Con el objetivo de preparar una de las “clases” para el Taller Literario que coordino desde hace quince años, he releído Pedro Páramo en la víspera del Día de los Santos Difuntos. De una sola sentada, como corresponde a un buen cuento o a un poema. Un espléndido ejercicio. Un verdadero banquete fantasmal.
Es difícil hacer una reseña de esta corta pero profunda y contundente novela, sin caer en lugares comunes o en repeticiones de conceptos, anécdotas o hechos ya refrendados por la crítica o por otros escritores y reseñadores. Pretendo, simplemente, dejar un breve testimonio de mi quinta lectura en diversos momentos y estados de ánimo y en edades diferidas.
Ingresar a ese mundo fantasmagórico con la voz de Juan Preciado en busca de su padre es descender, no tanto a Comala como a un sitio inexistente poblado por millones de ausentes. Comala (de comalli en náhuatl: comal) está más allá, o más acá, de Yoknapatawpha; Macondo, lo reconoció su autor cuando recordó el día en que Álvaro Mutis lo llevara a conocer el hielo, proviene de ese pueblo fantasma asentado en el desierto de un México que es la Media Luna de su compleja y violenta historia. (México, en náhuatl, quiere decir “lugar en el ombligo de la Luna”. El vocablo “metzi” significa “luna”, “xictli” “ombligo” o “centro”, y “co” es el sufijo náhuatl para “lugar). Rulfo aseveró que no se lo debía al gran narrador usamericano, a quien entonces no había leído. ¿Le creemos a un mentiroso genial como el mero don Juan?
Lo cierto es que Comala es nuestra a fuerza de mitos y oraciones: es la Xibalbá maya, pero también el hades grecolatino y el purgatorio cristiano con todas sus guerras cristeras y sus pecados capitales. Es un infierno a pequeña escala enclavado entre Los Confines y una antigua mina llamada Andrómeda. Es un mundo desolado y desdoblado donde reinan las culpas, los crímenes y el silencio. Las voces son inaudibles, son murmullos que matan (nombre originario del grandioso texto: Los murmullos). Es el viento con el arrastre de hojas de árboles que ya no existen. Son mujeres invisibles y hombres de polvo que se desangran, caen muertos de sus caballos o se desmoronan como piedras del páramo.
Sí, los murmullos acaban con Juan Preciado. ¿Acaso ya venía muerto de regreso a sus orígenes? ¿O moribundo hacia la cueva materna donde habita el padre filicida para consumar el parricidio? ¿Era ya un alma en pena descendiendo al calor insoportable de Comala para recoger la cobija hacia el infierno? Porque en ese mundo poblado, o despoblado si se prefiere, por fantasmas, (des)Preciado se nos muere a mitad del relato, in media res como quien dice, sin dar con el paradero de su maldito padre. Es ahora, desde la tumba, acostado para siempre al lado de una mujer que pudo ser su madre, donde se convierte en un recuerdo parlante; porque las almas son recuerdos que hablan cuando piensan y rememoran; mejor dicho, su pensamiento se expresa en murmullos casi inaudibles.
En esa extensa e intensa soledad del silencio, las ánimas son bultos salidos de sus tumbas. Mejor dicho, el amplio comal es una enorme tumba. Todo es turbio al amanecer como en los atardeceres. Polvo. Humo. Miedo. Lo único refrescante, húmedo, es el amor representado siempre por la mujer que es la fertilidad deseada. Susana San Juan es el mar y su voluptuosa cadencia, es el lirismo erótico y reverdecido por flores y plantas desparecidas. Es un oasis en la polvareda de los caminos y las haciendas abandonadas. Es la vida ante el fragor de las batallas y las revoluciones traicionadas como en el juego de cartas de unos tahures en la trastienda. Es la única riqueza que no pudo poseer el patriarca, el patrón, el gamonal. El amor le ha sido negado porque no es apto para amar, porque el amor es interno y no se posee, se comparte. Esa es su perdición, su contra venganza, su eterno castigo.
La fantasmagoría mexicana en tierras baldías (resonancias de T.S. Elliot, pero también de Knut Hamsun, Halldór Laxness, Machado de Asís y, cómo no, Franz Kafka), se universaliza por un elaborado simbolismo, pero sobre todo por una notable capacidad lírica. Las palabras sin sonido, salmodiadas, suspendidas, mágicamente articuladas, adquieren música y sentido con la pureza creativa de sus propios silencios, las evocaciones y las inusitadas imágenes. Hay contención, síntesis, economía lingüística con resonancias arcaicas y con sorprendentes y novedosos vocablos como rizos en la polvareda o en las nubes del ardiente verano. Los muertos hablan a través de la tierra, del barro, de las piedras (no puedo dejar de percibir los testimonios grabados en los epitafios de Spoon River). Los muertos reviven con las palabras, las palabras pulverizan y entierran a los muertos. Gran sinfonía. Exquisita poesía.
Al final, el repique de campanas por la muerte del patriarca (¿o de Susana San Juan?), mejor dicho, por su desmoronamiento (puesto que, aunque de piedra, los ídolos tienen los pies de barro), deriva en una gran fiesta popular, un grande y circense aquelarre. ¿La circular fiesta de los santos difuntos? Es la Calaca colectiva danzante con la macabra sabiduría del eterno retorno. Así, Juan Rulfo nos lega, mucho después de las fragorosas y carniceras batallas humanas con su inútil voluntad de poder, un pequeño gran poema épico, pero en difracción, cóncavo, al revés como el espejo de humo: sencillo, agónico, silencioso, murmurante, escueto, en sepia, panorámico, abierto, lúcido. Una obra maestra sin duda. Porque la maestría reside en la sencillez.
