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El ministerio de la felicidad suprema

A la hora mágica, cuando el sol se ha ido pero su luz no, un ejército de zorros voladores se descuelga de las ramas

A la hora mágica, cuando el sol se ha ido pero su luz no, un ejército de zorros voladores se descuelga de las ramas de los banianos del viejo cementerio y sobrevuela como una nube de humo la ciudad. Cuando los murciélagos se van, los cuervos vuelven al hogar. Ni siquiera todo el alboroto de su regreso logra llenar el silencio que han dejado los gorriones ausentes y los buitres dorsiblancos que han sido barridos de la tierra después de custodiar a los muertos durante más de cien millones de años. Los buitres murieron envenenados con diclofenaco. El diclofenaco es un relajante muscular, una especie de aspirina para las vacas, que se les administra para reducir sus dolencias e incrementar la producción de leche, pero actúa (actuó) sobre los buitres como un gas nervioso. Las vacas y las búfalas que producían abundante leche y que murieron químicamente relajadas se convirtieron en carroña envenenada para los buitres.

A medida que las vacas se volvían mejores máquinas de producción y que la ciudad consumía más helados, caramelos de azúcar y mantequilla, barritas Nutty Buddy y chips de chocolate, y a medida que se bebían más batidos de mango, los buitres empezaron a doblar el pescuezo como si estuviesen cansados y les costara mantenerse despiertos. Del pico les caían hilillos de baba plateada. Uno a uno, fueron desplomándose, muertos, de las ramas de los árboles. No fueron muchos los que notaron la desaparición de esas antiguas y amigables aves. Había tantísimas cosas con las que ilusionarse.

¿ADÓNDE VAN A MORIR LOS PÁJAROS VIEJOS?

Ella vivía en el cementerio como si fuese un árbol más. Al alba veía a los cuervos partir y a los murciélagos regresar. Al anochecer, hacía lo contrario. Entre turno y turno, departía con los fantasmas de los buitres que vagaban por sus ramas más altas. Sentía la suave opresión de sus garras como un dolor en un miembro amputado. Llegó a la conclusión de que no eran tan infelices por haberse despedido y ausentado de la historia.

Nada más mudarse allí, soportó meses de crueldad gratuita como lo haría cualquier árbol, sin inmutarse. No se volvió para ver cuál era el niño que le había lanzado una piedra, no alargó el cuello para leer los insultos garabateados en su corteza. Cuando la gente se mofaba de ella (llamándola «payasa sin circo, reina sin palacio»), dejaba pasar el agravio entre sus ramas como si fuese una brisa y el susurro que esta levantaba entre las hojas era la música que le servía de bálsamo para aliviar su dolor.

Solo cuando Ziauddin, el imán ciego que una vez dirigiera los rezos de la Fatehpuri Masjid, se hizo amigo suyo y empezó a visitarla, el vecindario decidió que ya era hora de dejarla en paz.

Tiempo atrás un hombre que sabía inglés le dijo que su nombre escrito al revés (en inglés) era Maynu. En la versión inglesa de la historia de Laila y Maynu, Maynu se llamaba

Romeo y Laila, Julieta. Aquello le pareció gracioso.

–¿Quieres decir que soy un khichdi de sus historias? –preguntó–. ¿Qué harán cuando descubran que en realidad Laila podría ser Maynu y que Romi era Juli?

La siguiente vez que se encontraron, el Hombre Que Sabía Inglés le dijo que se había equivocado. Que su nombre escrito al revés sería Muyna, que no era ningún nombre y

que no quería decir nada. A lo que ella respondió:

–No importa. Yo soy todos ellos, soy Romi y Juli, soy Laila y Maynu. Y, ¿por qué no?, Muyna. ¿Quién dijo que mi nombre es Anyum? No soy Anyum, soy Anyuman, soy un mehfil, una reunión. De todos y de nadie, de todo y de nada. ¿Hay alguien más a quien te gustaría invitar? Están todos invitados.

El Hombre Que Sabía Inglés le dijo que esa era una idea muy ingeniosa. Dijo que a él jamás se le hubiese ocurrido.

