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Ana Karénina: pasiones y desgracias de la vida conyugal

Un tren no siempre trae progreso, sobre rieles pueden morirse las personas, por accidente o por suicidio. En la estación de Moscú ella lo vio por primera vez, en otra estación ella miró al mundo por última vez. En el medio está una historia de amor y desdicha, una pasión contrariada por la violencia de un marido deshonrado, un hombre de Estado que en su deseo de venganza descubrió cómo su voluntad coincidía con las leyes humanas y con las leyes divinas; de lo cual se aprovechó con éxito para mantener cautiva a su mujer, aunque ella compartiera el lecho con su amante.

Es difícil conocer a cabalidad eso que nos hace desear a una persona y no a otra, tampoco importa mucho. Lo cierto es que cuando ese deseo se despierta el mundo se transforma, la vida se altera, el orden de las prioridades cambia y los obstáculos que aparecen en el camino no hacen más que encender el fuego interno de uno y de otro enamorado, tal y como les ocurrió a Ana Karénina y al conde Alexei Vronski.

Pocas cosas pueden arruinar tanto la vida de una persona como la opresión de sus deseos individuales, como la prohibición de su libertad. Las sociedades que lo han hecho tarde o temprano pasan a la historia como contraejemplos de una vida feliz, como fracasos políticos. Sin embargo, no es solo en los sistemas totalitarios donde se marchitan los individuos y sus aspiraciones; reglas, legislaciones y prejuicios, dentro de una clase social en apariencia libre y próspera, pueden llevar al sometimiento y al callejón sin salida a algunos de sus miembros; en el caso de la gran nobleza rusa del siglo XIX, a las mujeres adúlteras.

Alexei Karénin era un hombre rígido y respetado, estudioso y calculador. Tenía una esposa hermosa y un hijo a quien ella adoraba hasta la conmoción. Ana, su mujer, era mucho menor que él y a pesar de las comodidades que dan el dinero y una buena posición social, su vida no era feliz. Algo de esto le anticipa el narrador de la novela al lector atento cuando cuenta que, a pesar de todo su éxito, Alexei Karénin tenía las orejas muy feas, tal vez puntiagudas, tal vez muy levantadas.

Para los jóvenes de la nobleza rusa era natural competir entre ellos por las mujeres más bellas de su sociedad; para algunos, habitados por una subjetividad romántica, robarle el corazón a una mujer casada tenía un mérito aún mayor. El conde Vronski era uno de ellos. Militar, muy apuesto, soltero, bohemio y don Juan, nunca tuvo nada que perder. Ana sí, ella sí tenía mucho que perder… y lo perdió. Vronski quedó deslumbrado por la belleza de la señora Karénina, la seguía a todas partes, procuraba encontrarla en teatros y salones, lo cual a ella le emocionaba, le seducía y no tardó mucho en reconocerlo ante sí y ante el mundo, sin importar consecuencias.

Por más amor y deseo que condimenten una relación de pareja, en la vida conyugal nunca faltan las tensiones. Ahora, si el matrimonio no satisface a alguna de sus partes, sus reglas y presupuestos lo convierten en una prisión infernal de la cual no se duda en escapar cuando un tercero desencadena la pasión reprimida por la costumbre, por el decoro y por la conveniencia. Ana se dejó ir, no le importó nada, ni su hijo, ni su marido, ni las lenguas venenosas de la alta sociedad de Moscú o de San Petersburgo. Ella se entregó a Vronski primero en secreto y después a vista y paciencia de todos, incluido Alexei Karénin, a quien un día le confesó su traición, su infidelidad, su odio hacia él y su amor por Vronski.

Los grandes escritores modernos no predican, ni contaminan aquello que nos narran con sus idearios políticos, morales o religiosos; ellos exponen los conflictos de sus personajes en la acción, al relacionarse entre sí en un mundo social que los alberga y condiciona, un mundo social ficticio, hecho a la medida de lo que se quiere contar. Cada personaje, como cada individuo, tiene una historia única, la cual ordena su vida emocional y, de algún modo, explica su forma de actuar.

Alexei Karénin, Ana Karénina y Alexei Vronski son presentados con neutralidad y delicadeza, cada uno vive pasiones y sufrimientos íntimos que el narrador nos hace comprender al tiempo que nos va revelando sus experiencias pasadas y presentes, las cuales nos permiten entenderlos en sus encuentros y en sus desencuentros; entonces aquella información nos hace ser más tolerantes ante ellos aún y cuando en otros momentos los detestemos; y así, poco a poco, ese narrador magistral va diluyendo toda posibilidad de juicio moral y nos abre de par en par las puertas de la empatía, que es otra forma de enseñarnos a ser solidarios y generosos. A esto es a lo que Milán Kundera le llama “la sabiduría de la novela”.

Tolstói no toma partido por ninguno de estos personajes, a ninguno lo condena ni tampoco lo celebra. Su novela, publicada en 1877, lleva el realismo a una de sus mejores versiones. Ana Karénina contiene un mundo, una sociedad en la cual habitan muchos seres y, como en la vida, sus historias coexisten, en ocasiones convergen y en otras se independizan y se distancian.

Podría decirse que Ana Karénina es la historia de una suicida. Lo cual sería cierto si la novela fuera solo sobre esa mujer dependiente, sensible, hermosa y pasional que dejó todo por perseguir a un hombre, esa mujer presa que sufre hasta lo indecible por no poder conciliar el amor hacia su amante con el amor hacia su hijo. Pero no, la novela no es solo sobre Ana, su estructura está construida a partir de un juego de espejos entre tres parejas que, en su conjunto, nos abre un maravilloso panorama sobre el amor, sus rutas y sus dificultades.

