, desde la intimidad de su relación familiar, retrata esos trazos vitales con que Joaquín grabó su estilo en la superficie del tiempo.