Ella respondió:

–¿Cómo se te iba a ocurrir con tu nivel de urdu? ¿Qué te crees? ¿Que eres inteligente solo por saber inglés?

Él se rió. Ella se rió de su risa. Compartieron un cigarrillo con filtro. Él se quejó del tamaño de los cigarrillos Wills Navy Cut. Demasiado finos y cortos, demasiado caros para lo que eran. Ella contestó que los prefería a los Four Square o a los Red & White, tan masculinos.

Ya no recordaba cómo se llamaba aquel hombre. Quizá nunca lo supo. Hacía tiempo que el Hombre Que Sabía Inglés se había marchado, al lugar adonde tuviera que irse.

Y ella vivía en el cementerio, detrás del hospital público. Su única compañía era un armario metálico de la marca Godrej, donde guardaba su música (discos rayados y cintas), un viejo armonio, ropa, joyas, los libros de poesía de su padre, sus álbumes de fotos y unos pocos recortes de prensa que habían sobrevivido al fuego de la Jwabgah. Llevaba la llave del armario colgada al cuello con un cordel negro junto a su mondadientes de plata curvado. Dormía sobre una raída alfombra persa que guardaba bajo llave durante el día y desenrollaba entre dos tumbas cuando llegaba la noche (como gracia, nunca repetía dos noches seguidas las mismas tumbas). Todavía fumaba. Todavía Navy Cut.

Una mañana, mientras le leía el periódico en voz alta al viejo imán, este, al ver que no le estaba prestando atención, le preguntó de pasada:

–¿Es verdad que a los indios que son como tú no los incineran sino que los entierran?

Viendo venir el problema, contestó con evasivas.

–¿Verdad? Verdad, ¿qué? ¿Qué es la Verdad?

Resistiéndose a que desviaran su línea de interrogatorio, el imán farfulló una respuesta mecánica.

–Sach Khuda hai. Khuda hi Sach hai. –La Verdad es Dios. Dios es la Verdad. Era la típica muestra de sabiduría que podía verse pintada en la parte trasera de los camiones que rugían por las autopistas. Entonces, el imán entrecerró sus ojos verdiciegos y preguntó en un susurro verditaimado–:

Dime, cuando muere la gente como tú, ¿dónde os entierran? ¿Quién lava vuestros cuerpos? ¿Quién eleva las plegarias?

Durante un largo rato, Anyum permaneció en silencio. Después, se inclinó hacia delante y contestó también con un susurro nada arbóreo:

–Dígame, imán sahib, cuando las personas hablan de los colores, del rojo, del azul, del naranja, cuando describen el cielo al atardecer o la salida de la luna durante el Ramadán,

¿qué pasa por su mente?

Después de herirse ambos de esa forma tan profunda y casi mortal, se mantuvieron callados, uno junto al otro, sentados sobre la tumba soleada de alguien, desangrándose. Finalmente, fue Anyum quien rompió el silencio.

–Dígamelo usted –dijo–. Usted es el imán sahib, no yo. ¿Adónde van a morir los pájaros viejos? ¿Se precipitan sobre nosotros como piedras caídas del cielo? ¿Tropezamos con sus cadáveres en las calles? ¿No cree que el Todopoderoso, el Omnisciente que nos puso en este mundo habrá hecho los arreglos pertinentes para nuestra partida?

Aquel día la visita del imán concluyó más temprano de lo habitual. Anyum lo observó marcharse, tan-tan-tanteando el camino entre las tumbas, sacando música con su bastón de ciego de las botellas de alcohol vacías y de las jeringuillas usadas que salpicaban su recorrido. No le detuvo. Sabía que volvería. No importaba su complicado disfraz, Anyum reconocía la soledad nada más verla. Tenía la sensación de que, de un modo extraño y tangencial, el imán necesitaba su sombra tanto como ella necesitaba la de él. Y la experiencia le había enseñado que la Necesidad era un almacén que podía acumular una cantidad considerable de crueldad. Aunque la partida de Anyum de la Jwabgah había estado lejos de ser cordial, sabía que no podía revelar unos sueños y unos secretos que no le pertenecían solo a ella.

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