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Onetti y el encierro

La historia de la literatura ofrece muchos ejemplos de obras nacidas en el encierro.

La historia de la literatura ofrece muchos ejemplos de obras nacidas en el encierro. Si creemos a su autor, el Quijote se gestó en una cárcel, donde “toda incomodidad tiene su asiento”. Marcel Proust escribió buena parte de su obra recluido (aunque cómodamente) en un apartamento del bulevar Haussmann, en París. Muchos ejemplos permiten valorar la capacidad de la ficción (en sus distintas facetas, ya sea imaginar, escribir o leer) para superar las limitaciones o el escape de las condiciones materiales del entorno, pero no todos los encierros son iguales ni dan los mismos frutos.

Juan Carlos Onetti, probablemente el mejor escritor uruguayo, y un ícono de la reclusión, se encargó de dirimir algunas diferencias. En una entrevista de Eduardo Galeano, Onetti se refirió a su devastación personal tras los meses de encarcelamiento que le impuso la dictadura uruguaya: “Me tuvieron ocho días incomunicado. Yo muchas veces elijo la soledad, vos sabés; me meto en el cuarto y que nadie me joda. Pero cuando te obligan, es diferente” (1980). Toda su obra aparece atravesada por la ambivalencia entre la protección del encierro y la aspiración a la libertad.

Ocurre en algunos casos, como el de Onetti, una fuerte identificación del público entre la imagen del escritor y ciertos rasgos de su literatura. En testimonios, entrevistas y biografías, se va construyendo una figura de autor; la leyenda se fortalece cuando este se muestra poco, es tímido o esquivo, y a menudo los huecos se suplen con lo que puede aprovecharse de las páginas de ficción. Por supuesto, no es difícil encontrar continuidades entre algunos recuerdos que Onetti eligió contar al público sobre su intimidad y los gestos de sus personajes más emblemáticos: la tendencia solitaria, la lectura como ejercicio secreto y compulsivo, que pide o provoca un aislamiento, que empuja a escribir.

Huecos: el aljibe, el pozo

Muchas veces Onetti se refirió a su niñez feliz, al amor que unía a sus padres, a la infancia como época sagrada que nutrió su imaginario emocional y que le dejó como reserva una aspiración irreductible a lo absoluto, una seguridad de días felices resguardados de la intemperie inhóspita del mundo, en la que insisten y bajo cuyo peso parecen transcurrir casi todas las historias que pueblan sus relatos. El escritor cuenta que gustaba de ver a su padre acostado leyendo novelas policiales, que también leía a los hijos libros de aventuras, y que el niño pronto empezó a encerrarse a leer dentro de un ropero, en compañía de un gato. Cuando la familia se mudó a Villa Colón, donde Onetti pasó la adolescencia, prefirió la lectura en el fondo de un aljibe.

En esa época descubre en la casa de un tío, en Sayago, Las aventuras de Fantômas, una popular serie de novelas sobre un delincuente misterioso y versátil, que logra siempre escapar del brazo de la ley mediante complicados disfraces y estratagemas ingeniosas. El tal pariente prestaba solo un volumen cada vez, lo que lo obligaba a caminar varios kilómetros para seguir devorando la colección. Como corresponde a ese tipo de sagas que fomentan lectores adictos, prometiendo siempre una continuación, el último volumen disponible anunciaba las historias de la hija de Fantômas. El libro dio con el lector apropiado, que quedó prendado —y prendido— de ese hueco, de la búsqueda perpetua de esas inacabables aventuras. La necesidad de llenar ese vacío fomentaría la vocación de escritor, según argumentó Onetti en una conferencia que tituló Por culpa de Fantômas (1974).

La figura del lector que devora, desea y fabula incansablemente, escondido en un hueco, acostado en una cama, estará luego en el origen de su mundo ficcional: Eladio Linacero —en El pozo, 1939— escribe, en su cuarto de pensión, poseído por la necesidad de huir del “aburrimiento” que expresa (y que supone, por su etimología, “aborrecer”, pero también evitar, “apartarse con repugnancia”). Las imaginaciones de Linacero, quien escribe intercalando “un suceso y un sueño”, tienen raíz literaria: escenarios y ambientes de Alaska leídos en Jack London, o tormentas y motines en alta mar, leídos en Conrad o Melville, funcionan como alivio a las penurias y la soledad, proyectando las esperanzas más hondas (el amor, la vocación de escribir, la intensidad de la vida al aire libre) y permitiendo escapar de casi toda miseria.

