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Las uvas de la ira

En lo más áspero de la Gran Depresión económica en Estados Unidos, en la década de 1930, una numerosa familia ha sido despojada de su tierra, al igual que les ha sucedido a muchas más. Sin más alternativa, se ve obligada a emigrar de Oklahoma en busca de trabajo. El destino es el rico estado de California, gran productor de frutas y algodón, la tierra prometida, a donde se dirigen miles de familias arruinadas que han corrido igual suerte.

En un vetusto camión, que milagrosamente funciona a base de remiendos que le van haciendo sobre la marcha, se embarcan el padre de familia, Thomas Joad; su esposa, una mujer fuerte y resistente; sus seis hijos, algunos menores de edad; un tío, dos abuelos, un predicador retirado; Rose of Sharon, la hija embarazada, y Connie Rivers, su marido. Han recibido información de que en California necesitan miles de braceros para recoger cosechas. Eran modestos granjeros a quienes los bancos han despojado de sus tierras en plena crisis económica, que ahora pertenecen a ellos o a nuevos terratenientes.

De camino, ilusionados al comienzo, van tejiendo sueños de cómo será la nueva vida, de trabajo, prosperidad y estudio, en algunos casos, que les espera en aquel oeste lejano, próspero y desconocido. La madre sueña con una modesta casa de paredes blancas, donde pueda vivir feliz con una familia estable, pero pronto la cruel realidad se hará cargo de desengañarlos. Luego de atravesar desiertos calcinantes y caminos polvorientos, castigados por el hambre, la discriminación, el desarraigo y la persecución del sheriff, la realidad que los va a recibir es todo lo contrario.

Esta es parte de la trama de la novela Las uvas de la ira (1939, traducción de María Coy), de John Steinbeck (1902-1968), premio nobel de literatura en 1962. Al igual que los Joad, miles de familias, que han perdido sus tierras ante la voracidad de los bancos, marchan hacia aquel destino incierto, a donde la propaganda les anuncia que necesitan braceros. Y son miles los que arriban a las gigantescas explotaciones frutícolas y algodoneras. Habrá una sobreoferta de trabajadores que promoverá una despiadada competencia entre ellos y, a mayor oferta, menor precio, dice la lógica comercial.

Sin su tierra, la única opción es aceptar el llamado que se hace desde aquella tierra, del oeste misterioso, donde se suponía que reinaba un mundo de leche y miel, que poco a poco, a mitad del camino, aunque fuera difícil aceptarlo, se empezaba a desvanecer, se empezaba a saber que todo había sido un engaño. Se empiezan a desmoronar los sueños, pero se debía seguir adelante. Lo que sí encontrarían serán legiones de desempleados hambrientos dispuestos a partirse el lomo por un miserable salario que al menos permitiría evitar que su familia muriera de hambre.

Se desplazan de campamento en campamento, donde pasan la noche en precarias condiciones, donde tampoco están ausentes las muestras de solidaridad entre aquellos desheredados de la fortuna, algunos cuyas enfermedades se han agravado en el largo peregrinar. “Durante el día corrían como insectos en dirección al oeste, refugiándose junto al agua. Se arrimaban juntos porque todos estaban solos y confusos, porque todo provenían de un lugar de tristeza y preocupación y derrota y porque todos se dirigían a un sitio nuevo y misterioso; hablaban juntos; compartían sus vidas, su comida y las esperanza que tenían puestas en su destino,” ilustra el narrador.

El abuelo, aferrado a su tierra, se negó a sumarse al viaje, a abandonar su tierra, donde quiere morir. Deben drogarlo y dormirlo para subirlo al destartalado camión. En el duro recorrido, en condiciones incómodas, durmiendo en improvisados campamentos a la orilla de la calle y de un río, a orillas de la famosa ruta 66 que atraviesa el territorio estadounidense de este a oeste, el viejo muere. Para siempre descansarán en cualquier lugar. Sepultan sus restos en un improvisado hueco a mitad de la travesía. Es la primera baja. La frágil abuela, poco después corre la misma suerte, luego de que empezara a sufrir graves problemas de demencia.

