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La “posverdad”: una historia llena de mentiras

Desde 2016, cuando el Diccionario Oxford la declaró como la palabra más usada en el mundo, la “posverdad” comenzó a ser empleada e interpretada de diversas maneras. Desde entonces, a este vocablo se le han atribuido cantidad de situaciones y modos negativos de enunciación, que la colocan como un asunto de prominente desconfianza. Rango incrementado, sobre todo, por las actuales formas interactivas de comunicación en las redes sociales y en los formatos digitales, diseñados para la transmisión instantánea de información.

Las interpretaciones más repetidas al respecto van en el sentido de tomar la “posverdad” como una clase de mentira oculta, de simulacro, de distractor, una especie de caja china que apela a los sentimientos y emociones. Los más arriesgados la definen como el conjunto de actitudes deliberadas que producen los poderes hegemónicos en busca de imponer sus versiones de los hechos.

Se da por sentado que fueron dos sucesos políticos internacionales los que determinaron la importancia de la “posverdad”. Por un lado, la victoria de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos; por otro, la salida del Reino Unido de

la Unión Europea, el Brexit. El tema que los unificó fue la enorme cantidad de “mentiras” que se publicaron durante esos acontecimientos. De ahí que la RAE la haya definido como “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”.

El problema es que en esa escueta explicación no se incluyen datos respecto a las herramientas mediante las cuales se propaga; tampoco se define si se trata de una actividad exclusiva de nuestro tiempo o si es propiciada por las tecnologías digitales, incluidas las redes sociales. La RAE se limita a definirla como una distorsión y manipulación de la realidad, pero en ningún sentido utiliza los conceptos de falsedad, razón o verdad.

Por su parte, en el citado Diccionario Oxford, se define como una actividad que se produce cuando “los hechos objetivos tienen menos influencia en definir la opinión pública que los que apelan a la emoción y a las creencias personales”. En ambos casos, nada se aclara. Podríamos interpretar que, incluso, tanto la RAE como el Diccionario Oxford están imponiendo su propia “posverdad”.

La “posverdad”: una vieja historia

La historia de las complejidades epistemológicas demuestra que estas problemáticas son más antiguas y, además, no son particulares de Internet o de las redes sociales digitales, como buena parte de las academias y los teóricos han entendido. Esos comportamientos, en realidad, han estado presentes a lo largo de la historia humana, con los mismos o mayores grados de peligrosidad que en tiempos actuales.

Por ejemplo, el ministro británico Winston Churchill solía declarar que, ante momentos de crisis, es importante ocultar la verdad con una sarta de mentiras. Apegándonos a las definiciones, este político era un experto en el empleo de la “posverdad” décadas antes de los dos importantes sucesos antes mencionados.

En otro caso más antiguo, siglos antes de nuestra era, el poeta y filósofo Epiménides de Cnosos, del siglo VI d.C., empleaba una paradoja sobre la falsedad, conocida como “del mentiroso”. Afirmaba que “todos los cretenses son mentirosos”. Tomando en cuenta que él era cretense, entonces, de acuerdo con la RAE, ¿era un distorsionador y manipulador?

Para seguir complicando el tema, citemos el llamado gran incendio de Roma, ocurrido durante el año 64 de nuestra era, que provocó la primera persecución a los cristianos por parte del emperador romano Nerón, quien además aprovechó ese incidente para construir su Domus Aurea, recinto lujoso y enorme. Fuentes históricas indican que este acto fue premeditado en secreto por parte del gobernante para destruir esa localidad.

Todavía más, las religiones también son ejemplos concretos de “posverdad”. Como lo indica Yuval Noah Harari en su libro 21 lecciones para el siglo XXI (2018), “hace muchos siglos, millones de cristianos se encerraron en una burbuja mitológica que se refuerza a sí misma, sin atreverse nunca a cuestionar la veracidad de los hechos narrados en la Biblia, mientras que millones de musulmanes depositaron su fe inquebrantable en el Corán”. Aquellos eran relatos de “milagros, ángeles, demonios y brujas” infundidos y no demostrables, utilizados también para ejercer control social, político y psicológico.

Es por eso, continúa Harari, que cuando mil personas creen durante un mes algún cuento inventado, le llaman noticia falsa. Pero “cuando mil millones de personas lo creen durante mil años, es una religión”, y el problema radica en que cuestionar los actos de fe de estos creyentes provocará su ira.