Adioses y vidas breves

Setenta años atrás se publicaba en Buenos Aires La vida breve (1950), una novela fundamental para la literatura en castellano, que consolidaba un proyecto literario onettiano, con la puesta en abismo de la que nacería Santa María, la hoy mítica ciudad junto al río.

Juan María Brausen, un frustrado escritor empantanado en la producción de un guion publicitario, quien además sobrelleva un matrimonio triste sin otros afectos (apenas un excéntrico jefe casi amigo), sumido en una metrópolis que amenaza tragarlo, aspirará a alcanzar otras vidas “breves” —en el pasado, presente y futuro— que alimenten su emoción anestesiada y rellenen sus vacíos. Aunque al separarse de su mujer argumenta que desea “vivir, simplemente”, lo que se narrará es una búsqueda muy ambiciosa y romántica, sintetizada en el pórtico de la novela, en una cita de Walt Whitman que adelanta el anhelo de “¡algo pernicioso y temible! ¡Algo alejado de una vida insignificante y piadosa! ¡Algo no probado! ¡Algo en trance! Algo que escape de toda amarra y se impulse libre”.

A partir de esta propulsión, Brausen salta a una doble vida paralela siguiendo los pasos de una vecina prostituta, y se ve enredado en un mundo marginal de macrós y otros delincuentes —ambiente que siempre fascinó a Onetti. Así también comienza a concebir Santa María a partir de una ensoñación que le trae un consultorio, un médico, una paciente que busca recetas de morfina, la plaza de una ciudad junto a un río. El mundo y los personajes sanmarianos, que irán adquiriendo nitidez y creciendo en La vida breve, reproducen, en buena medida, las limitaciones y problemas del primer nivel del relato, pero transcurren bajo la libertad y el amparo de ser “otros”.

Las historias abiertas por la ensoñación proporcionan rutas de salida gracias a las mutaciones permanentes que admite la ficción. De una forma más sutil, menos evidente que en Fantômas, los personajes onettianos van cambiando siempre de máscaras. Es esta una de las mayores recompensas de Onetti al lector fiel: las pistas para el reconocimiento de los nudos que tejen la saga, y en los que va graduando familiaridad y renovación. Brausen, Larsen (Junta, Juntacadáveres), Federico Malabia, Rita, Medina, Petrus, Frieda o Angélica Inés, reaparecerán en varias novelas y cuentos, en distintas ciudades, con distintas edades y profesiones, reconocibles aun cuando varían sus cualidades físicas y morales, acusando el impacto del tiempo o del capricho.

A despecho de su oscura fama, el final de La vida breve es auspicioso: unos disfraces, en una confusa fiesta de carnaval, permitirán camuflar la huida de Buenos Aires a Santa María, el pasaje de un plano a otro de ficción, que también lo es de una circunstancia atolondrada y claustrofóbica hacia un aire más libre, hacia la promesa del amor y el comienzo de la “felicidad” en una plaza de provincia.

Contra el sucio dinero

El arte y la escritura son concebidos por los narradores onettianos como opuestos a la idea capitalista de la productividad. Estos pueden aceptar pagar un precio por no transigir, por desmarcarse de una vida burguesa (o de una mentalidad pequeñoburguesa aún más odiada), con cierta conciencia de arrastrar una deuda antigua, un difuso pecado original que ha de expiarse. Pero el precio y la rentabilidad se denuncian, en este universo ficcional, como antítesis de la experiencia y creación auténticas; el dinero es sucio y corrompe, aunque se reservan siempre estrechos cotos de pureza, unos pocos seres inocentes o lo suficientemente tercos para dejar más en evidencia la general turbiedad del mundo.