Estos son apenas los dos primeros que abandonan la familia. Desalentado por el difícil trayecto y las noticias negativas que empiezan a recibir sobre lo que encontrarán en California, su hijo mayor, Noah Joad, abandona el grupo y se dispone a dedicarse a la pesca, aunque se desconoce qué futuro tendrá. Poco después lo hará un inestable Connie Rivers, el marido de Rose of Sharon, de quien está embarazada. El resto del grupo continúa el camino.

El siguiente será el predicador retirado Jim Casy, una persona de buen verbo con serios cuestionamientos a la religión que predicó. Confiesa el abuso a jóvenes que llegaban a su culto, nada ajeno a la realidad actual. En un campamento surge una riña entre familias en la oscuridad de la noche, con heridos, en la que se involucra Tom Joad, el protagonista de la historia. Para salvar a su amigo de terminar en la cárcel, el predicador insiste ante el sheriff que él fue el responsable, el agresor. Tom, el segundo hijo del matrimonio, estaba en libertad condicional luego de haber dado muerte, en una disputa, a un joven. Había descontado cuatro años de cárcel.

Al fin California, donde ya miles de familias hambrientas, alojados en chabolas sin los servicios básicos, se disputan la desventura de recibir algún dinero, unos centavos, en una feroz competencia entre braceros, dispuestos a cobrar menos por su jornada de trabajo, en la que están involucrados menores de edad sin más futuro que seguir el camino de sus padres, como sucede con la familia Joad, mientras hombres armados, un auténtico ejército privado, vigilan que no sustraigan nada de aquellas explotaciones.

Miles de hombres deambulan de finca en finca, con hambre, sin futuro, desanimados, leyendo rótulos que indican que no hay trabajo. “Llevo aquí un año y los jornales no cesan de bajar. Uno no puede dar de comer a su familia (…) y cada día está peor. No va a servir de nada quedarse sentado y morirse de hambre. No sé qué hacer”, se lamenta un personaje.

Aunque la crítica considera como protagonista a Tom Joad, que carga con el peso de la familia en gran parte de la historia, para mí quien surge como auténtica protagonista es Madre, cuyo nombre escasamente aparece. Hace frente a la muerte de los abuelos, decide qué hacer con sus cadáveres, resuelve cómo repartir los escasos alimentos, al embarazo y los achaques de su hija, que llora su infortunio y su soledad, y al desánimo de su marido, Thomas Joad, un agresor machista ahora derrumbado. Sin respuestas ante la incertidumbre y despojado de su poder en aquellas condiciones difíciles, su opinión ya no cuenta. Ella crece en el curso de la historia. Él es solo una bestia de trabajo, pero a menor precio.

“Padre respiró haciendo ruido:

—Parece que los tiempos han cambiado —dijo con sarcasmo—. En otros tiempos era el hombre el que decidía qué hacer. Parece ahora lo deciden las mujeres. Me da la impresión de que va siendo hora de sacar el palo.

Madre puso el plato limpio y chorreante en una caja. Sonrió con la vista fija en su trabajo.

–Saca el palo, Padre –dijo–. En tiempos en que hay comida y un lugar donde sentarse quizá pueda usar el palo y conservar la piel. Pero no estás haciendo tu parte, ni pensando ni trabajando. Si lo estuvieras haciendo podrías usar tu palo y las mujeres iríamos por ahí llorando, escondiéndonos como ratones. Pero coge el palo ahora y no te creas que vas a zurrar a ninguna mujer; vas a pelear porque yo también tengo mi palo preparado.

Padre hizo una mueca de vergüenza.

—No es bueno que los pequeños te oigan hablar así —dijo—.

—Tú, ocúpate de llenar con un poco más de tocino a los pequeños antes de venir diciendo lo que es bueno para ellos —dijo Madre.”

Una gran novela, de uno de los más insignes escritores de la primera mitad del siglo XX, a la que he llegado un poco tarde, después de varios intentos fallidos. Alguna otra obra u otro autor se me atravesó previo a disfrutar a Las uvas de la ira, pero el impacto ha sido suficiente para considerarla uno de los mejores relatos que he disfrutado en mi vida de lector. La obra fue llevada al cine bajo la dirección de John Ford, en 1940, el mismo año que recibió el premio Pulitzer, protagonizada por Henry Fonda y Jane Dawell.

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