Los Libros

Invitación a emprender el viaje

Memorias de la luna oscura Ana Lucía Fonseca Cuentos EUCR 2021

“Yo era un extraño en la tierra. Al pisar la Luna, comienzo la alegre peregrinación a nuevas Jerusalenes en galaxias exteriores”

Stanley Kunitz en El vuelo de Apolo

El profesor de literatura, especialista en mitología y religiones comparadas, Joseph Campbell se pregunta al cierre de su libro Los mitos. Su impacto en el mundo actual (1972) ¿si estamos actualmente convirtiendo la mitología en hechos reales? Anticipo, la respuesta de Campbell va guiada a que la vivencia del mito despierte a los individuos en el conocimiento de sí mismos. Ese ineludible camino en pos del conocimiento de la propia divinidad se articula mediante la exploración de la condición humana, y lo podemos leer de la mano de las propuestas de la psicología jungiana, a la cual quiero aludir para explorar el enigma al que arquetípicamente se ancla la luna y que no es inocente llegue a nosotros a través del texto Memorias de la luna oscura de Ana Lucía Fonseca, galardonado con el premio Aquileo J. Echeverría en la rama de cuento 2021.

Precisamente, en el apartado del libro de Campbell, “El paseo lunar: el viaje exterior”, donde se da este cuestionamiento, el autor menciona el célebre pasaje de la Divina Comedia en la cual el poeta asciende del paraíso terrenal a la luna, siendo esta la primera parada en su vuelo espiritual al trono de Dios. Y es que, el camino a Dios, el “Yo soy, el que soy” bíblico, es entendido metafóricamente en la corriente jungiana como la configuración del sí mismo, fin último del proceso de individuación. Bajo esta perspectiva es, a través del conocimiento de las proyecciones y su significación, que las figuras del inconsciente reconocen autonomía y realidad a los individuos. Esas figuras del inconsciente: la sombra, el ánima y el animus, nos permiten descubrir en nosotros mismos las respuestas que nos alejan del ego, del falso yo, lo cual vemos representado de manera explícita en la serpiente enroscada del cuento “La serpiente y la daga” de Fonseca, como referencia a “la fuerza que conduce a la sabiduría, la liberación de las ataduras terrestres para alcanzar el reino divino” (p.50). Un reino que, contrario a la interpretación que se hace comúnmente, está en el viaje interior.

Al enfrentarnos al texto de Fonseca nos encontrarnos cara a cara con un simbolismo judeo-cristiano que ha permeado nuestra educación sentimental y contrario al discurso hegemónico sobre la “verdad”, ejemplificado en el dogma plasmado en Nicea, la autora posibilita a todo espíritu libre, cuento a cuento, la búsqueda de ese complemento (o polaridad diría Jung), que configura el balance de nuestra existencia humana.

Y es que los absolutos resultan en reproducción del poder, en el texto eso se plasma con claridad, porque el poder se ha valido de la colonización de nuestra consciencia dibujando balanzas maniqueas que son armas mortales, limitando la posibilidad crítica de enfrentar al mundo como lo que es, con sus contradicciones y con sus contrapesos.

Por eso, por el hedor de la mala doctrina, la duda foucaultiana de algo más, de otras verdades, y con la idea de subvertir el poder enajenante de una marca inseparable de nuestra cultura, la autora plantea, cual niña atribulada por rezos e historias o cual Jezabel —incrédula y opuesta a esa visión de Dios de los judíos—, alternativas críticas, que a su vez nos llevan casi obligatoriamente a revisitar ese libro mítico y simbólico, que en clave metafórica devela la existencia arquetípica del género humano, y bajo hermeneúticas patriarcales y fundamentalistas se ha perdido en la oscuridad de la luna, sin conexión con las sombras, con lo velado, con lo que ese compendio del inconsciente colectivo evoca en cuanto a la condición humana. De hecho, la búsqueda a la que nos invitan los textos de Fonseca está marcada por el acceso a la oscuridad, a la sombra, ese término jungiano que se refiere a los aspectos ocultos de uno mismo que han sido reprimidos o no se han reconocido.

