La erudita escritora belga M. Yourcenar (1903-1987) hizo poéticamente que las vidas de dos de sus personajes resultaran paralelas: la del emperador Adriano (Memorias de Adriano, 1951) y la del filósofo Zenón (Opus nigrum, 1968), en distintas épocas (siglo II y siglo XVI, respectivamente), pero unidas por una metafísica del servicio: una mente abierta.
Adriano
- Yourcenar comenzó a escribir las Memorias de Adriano a los 19 años, pero, tras la dureza del personaje, la abandonó. Demasiado joven para la empresa, la erudición que le exigía la hizo archivar el proyecto literario. La retomó varias veces hasta que finalmente obtuvo la obra que la inmortalizó y que confesó asumió casi por capricho, después de una visita por la Villa Adriana.
Adriano fue el primer emperador helenista, en la dinastía Antonina, “un hombre solo y al mismo tiempo vinculado con todo”, aficionado profundamente al pensamiento y a la vida griega. Se proclamaba a sí mismo filoheleno, sus amigos lo llamaban el Griego: con cierto empirismo pone en práctica las ideas de los filósofos griegos, sin imponer por la fuerza su helenismo. Sin embargo, sus comienzos son lentos: estudió latín, que no sabía bien y que hablaba con acento sevillano; pasó por todas las funciones militares y civiles; experimentó la crisis de los países bárbaros; vivió quince años de guerra bajo Domiciano; cesó la guerra parta; asumió la guerra de Palestina, guerra entre dos colectivos con exigencias distintas… La guerra fue una de sus derrotas. En él coinciden “el máximo del refinamiento del helenismo y el porvenir, el mundo posromano muy cercano” (M. Yourcenar). Tardó cuarenta años para llegar al poder. Durante la guerra contra los partos (hoy Irán), casi muere, creyendo que no llegaría a ser emperador. Mantuvo con ellos una paz relativa y los terrenos conquistados por Trajano y, mantenidos por Adriano, fueron perdidos por Marco Aurelio tras los enfrentamientos. Fue un emperador pacifista. En sus 20 años de reinado solo hubo una guerra, en Palestina, la cual no pudo evitar y que, además, le causó la muerte. Cincuenta años después de su reinado, en virtud de su gestión, hizo posible la continuación con normalidad de la Pax romana, aunque hubo algunos conflictos esporádicos. Gustaba decir que “había estabilizado el mundo”. Murió siendo poseedor de una gran riqueza material.
Adriano busca la verdad: hacerse dios evitando los dogmas (por ejemplo, con un vegetarianismo incómodo para un emperador en medio de soldados, como se observa en la novela.). Vive la época dorada de Roma. Romano de provincia, no se educó en Roma. Su familia era de Hispania, del Adriático. Le fascinaba la caza. Tuvo una pasión por el luto casi religiosa: a la muerte de Clotilde, esposa de su antecesor, erigió varias tumbas por los muertos del pasado. Dio culto a su amigo muerto Antínoo, ¡durante 9 años! A la vez, de este hizo gran cantidad de retratos, como a ningún otro. Mostró con ello un temperamento “tremendamente emotivo”. El suicidio de Antínoo le hundió en la desesperación.
El Griego fue un hombre de gran cantidad de experiencias carnales (entre sus veinte y cuarenta años), flechado tardíamente (a los cuarenta y siete años) por el amor de Antínoo, su abismo y su cima. Esta felicidad, una a la vez y siempre breve, se desmoronó a la muerte de su amante, pero, gracias a lo que él llama la “disciplina augusta”, se “reconquista/reconstruye”. Esta capacidad para surgir como ave Fénix la vive desde su juventud cuando, tras la incertidumbre por la sucesión imperial en virtud de la muerte de Trajano, es Plotino quien lo salva. Ya viejo, desesperado por la guerra de Palestina y enfermo del corazón, sobrevive al borde del suicidio. Envejece con una lucidez llevada hasta la desconfianza y el coraje.
Zenón
Con la mente puesta en el siglo XVI -como reflejo del XX-, entre lo medieval y lo renacentista, Zenón es un hombre fruto de la ficción de M. Yourcenar, y cuya vida es simplemente una vida, la de un hombre cuyas características políticas, culturales, científicas y religiosas son descritas en una especie de crónica biográfica, a lo que se le suma su pobreza y su vocación de caminante que huye y lucha incesantemente contra todo y contra todos. Está perdido de antemano (hijo bastardo de los amores de Hilzonda y el clérigo Micer Alberico de Numi) pues el mundo no le da tregua. No puede estabilizar nada, pues todo ha cambiado demasiado y el individuo ya no puede controlar el mundo en el que vive -mejor aún, en el que sobrevive-. Pertenece a una época oscura, difícil, sin seguridades, en medio de las disputas entre católicos y protestantes; crece para la Iglesia, pues el sacerdocio era, para un bastardo, el medio seguro para vivir con desahogo y acceder a honores. La ignorancia, el salvajismo, las rivalidades imbéciles de los demás hunden a Zenón. En consecuencia, no es emotivo. Su temperamento es casi indestructible, en virtud de su experiencia vital, “extraordinariamente rápido y lanzado sobre la pista de su vida con una extraordinaria violencia”. Zenón se opone a todo: practica la sensualidad, pero la rechaza; rechaza el pensamiento cristiano, no obstante que se entiende con el prior de los Franciscanos; rechaza la unión entre la Iglesia y las monarquías, etc., etc. Este contexto lo hace una mente abierta que depura las formas de la naturaleza humanas, ideas e impulsos para liberarse y limpiarse de “las rutinas de la vida ordinaria”: pragmatismo filosófico, indiferentismo religioso, escepticismo y amoralismo bisexual.
Zenón busca la exactitud: hacerse hombre, aunque “le cuesta digerir agonías”, una especie de espejo de la condición del ser humano a lo largo de la historia: “los males del mundo son más antiguos aún, reflexión que, por otra parte, vale para cada época”. Ama la vida, mas no lo que han hecho con ella. Tras años de ocultamiento y sometido a un proceso de la Inquisición por la supuesta pertenencia a un grupo sectario (“los ángeles” de un convento franciscano), reflexiona sobre la Iglesia, el abuso de los inquisidores, su relación con los rebeldes políticos de la época (a los que les da ayuda médica), etc., se enferma y acepta la condena a muerte sin apostatar…
Adriano y Zenón
Se parecen intelectualmente, pues ambos aman la filosofía, el riesgo de pensar y crear: al primero como un estoico convencido, al segundo como un cínico consumado. Difieren en sus temperamentos. Adriano es influenciado por sus emociones inmediatas, más susceptible de desmoronarse en la desgracia; tiene caídas verticales, no obstante todas las seguridades familiares e imperiales. Zenón es indestructible, con destino sombrío y eternamente en peligro, que se reconstruye en la sombra para no provocar ciertos riesgos, y por la difícil época que le tocó vivir, apático. Su época está más cerca de la nuestra, cristiana, sin la grandeza ni felicidad propia del sentimiento griego de Adriano… Como dice M. Yourcenar, ellos “son dos polos complementarios de la esfera humana tal como la he contemplado”.