¡He terminado! Son muchos los viajes de Max Goldenberg contados por Alex Jiménez. Termino el libro agobiado. El formato de “libro de mesa” engaña. A veces los dejamos como adorno, para encanto de los ojos. ¡Sería un error!
¡No se puede cortar con formón que no tiene filo adecuado!, dijo Max. Sabía de lo que hablaba. Y puso manos a la obra, con el formón afiladísimo.
Alex ya me había advertido. Había que leer el texto. Y terminé agobiado, abrumado por la forma tan rica de contar, por la sensibilidad.
Dice Alex, al final de viaje, con razón, que nadie es dueño, con exclusividad, de lo mejor de las cosas humanas. Y que, conversando con Max, puede encontrarse la historia de la humanidad condensada en imágenes y metáforas. Hay que decir, para empezar, que él lo supo encontrar y, luego, contar. El texto es de un cariño y una precisión inmejorables.
Algo más: no es solo el texto. La edición, cuidadosa, eleva el trabajo editorial en el país a un nivel superior. Extraordinariamente ilustrado, aunque lamento dos cosas: la falta de pies de foto y alguna que otra foto algo desenfocada.
Ya otro libro, en el mismo formato –Las formas de la madera. Casas, escuelas e iglesias de Nicoya– lo había anunciado, de modo que no nos debía sorprender. Pero no conocía tampoco esa edición y ver los dos juntos, ¡abruma!
Una línea los une, una visión: ser parte de un proyecto más amplio, sobre los patrimonios culturales de Nicoya, en palabras de Alex.
Pero dice algo más: “El mundo no se agota en Berlín, Nueva York ni Pekín”. “Los localismos empobrecedores envilecen el mundo”. Y explica: “En todos los lugares está el mundo, pero no de la misma manera. Y a mí me interesa pensar el modo en que resuena aquí, en Nicoya”. Es su mundo (y el de Max). Es todos los mundos, como veremos en las historias que se cuentan en ese libro y que Max canta.
No se trata –diría Alex– refiriéndose a lo que se proponía hacer– de reconstruir la vida de Max. Se trata de otra cosa: de cómo lo cercano y lo lejano se anudan en sus canciones.
¡Vaya tarea! Pero en esa definición –me parece– está lo notable del propósito. Filósofo al fin, acude a Nietzsche, para recordarnos que, sin música, “la vida sería un error”.
Lo sabía Max. Los viajes que definen su vida comenzaron sin él. En la vida de su padre, bielorruso y judío, Jaime Goldenberg.
Al texto de Alex se suman otros, sobre un fondo (¿gris, verde claro?) que ordena la lectura. Hablan otras voces. La primera, de Olga Goldenberg, sobre su padre, del largo viaje que empezó en Linovo (a la mitad de camino entre Varsovia y Minsk) hasta encontrarse con Esperanza, en Guanacaste.
Zapatero, judío, comunista. Olga cuenta los detalles.
Todo comienza en un viaje. Ya lo contarían también sus sobrinos, Fidel y Jaime, hijos de Olga (Fidel, autor de “chorinhos” tan brasileños como los que más, y que alguna vez oí).
En los antecedentes está el tío, Adán Guevara, hermano de su madre. Algunos versos de su “Romance del canto macho”, publicado en el Repertorio Americano en junio de 1957, reaparecen en “Parodias revolucionarias”, grabada por Max y su hermano Paco, en 2009.
“Se trata de un romance duro, tenso”, dice Alex. “Denuncia condiciones de opresión y expropiación que podrían ocultarse a una mirada distraída o centrada en un tipo de celebración ingenua de algo que es estructuralmente injusto”.
No se trata (aquí tampoco) de resumir la vida de Max, trabajador en el campo, quesero, tractorista, apicultor, ebanista… Fue ahí donde aprendió lo del formón. Llegó al mundo de la madera empujado por Roberto García Boniche, profesor de música y de artes industriales en el Liceo de Nicoya.
La música es herencia materna. La madre cantaba tangos; la abuela, fados.
Y entonces se habla de música, de música costarricense, del lugar que ocupa ahí la música guanacasteca, y de Max, en todo. “A la lista de grandes cultores de la canción popular en Costa Rica habría que agregar el nombre de Max Goldenberg”, dice Alex.
Destaca su capacidad de síntesis, donde el discurso universal se fusiona con los personajes y tradiciones nicoyanas (pueden oír “Ausencia” aquí: https://www.youtube.com/watch?v=NvddZvmFGA8)
Max tiene una relación especial con las tradiciones musicales guanacastecas, las valora, las revive, pero no desconoce sus límites, la necesidad de recrearlas.
Quizás sin saberlo, su trabajo es también un retorno a los lugares del padre…
“Max es uno de los artistas populares más actuales, más jóvenes y más contemporáneos que tenemos”, dice Daniel Solano, académico que dedicó su tesis a la obra de Max. Es su opinión que en Max se disuelven los límites entre oficios, “penetrados todos por una misma filosofía de vida en la que todas las facetas se transforman en colores de una misma paleta”.
En su obra desfila lo que Alex sugiere como “poética viajera”, con un viaje fundacional: el del padre, de Bielorrusia a Guanacaste. Viajes que funcionan también como una metáfora. Muchos viajes, los sonidos del mundo, herencias de la infancia –un tiempo perdido para los demás– que su memoria prodigiosa le permite reconstruir.
Dice Alex que ha querido aprovechar la vida y la música de Max para contar cosas y enseñar un mundo “anudado a esa vida y a esa obra”.
No le resulta fácil explicar la fascinación que le provoca esa obra. La intuye vinculada a una mezcla de contento, de ternura y de actitud reflexiva.
Habitantes de Nicoya (él también) han aprendido a ser habitantes del mundo. Hemos viajado con él y llegado al final de este viaje.