En Memorias de la luna oscura, Ana Lucía Fonseca reposiciona los mitos del diablo, de la creación, del fratricidio, de la descendencia, de la traición, y en clave femenina sopesa los vacíos que, bajo lecturas dogmáticas, han impedido cuestionar. La voz de las y los señalados: Luzbel (el ángel caído), Eva (a través de Lilith), Caín, Ismael, Dalila, Jezabel, María Magdalena y Barrabás enuncian las otras versiones omitidas, negadas, desconocidas. Por lo tanto, procura restaurar ese equilibrio y refunda sobre la base mítica, no solo un viaje a esos inconmensurables símbolos que han sido vistos solo desde una perspectiva en Occidente, sino que los re-simboliza bajo el arquetipo de la luna. La autora toma posición frente a la construcción histórica de la interpretación de estos mitos y también ante la constitución dogmática como la realizada en épocas de Constantino, y cual Juana (la papisa) advierte la contradicción de unas escrituras que no se deciden por el lugar de lo femenino.

Así, Ana Lucía Fonseca fija el contrapeso en clave femenina que restituye a esa sociedad judeo-cristiana el balance del yin y el yang, del equilibrio entre ánima y animus. Una manera de, como lo dice el hereje de uno de sus cuentos, “Cultivar nuestro propio jardín” (p. 82).

Sin duda, la luna ocupa aquí un lugar central, como principio femenino, pero también como medida de lo humano, que desde lo externo influencia su interior. Ir afuera, como el viaje del poeta de la Divina Comedia, es ir a dentro en la búsqueda de lo divino, del encuentro con Dios. El ir dentro es encontrarse además con la oscuridad del ser y sumergirse más allá de la razón y de las ideas convencionales, para renacer como la luna, una y otra vez en la búsqueda de la propia luz. No en vano la mujer de Magdala y el nazareno tiene este diálogo en uno de los cuentos:

“¿A dónde vas mujer?, me dijo con dulzura casi altanera, como se le habla a una niña desobediente. A encontrar la noche, le respondí. La llevas dentro.” (p. 42).

Bajo el encanto y el embrujo de la luna, como símbolo del cuestionamiento, los cuentos tejen la dualidad. Así, encontramos en Astarté (diosa de la guerra, pero también del culto a la madre naturaleza, a la vida y a la fertilidad, así como la exaltación del amor y los placeres carnales) “la luz solar y la luna oscura” que “Todo lo sostiene y todo lo separa en la rueda de la vida y de la muerte” (p.36). Y también, como a Juana, las sombras nos cobijan camino a la libertad.

En Memorias de la luna oscura, las memorias, es decir, los registros de un pasado, son también un recuerdo de que, la luna influencia y pone en tela de juicio las verdades, que en este caso se enuncia son oscuras, están ocultas; por ello, esas memorias son otras posibilidades para trascender, las cuales sin duda están veladas en el inconsciente como sombra, ya sea porque nuestra cultura lo ha limitado o porque no hemos asumido la imperiosa labor de evocarlas. En ese sentido, si la propuesta jungiana es la de explorar simbólicamente la sombra (el inconsciente) para trascender las máscara (persona), en la búsqueda de la completud de los complejos que configuran la personalidad (ánima y ánimus), para llegar a la individuación; la invitación metafórica se traduce en estos cuentos para sanar, más allá de la individualidad, nuestra colectividad, nuestra cultura y posiciona el ejercicio crítico y herético como una alternativa. O como diría Campbell, convierte los mitos en hechos reales, en posibilidades y no en dogmas:

“Es —y siempre será, mientras exista la raza humana—, la vieja, inmutable y perenne mitología, en su “sentido subjetivo”, poéticamente renovada no en términos de recordado pasado ni proyectado futuro, sino del ahora: dirigida no para adulación o halago de los “pueblos”, sino para el despertar de los individuos al conocimiento de sí mismos no simplemente como egos luchando por un lugar en la superficie de este bello planeta, sino como igualmente centros de Inteligencia Libre, cada uno a su manera, en uno con todo y sin horizontes” (p.386).

Ana Lucía nos invita, de esta forma, a comenzar ese viaje, la peregrinación a las nuevas Jerusalenes que evocaba en la frase del poema de Kunitz mencionada al inicio, ese viaje a esas tierras prometidas que están esperando más allá de ese ego que simboliza la tierra y más cerca de las oscuridades de esa luna a las que como humanos, sociedad y cultura nos resistimos…

Jáirol Núñez Moya

 

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