La falsedad de la “posverdad”

Entonces, ¿por qué tanto temor a la “posverdad”? Este neologismo no describe actividades únicas o propias de los medios de comunicación actuales, tampoco de las redes sociales digitales. Estos comportamientos y acciones son previos

a ese desarrollo. Es lo ambiguo en la definición de esta palabra lo que infunde al error. Se infiere que la “posverdad” aumenta la crisis de credibilidad influida por la manipulación digital y todas las estrategias de las redes sociales, sobre todo por

la capacidad ilimitada de estas para poner a circular todo lo falso, crear opinión y adhesiones arbitrarias.

Es cierto que las actuales formas de comunicarnos y transmitir mensajes son disruptivas, pero eso no quiere decir que la “posverdad”, en estos momentos de la historia, sea más peligrosa debido al impacto e inmediatez de las redes sociales hiperconectadas. En todo caso, debemos señalar y resaltar el carácter expositivo que se logra mediante el uso de estas herramientas, aprovechadas por los grupos hegemónicos para descentralizar u ocultar su poder coercitivo y disminuir sus responsabilidades, tornándolo ubicuo, despersonalizado, confuso e ilimitado. Esas acciones sí son peligrosas y premeditadas. Sabiendo de sus implicaciones, estos grupos de poder las han utilizado a lo largo de la historia para influir en los comportamientos de las mayorías.

En su libro Posverdad (2018), Lee McIntyre va en ese sentido al analizar que esta actividad no es privativa de nuestra realidad contemporánea. Más bien tiene que ver con la forma en que los humanos reaccionamos ante la realidad y con que, una vez que somos conscientes de nuestros sesgos cognitivos, estamos en una mejor posición para derribarlos. Por lo tanto, para este autor, la “posverdad” es una falsedad tan indiferente a la verdad como lo es la tontería, ya que donde debe radicar su análisis es en la intención de manipulación propia de la mentira infundida por los grupos de poder.

Para McIntyre, el alegato “posverdadero” no se refiere al abandono de los hechos, sino a una corrupción del proceso en el cual estos son seleccionados y usados con consistencia para manipular las creencias de la persona sobre la realidad. Así, mediante esta actividad se produce una inversión entre lo falso y lo verdadero, que recae en el receptor del mensaje “posverdadero”, para que se construya una perspectiva falsa, desconfiando de la verdad o del contexto en el cual está situada.

A este proceso, McIntyre lo define como “supremacía ideológica”, que tiene como objetivo concebir y entender la realidad desde un único tipo de ideología, descartando la validez de las otras. Esos intentos de imposición son los que debemos tomar en cuenta. La posverdad no es una veracidad con formas literarias, es un intento o una búsqueda de dominación generalizada y focalizada en cúpulas de sujeción.

Ese aspecto ya lo había advertido Nietzsche con la muerte de Dios, entendido este acto como un deceso de la verdad epistemológica. Sobre todo porque a través de esta crítica se despliega el fin de los fundamentalismos y del sentido objetivo, único o totalizante de la verdad. A partir de su crítica, la verdad se desmitifica de sus pretensiones metafísicas y se reconoce como una creación humana. Nos advierte que ya no es universal, única e inmutable. Sino que todo deviene en un juego de interpretaciones, conflicto y luchas de sentido.

Para Nietzsche, ya no hay diferencias epistemológicas entre verdad y mentira. Más bien, estas dos dimensiones se resuelven en el mundo de la convención social, deviniendo en metáforas e ilusiones que se imponen a través de un juego retórico y de una determinada lucha de fuerzas. De ahí el ocaso de la verdad, del fin de su sentido absoluto, retomado y amplificado en nuestra cultura contemporánea.

Entonces, el problema de la posverdad no radica en la interpretación, más bien está en su modo de empleo. Para esos grupos que buscan imponer creencias totalizantes, es importante promover una verdad emotiva, una forma actual de crear y modelar a los receptores, en donde las emociones y creencias personales importen más que los hechos objetivos, o que estos tengan menos influencia. En esas actividades deben predominar los sentimientos, dejando de lado la realidad de los hechos en sí, impidiendo la búsqueda de contrarréplicas.

Es la eliminación de toda interpelación lo que se busca mediante la imposición de la posverdad. Ante el bombardeo de información, debemos aprender de las enseñanzas de Churchill y ser insistentes en que, en tiempos de crisis, siempre intentarán ocultarnos la verdad con una sarta de mentiras.

La Jornada Semanal

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