Los espejos

“La vida conyugal es insoportable”. Esta es una frase que se repite una y otra vez a lo largo de la novela, a veces en boca de un personaje, a veces en boca de otro. Dicen las malas lenguas que Tolstói volcó en Ana Karénina la frustración que le generaba su propio matrimonio. Puede ser, lo cierto es que esta novela, en una estructura de alternancias que ha hecho escuela en la literatura occidental, nos va contando las relaciones amorosas de Esteban Arkadiévich y su esposa Dolly, las de Levine y Kitty y, desde luego, las pasiones desatadas en ese triángulo efervescente que forman los esposos Karénin y el intruso, el conde Vronski.

Así como el exceso de luz enceguece y no se puede soportar, una novela no está hecha solo de momentos de alta intensidad, algunos episodios desaceleran el ritmo para permitirle al lector comprender mejor lo que está pasando y para estimular su curiosidad por conocer el desenlace de la historia principal.

Esteban es un sinvergüenza, un hombre lleno de deudas que le ha sido infiel a su esposa Dolly con la institutriz de sus hijos. Él, a su vez, es hermano de Ana, íntimo amigo de Levine, también conoce a Vronski. Dolly, al enterarse de la traición lo hecha de la casa y de no ser por la intervención de su hermana Ana, Dolly no lo hubiera perdonado. Sin embargo, ella olvidó la traición y pudo reconstruir su relación, la cual, sin mucha pasión, se mantuvo hasta el final para bien de sus hijos y de la economía de su familia.

Kitty es la hermana menor de Dolly, es una muchacha ingenua y hermosa, Levine la pretendía con un amor sincero, pero ella prefirió a Vronski, quien la abandonó al enamorarse de Ana. Esto le dejó el camino libre a Levine para intentar conquistarla de nuevo, lo cual logra y consuma en un matrimonio feliz a pesar de las dificultades, los celos y las inseguridades de ambos. Un matrimonio que refleja por comparación la vida desgraciada de Ana, de su hijo Sergio, de Vronski, de la niña que nació y de Alexei Karénin.

Estas son las tres parejas cuyas vidas constituyen el material de una novela de extraordinaria profundidad psicológica, lo cual, probablemente sea la razón para que hoy en día la sigamos leyendo como si nos hablara de nosotros mismos y no de distantes rusos del siglo XIX. Y esto es así porque las costumbres, lo exterior, la vida material cambia, pero ciertas tribulaciones subjetivas permanecen en el tiempo y su verdad, contenida en la ficción, es lo que mantiene vigente a una novela, lo que la convierte en un clásico y le permite vencer la prueba más difícil, la prueba del tiempo.

Alexei Karénin nunca le concede a Ana el divorcio, así se garantiza que su mujer no pueda ser feliz con Vronski y que su relación con él sea siempre de naturaleza ilegal. Esta decisión, la de darle o no el divorcio, la retrasa y la retrasa hasta negarla definitivamente. Alexei Karénin se hace el bueno, el cristiano, el pobre hombre víctima de una mujer vil y miserable. Con esta actitud usa la culpabilidad como arma que lleva a Vronski a una tentativa de suicidio, después de la cual, en una indecisión del señor Karénin, los amantes se fugan para vivir su romance por Europa. Ana deja así su casa y a su hijo, a quien ya no le permitirán ver. Y esta separación entre ella y Sergio le genera tal desgarramiento que conmueve hasta las lágrimas al lector, en una tensión que sostiene buena parte de la estructura narrativa de esta obra maravillosa.

Pocas escenas de la literatura moderna deben ser tan dramáticas como el encuentro clandestino entre Ana y el niño Sergio el día de su cumpleaños, en ella está contenida la profundidad determinante del vínculo madre-hijo y los efectos de su ruptura por abandono. De igual modo, pocas novelas deben haber descrito con tanta precisión los procesos mentales de una suicida como esas páginas extraordinarias que nos cuentan los momentos finales de Ana, cuya vida termina sobre los rieles de una estación de tren.

Al igual que le pasa con Pedro en Guerra y paz, en Ana Karénina Tolstói expresa su visión de mundo, su filosofía existencial, su apuesta por la fe y por la bondad en la construcción de otro personaje deslumbrante, en Levine, ese hombre justo que reflexiona sobre la muerte, que ama a su familia y la vida rural, que desprecia la frivolidad de las clases altas rusas, que se siente vacío tanto con la religión que le enseñaron de niño, como con la ciencia occidental y con los complejos discursos de los filósofos idealistas europeos. Tolstói es Pedro y es Levine y sus novelas son verdaderas maravillas literarias, obras difíciles de superar en belleza, profundidad y arquitectura. Hitos ineludibles en la literatura de todos los tiempos.

Y como si no hubiera hecho suficiente, así, de pasada, en boca de un personaje secundario dice que en Rusia se ha despertado un odio brutal en el corazón de esos millones de siervos de la tierra, esos que casi no aparecen en sus novelas, esos que son el afuera de la nobleza y que un día se alzarán contra sus opresores. El final de esta profecía ya lo conocemos.

Ana Karénina no fue muy bien recibida por un sector de la crítica de su tiempo, lectores que, como suele pasar, enceguecidos por prejuicios de clase la consideraron solo como un drama de clase alta. Un hombre se apartó de este criterio y dijo de ella que era una obra maestra. Ese hombre se llamaba Fedor Dostoievski y yo coincido con él.

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