Este 9 de octubre se cumplieron 50 años del asesinato de Ernesto Guevara, el Che, emblema del ascetismo revolucionario. Su actitud insoslayable ante cualquier forma de injusticia, su vocación de entrega a los demás, particularmente a los más vulnerables y necesitados, su aspiración a contribuir decididamente para cambiar el mundo hacia algo mejor, se transmiten en las múltiples fotografías suyas que se han publicado, particularmente la icónica que le hiciera el cubano Alberto Korda.
Desde muy joven, Guevara tenía un sentido de la vida de que debía ser entregada a los demás, para construir juntos y prosperar. No tenía aspiraciones de líder ni mesiánicas, sino casi sacrificiales, así lo muestran algunas de las biografías que sobre él se han escrito, quizás la más completa la del periodista estadunidense Jon Lee Anderson.
Pero también en sus diarios, registros incansables de sus experiencias, descriptivos, pedagógicos, pero a la vez muy personales y humanos.
Ese hombre rebelde, que busca convertirse en un hombre nuevo, estaba convencido de que eso no se logra en una labor individual sino colectiva y convocó a la insubordinación de los pueblos, persuadido de que la bondad existe en todas las personas y que las bajas pasiones deben ser sometidas con autodisciplina.
Participó en la revolución cubana donde se ganó el rango de comandante y la confianza irrestricta de su líder, Fidel Castro. Intentó en Congo organizar una guerra de guerrillas, pero fracasó al no dimensionar las diferencias culturales. Entonces lo intentó en un territorio que sí conocía. Quiso iniciar en Bolivia un movimiento insurreccional latinoamericano. La premura por una acción directa sin la adecuada preparación política del terreno lo llevó al aislamiento. Frente a unas fuerzas muy superiores, él y sus 16 compañeros enfrentaban a más de 2000 hombres entre rangers entrenados por la CIA de Estados Unidos y el ejército boliviano, tras 11 meses de intentar implantar una célula guerrillera, fue abatido en las serranías de Vallegrande.
El domingo 8 de octubre de 1967, cerca de la quebrada del Yuro o Churo, después de varias horas de intensos combates, herido en la pantorrilla izquierda, el fusil con el cañón dañado por un tiro, la pistola sin cargador, acorralado, levantó las manos y se entregó a sus captores diciendo: “yo soy el Che Guevara, les valgo más vivo que muerto”.
Capturado junto con dos de sus compañeros, lo llevaron a la escuelita del pueblo cercano de La Higuera. Allí intentaron interrogarlo, entre otros, el agente de la CIA Félix Ismael Rodríguez, de origen cubano. Se negó a contestar preguntas y habló poco. Al día siguiente, pasada la mañana, escuchó cómo mataban a sus compañeros en el salón contiguo. Luego el suboficial boliviano Mario Terán entró donde él estaba, le disparó una ráfaga corta en las piernas. Mientras agonizaba le dieron un tiro en el pecho y luego otro en la garganta.
Cargaron los cuerpos en un helicóptero y lo llevaron a la pequeña ciudad de Vallegrande, donde los exhibieron a la prensa y a los curiosos junto a la pila de un lavadero.
Más tarde le cortaron las manos y lo enterraron en una fosa común secreta, cuyo paradero se vino a saber hasta 30 años después.