Un joven soldado norteamericano, que en realidad es un chofer de ambulancias de la Cruz Roja, se enamora perdidamente de una enfermera maravillosa. Frederic Henry está en Italia en medio de la violencia de la Primera Guerra Mundial y tiene una pierna herida. Catherine Barkley es inglesa y le gusta el juego que le propone aquel muchacho desenfadado, guapo y pasional. Así, en medio de la muerte, en la sala de un hospital, surge una atracción irresistible, una de verdad, de esas por las que vale la pena vivir.
Adiós a las armas (A Farewell to Arms) se publicó en 1929 y ha sido llevada al cine en varias ocasiones, en la versión de 1957 Rock Hudson es Frederic y Jennifer Jones es Catherine. También ha sido llevada al cine la otra historia, la que vivió Hemingway cuando se enamoró en Italia de una enfermera que le rompió el corazón y que, con su traición, tal vez, contribuyó a sumarle traumas a la vida de un hombre que aprendió a transformarlos todos en literatura, en una literatura vital y extraordinaria, una literatura que cuando se le acabó, lo abandonó a él a la suerte de los suicidas.
Dice García Márquez que Hemingway encontró en La Habana un lugar para escribir lejos de su otro yo; lejos del ruido, la fama y las luces entre las que vivía cuando no estaba dedicado a sus novelas o a sus cuentos. Esa vida mundanal que lo llevó a cazar animales en África, a pasearse por los mejores hoteles de Europa, a rodearse de actrices o a compartir con políticos y pescadores, a ser corresponsal de guerra, boxeador, fanático de los toros o problemático marido de cuatro mujeres. También dice García Márquez que Hemingway descifró, como pocos hombres en la historia de la humanidad, “los misterios prácticos del oficio más solitario del mundo.”
Adiós a las armas es la historia de un amor imposible, trágico, un amor acechado por incontables obstáculos en una ficción sostenida por unos diálogos magistrales, a lo largo de los cuales nosotros los lectores le vamos poniendo nombre y cara a aquellas voces que nos cuentan los rigores de la guerra, la cotidianidad de unos personajes maravillosos y diáfanos que sobreviven entre combates de austríacos e italianos, de alemanes y de ingleses.
Él sueña con Catherine cuando no la tiene cerca, y cuando por fin ella lo visita en su lecho de convaleciente, le coquetea, le hace bromas, la invita a cerrar la puerta del dormitorio y a meterse con él a la cama; de todas formas, es solo la rodilla la que tiene enferma. Ella le lee periódicos, noticias de los juegos del béisbol de las Grandes Ligas que también le sirven como excusa cuando sus superioras le riñen por pasar tanto tiempo con el joven norteamericano. Ese joven que sabe emborracharse de manera clandestina, ese joven que ha convertido un hospital italiano en un recinto de fiesta, amigos y amor.
Ella es la cómplice sincera, ella también se enamoró de verdad en aquel hospital al que llegan las noticias de la guerra, la cual imaginamos como si estuviéramos viendo una película contada por personajes de otra película; una es de amor y la otra de guerra. En ocasiones ambas se juntan, en perjuicio del amor, claro está, como cuando Frederic se recupera y debe volver al frente de batalla. Catherine, embarazada, lo va a despedir sin saber si algún día volverá a verlo, él le promete regresar y lo cumple, no sin antes pasar por múltiples dificultades gracias a las cuales ingresamos al escenario de combate, a los campos ensangrentados, a la miseria humana, a la guerra desnuda y brutal, a la soledad y a la añoranza de tiempos mejores, al deseo del amor lejano.
Esta es también una novela de acción, que nos atrapa apenas descubrimos la identidad de los personajes en medio de aquellos diálogos fluidos y verosímiles, diálogos en los que cada personaje habla consigo mismo o con los otros de forma natural y espontánea.
En Adiós a las armas no hay extensas descripciones de los lugares por los cuales se desarrolla la historia y, sin embargo, tenemos la impresión de estar en ellos, de caer al río del desertor, de nadar con él sumergidos entre las aguas heladas a resguardo de las balas; sentimos también que caminamos por una vía férrea con una columna de soldados o que ingresamos en cafés abarrotados o en tabernas bulliciosas; creemos que caminamos bajo la lluvia enamorados y solitarios o nos asustamos con las bombas que explotan en los campos; viajamos en la camilla de una ambulancia, debajo de un hombre que se desangra y que nos salpica; sentimos frío o dolor y también concebimos complejas tácticas de guerra para la cordillera o para los valles. Esto no es fácil de lograr, tras la apariencia de una simpleza narrativa, existe un profundo dominio de los secretos de la ficción. Y esta es apenas su segunda novela.
Frederic encuentra a Catherine de nuevo, cumple su promesa y entonces pasan momentos de amor y miel hasta que tienen que huir. A él lo buscan por desertor, ella no se quiere separar. Ambos escapan de Italia en un bote de remos que los lleva a la apacible Suiza, donde el romance continúa hasta su conmovedor y brutal final.
Pienso que la novela es el género que más se parece a la vida y que, además, las buenas novelas son mejores que la vida, porque, aunque imperfectas, en ellas nada sobra y todo está delicadamente estructurado para hacernos sentir emociones intensas o imaginar mundos fascinantes.
Esta literatura, Adiós a las armas, no sufre el peso del compromiso político, no está afectada por la subordinación de la ficción a una idea, un evangelio o una ideología. Tampoco es una literatura preocupada por construir una identidad nacional o por hacer denuncias sociales. En ella sus personajes se han independizado de su autor, hablan por sí mismos, se parecen a las personas, sienten, se enternecen o se enfurecen, expresan ideales, comentan el mundo en el que están sumergidos, tienen pensamientos políticos, sufren y ríen. La guerra es el telón de fondo para un soldado que se enamora de una enfermera, pero el centro de atención siempre está en ese soldado y en esa enfermera. Como en la mejor literatura moderna, en Adiós a las armas lo que importa son los individuos, el desenlace de sus pasiones, la trayectoria de sus deseos.
Frederic Henry camina bajo la lluvia, él camina solo y triste, como debió sentirse Hemingway muchas veces, como debió sentirse también al enterarse que la mujer a la que amó cuando era joven e idealista, aquella enfermera hermosa y risueña, no estuvo solo para él.
Dicen que los libros clásicos cargan con todo lo que a través de los años se ha dicho sobre ellos. Adiós a las armas además carga con el mito de su autor, con todo lo que se sabe acerca de él, con el cruce de caminos entre lo biográfico y la ficción; lo cual no hace más que encender el interés por ingresar en el mundo literario creado por Hemingway y también en su propia vida, a la que ahora asistimos como si fuera otra novela. La novela de un maestro en el arte de contar historias que no envejecen, la novela de un alcohólico y un suicida, la novela de un hombre de amores contrariados, quien escribió libros que nos contagian vitalidad, como esa que sintieron un soldado y una enfermera que se amaron con pasión en medio de un mundo que se destruía.