Las secuelas que está teniendo —y que está lejos de haber terminado— esta pandemia, nos permiten desde ya concluir que es el evento histórico con que ha dado inicio el tercer milenio de nuestra era. Nada ha quedado lo mismo después de este siniestro terror, que ha sacudido hasta los últimos rincones del planeta; el temor a la muerte está logrando lo que el amor a la vida no había hecho hasta el presente: unir a la humanidad en su toma de conciencia de igualdad, uno de los rasgos esenciales que caracteriza lo que se suele entender por democracia.
Ya el gran escritor y pensador francés André Malraux decía que los acontecimiento más importantes y significativos en la vida, como es el haber nacido y el tener que morir, convertían la existencia humana en destino, significando con ello que, frente a estos dos hechos que constituyen la matriz de lo que él llamaba “la condición humana”, no somos libres.
El drama que actualmente vive el homo sapiens con la propagación planetaria del coronavirus, al sentirse que ha sido despojado de la corona que hasta entonces ostentaba sin conteste y, por el contrario, tratando con menosprecio al resto de los seres vivos de la tierra, ha puesto en evidencia hasta qué punto seguimos siendo dependientes de la madre naturaleza y sus estrictas normas. Hasta ahora la humanidad había identificado historia y violencia; el origen mismo de la humanidad se había dado debido a un matricidio y no a un parricidio como Dostoievski y Freud lo habían proclamado, del cual se llegó a un fratricidio, perpetrado por el hijo de la primera pareja que dio origen al homo sapiens, como se dice en las primeras páginas del Génesis. Lo que desde entonces hemos hecho sus descendientes, ha sido escribir las páginas de la historia, tanto con las letras de oro de nuestras proezas, como con la sangre de nuestros crímenes.
Hoy, en los albores del tercer milenio, la humanidad descubre con estupor que la madre Naturaleza nos lanza una severa advertencia señalándonos que estamos caminando sobre los linderos del abismo de una autodestrucción irreversible, que podríamos calificar con el filósofo Karl Jaspers como una “situación límite”. Es demostrando su capacidad de asumir creativamente, es decir, generando vida y no muerte, que la humanidad deberá demostrar a su progenitora, que se ha ganado el derecho a seguir caminando erguida en este planeta. Pero para ello deberá usar el poder casi infinito que ha logrado gracias a la ciencia y a la tecnología, poniéndolo al servicio de la vida y no amenazando con el terror de la muerte que, no lo olvidemos, también alcanzaría a quienes la promuevan.
Es, desde este punto de vista, lo que dentro del contexto actual se debe entender por democracia. El acontecimiento fundante de la edad contemporánea ha sido la Revolución Francesa (1789), que trasformó la historia universal al grito de Liberté – Égalité – Fraternité; pero hasta ahora solo hemos tenido como meta poner en nuestra práctica política la primera consigna, haciendo caso omiso con demasiada frecuencia y de manera aberrante, de las otras dos. Todos los seres humanos nacimos y nunca debemos dejar de ser iguales (Rousseau); todos los hombres debemos tratarnos siempre como hermanos (Schiller –Beethoven).
Un virus que, intempestivamente, brotó en un remoto rincón del planeta ha puesto de rodillas incluso a los países más poderosos y a sudar la gota gorda a todos los científicos en laboratorios dotados de las más avanzadas tecnologías; todo con el fin de lograr una vacuna en un tiempo récord que —ese es su objetivo— servirá para protegernos de la actual pandemia, provocada por la mutación de un coronavirus.
Pero lo que convierte este drama en un trágico destino para la humanidad es que no pocas voces muy calificadas prevén que, en el próximo decenio, surgirán otras mutaciones de coronavirus que provocarían pandemias quizás peores que la actual; por lo que es imperativo crear otra especie de vacuna. Para hacer frente exitosamente a esa omisa eventualidad, en lo personal pienso que el control de las mutaciones del virus es la única posibilidad de sobrevivencia que tiene el homo sapiens, lo cual solo se daría si la ciencia logra dar un salto cualitativo en el ámbito epistemológico en el desarrollo de las ciencias básicas.
Hasta ahora, los últimos y notables avances de la medicina, en su humanitario y exitoso intento por salvar vidas, se han basado fundamentalmente en dos ciencias duras y sus aplicaciones tecnológicas, a saber, la biología y la química, especialmente en esta última desde que se descubrió el ADN; con ello la ciencia logró el portento de penetrar en los fundamentos químicos de la vida.
Ahora debe dar el salto a la física cuántica, esto es, a la física de lo infinitamente pequeño, si el homo sapiens espera y desea librarse de nuevas y cada vez más deletéreas pandemias. Todo con el fin no solo de combatir las mutaciones cuando estas se hayan dado, sino evitando que se den, es decir, logrando controlar la capacidad de mutar del coronavirus; lo cual solo se logrará, insisto, si se profundiza en la investigación de las propiedades específicas de la materia protoplásmica mediante el recurso a la física cuántica y sus aplicaciones en la nanotecnología. Todo lo cual está por verse (quod est demonstrandum, como dirían los filósofos de la escolástica medieval).
En todo caso, pienso que Malraux seguiría teniendo la última palabra en torno a los enigmas de la existencia humana.