La productividad y riqueza de la historia y del relato serán inversamente proporcionales a los valores resultantes del ahorro, la inversión, el cálculo de la ganancia (son hombres mezquinos y corrientes los que discuten el precio de la cosecha en los bares de Santa María, así como el conocimiento del precio de la carne rebajará la pureza de una muchacha en El pozo). El arte se ejerce —sobre el fondo de la vieja tensión entre ocio y negocio— como lo opuesto a lo utilitario y a la utilidad, es derroche y gratuidad. Y el verdadero artista busca un ideal impracticable que debe erigirse, con los materiales del mundo, para levantarse por encima de este y superarlo. Como Larsen se concibe artista porque sueña, paradójicamente, con el “prostíbulo perfecto”, el comisario Medina de Juntacadáveres (1964), deviene pintor en Dejemos hablar al viento (1979), abandonando el mundo de las normas aceptadas, ya bastante lejos de la ley, y pasa a una marginalidad en la que busca la pureza de una “ola perfecta”, un constructo hecho con suciedades, con barro y restos de madera de las orillas del mar o del río.

La forma más acabada de desinterés del tiempo, por contraste al retenerlo o aprovecharlo, se representa en la amistad, nocturna y masculina, gastada en el bar o en el cuarto de alquiler, con la mediación de la bebida, el cigarrillo y el tráfico de palabras, formas de estar sin otro propósito que compartir las madrugadas, a menudo hasta que llega la mañana. Esa forma de entrega no está libre de notorias contraposiciones, de rivalidades y competencias, de trampas, mentiras y traiciones, de admiraciones, desprecios y piedad (como las que representan, por ejemplo, Jacob y el otro, o Bob y su cuñado en Bienvenido, Bob).

Onetti y la amistad

Al margen de sus ficciones, Onetti apreció y cultivó esas formas largas y desinteresadas de la amistad. Mantuvo un estrecho vínculo discipular —e intensa correspondencia— con el crítico de arte Juan E. Payró, como con Torres García, de quien dejó admirados testimonios. Ambas relaciones evidencian las búsquedas de Onetti en el mundo de las artes plásticas, ambiente en el que conoció a Guido Castillo, amigo y cómplice de veladas y desveladas que se continuaron en Madrid, hasta su muerte. La relación con Homero Alsina Thevenet, a quien Onetti dedicó uno de sus mejores cuentos, fue intensa y singular. Se conocieron en Montevideo y llegaron a vivir juntos en una pensión de Buenos Aires. Bromeaba Alsina sobre el hecho de que su primera mujer se casara luego con el hijo de Onetti. Contó que tiempo después se cruzaron en un ómnibus y los dos gritaron a la vez: “La culpa es tuya”. Y que no había “nada que agregar sobre el asunto”. Pero agregaba, con picardía: “¿Qué vengo a ser yo, entonces, de Onetti? Un admirador”.

También contó Alsina que Onetti tenía una multitud de amigos. En cada café de Buenos Aires tenía su barra, como en Montevideo, compañeros de tertulias que forjaron esa leyenda “de sus infinitas copas y sus lúcidos discursos en las altas horas de la noche”, según la sintetizó Emir Rodríguez Monegal. Otros unidos por correrías o gracias a la pasión por el arte fueron Ítalo Constantini (Kostia) y Leopoldo Nóvoa, transfigurados en personajes de sus obras. El amor por la palabra, el compromiso con la escritura, las formas de la fe y el entusiasmo, la coherencia en mantener una posición ética, parecen haber sido las bases sobre las que Onetti sostuvo la confianza en los vínculos y en su perdurabilidad.

Exiliado en Madrid, mantuvo amistades montevideanas y generó nuevos lazos. Uno que se destaca es el que lo unió al poeta Luis Rosales, quien ayudó a su radicación en España, y a quien dedicó un cuento singular, que dio un nuevo giro a la saga sanmariana (Presencia, 1978). Ya en 1974, Rosales había escrito un largo y logrado poema basado en La cara de la desgracia, y le correspondió luego con la dedicatoria de su libro La carta entera (1980).

En 1984 mentará en otro libro a un poeta “grandulón”, “medio uruguayo”, confesando, admirado: “Ya lo sabes, hermano,/ a quienes han perdido su nacionalidad para ser libres, tendría el mundo que darles carta de extranjería”. En el discurso con que Onetti recibió el Premio Cervantes (1980) había mencionado un libro de Rosales, Cervantes y la libertad (1960), para recordar los motivos por los que tuvo que dejar Uruguay, cerrando su intervención con una máxima latina: Ubi libertas ibi patria (Donde está la libertad, está mi patria).

Tomado de El País Cultural

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