Los Libros

Un tiempo místico y mundano

El elíxir de Changó

Sergio Murillo

Cuentos

EUNED

2020

Un greñudo y desgarbado hippie santero elabora un brebaje que abre las puertas de la percepción y lo ofrece a un escritor en etapa de bloqueo creativo: el resultado de ese encantamiento es la colección de relatos El elíxir de Changó, ganador del II Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas, en el año 2019.

Los cuentistas, como provistos de un fabuloso artefacto análogo al detector de metales, de vez en cuando revelan bajo la superficie una veta de sentimientos humanos; descienden a la hondura de aquella visión a veces desoladora de emociones en maraña. Pocos alcanzan a conocer el trayecto al punto de ir y volver a su antojo, con naturalidad, movidos por la fuerza del asombro, Sergio Murillo Picado es uno de ellos.

“El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto”, decía Ricardo Piglia. En El elíxir de Changó, aquello que yace oculto nos sorprende en el recodo entre lo real y lo fantástico. El propio límite entre ficción y realidad se vuelve incierto desde que somos convocados a la lectura de un libro “en proceso”. Los lectores tendrán en sus manos una serie de relatos que, en conjunto, narran la historia del libro que los recoge; refiere su propio proceso creativo. Se trata de los cuentos de un ficticio escritor, llamado Narciso Montero, quien frustrado porque no encuentra qué escribir y aceptando la imposibilidad de capturar la realidad sin antes penetrar él mismo en ese lado oculto, accede a caer en las redes de su propia ficción. Esta especie de desdoblamiento puede leerse como alegoría de los efectos del elíxir alucinógeno.

En este libro, la descripción se aplica en una diestra elaboración de espacios sensoriales que articula personajes en Brooklyn con los de la Siberia, donde serpentea congelado el río Obi, o en la actual Alajuela con los de Viena del siglo XVIII y otros espacios propensos a la fábula.

“Las primeras notas del violín empezaron a brotar tímidas, mientras el violinista iba conociendo de a poco el instrumento; acariciaba las cuerdas con el arco, ajustaba las clavijas y así, con los minutos, fueron naciendo las melodías. Las notas del hermoso violín hacían eco en los instrumentos que colgaban del techo, los cuales, como animales enjaulados, esperaban su libertad. Los muchachos, con sus estómagos llenos de sopa, volvieron a ser niños y bailaban con la música de su padre. El lutier, inspirado por los acordes sublimes del violín, se sentó a la mesa y empezó a medir y cortar la madera en silencio. Tallaba con sus gubias, mientras el violinista, con sus ojos cerrados, volvía a ser Edward Blitz, el hombre digno, el músico…” (página 59).

Los personajes fantásticos de El elíxir de Changó ―por ejemplo aquel Lucifer que se encuentra con un antiguo y entrañable amor, el pastelero que echa mano de sentimientos para elaborar recetas, o el hombre que se deshoja en cada otoño― coexisten en el mismo ámbito con el incidente de las Torres Gemelas de Nueva York o el fusilamiento del General Cañas.

Hora a hora, día a día, la vida se hace posible, decía Sylvia Plath. Análogamente, un narrador con oficio construye sus frases palabra a palabra sin el padecimiento de la rimbombancia. Las descripciones y los sucesos en este libro destilan naturalidad, en un lenguaje coloquial que, aunado a la unidad temática sostenida por el hilo conductor de las peripecias de Narciso Montero en la elaboración de sus textos, resulta en un cuentario sumamente entretenido.

El presente comentario nace del interés de compartir con los lectores mi experiencia con el libro en cuestión. Me permito, pues, referir una anécdota personal: cuando leí El elíxir de Changó,  trabajaba yo en Río Frío de Sarapiquí y un niño de unos siete años vino con su gatito a mi consultorio y luego de la consulta me preguntó dónde vivía. Le contesté que, de momento, en Finca 4. Aquellos poblados recibieron su nombre según los diferentes “lotes” o “fincas” destinadas al cultivo del banano. Ah, yo vivo en Finca 6, respondió él, animado, pues si bien entre nosotros mediaban varios kilómetros de calle de lastre, flanqueada por extensiones de banano cuyos límites se perdían en el horizonte, me consideraba su vecino. La gente cree que Finca 5 está en medio, me explicó, pero no es así, tal vez usted también lo piense, pero no es culpa suya; si yo lo sé, es porque he vivido aquí toda mi vida. “Toda mi vida”, así dijo y vino a mi memoria el inicio de Cien años de soledad, cuando se dice que en aquel lugar, hoy más real que imaginario, Macondo, todo era nuevo y por eso algunas cosas no tenían nombre y para referirse a ellas había que “señalarlas con el dedo”. Reparé en que la narración del chiquillo correspondía a su vivencia de un proceso fundacional y su anécdota en mi cabeza mudó, súbitamente, a cuento, donde él pasaba a ser una especie de Aureliano Buendía. ¿Acaso éramos, todos ―me pregunté―, los personajes de un cuento? ¿De un universo donde prima el asombro, lo inverosímil y lo inesperado? Entonces comprendí que ya estaba siendo yo, víctima de la lectura del “Elíxir” de Narciso Montero.

Al final de este viaje alucinatorio, el lector se reencontrará con aquel desgarbado greñudo, menos hippie pero más alquimista, menos santero y más santo. Dicen que Changó fue rey, brujo y guerrero, y nuestra existencia, transcurre también donde convergen realidad y fantasía. El relato de la humanidad es a un tiempo místico y mundano.

Bernabé Berrocal

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