Los Libros

A la búsqueda de sí mismo  

Osando inspirarme en Proust, he escrito estas líneas de prosa poética de talante existencial que aspiran a reflejar esa búsqueda de sí mismo, con que da inicio toda búsqueda de la verdad como autenticidad axiológica. Ahora que todo ha pasado, me entretengo en recordar. Arqueología de la conciencia, el recuerdo se convierte en pensamiento al pasar la experiencia, del torbellino de la vida a la quietud del escritorio. Por eso, escribir se reduce con frecuencia a “la búsqueda de tiempo perdido”.

Aquella mañana no había hecho nada y, sin embargo, estaba completamente exhausto; contra mi costumbre, no había abierto ningún libro; pero bajo mi occipucio sentía mis sesos hechos añicos como vidrieras de una vieja escuela; tenía frío, aunque la temperatura subía y subía bajo los efectos de un sol estival, que jadeaba con el peso de su propio calor al acercarse al cenit. Todo a mi alrededor transpiraba paz; yo, sin embargo, sudaba angustia; mis ojos, miopes de cuerpo y alma, trataban en vano de disfrutar de aquel paisaje, sinfonía de verdor y montaña, voluptuosa danza de torrentes y brisa. En el silencio reinante, mis oídos solo captaban aullidos y lamentos. Tirado sobre la maleza, mi pesada anatomía palpaba por doquier las abigarradas formas de vida; por mis venas, sin embargo, solo corrían hiel y muerte; detrás de mí, se oían lejanas risas de bañistas, dentro de mí, murmullos de plañideras alrededor de mi propio féretro; si miraba al cielo, solo experimentaba el pascalino terror de los espacios infinitos; la hondura de los valles se me antojaban tumbas, mausoleos a mi memoria los cerros; hasta el azul del cielo evocaba en mi calenturienta fantasía el rostro exánime de una quinceañera envuelta en el blanco sudario de las nubes. Todo era tinieblas en ese radiante mediodía, frío glacial en medio del agobiante bochorno del Trópico.

Mientras la Naturaleza exhibía vanidosa, como un comerciante en su vitrina, la gama infinita de sus colores y figuras, mi mente solo atinaba a contemplar el fúnebre cortejo de mis pensamientos, que se perdían en la inexorable noche del absurdo; a mi alrededor, silenciosas melodías de pitagóricas esferas acariciaban mis tímpanos; sin embargo, por todas partes yo tan solo percibía estruendo de ruinas que caían. Fuera el Cosmos, dentro el Caos… Y mientras estallaba en arpegios el “Himno del Universo”, yo ¡qué extraño me sonaba entonces ese vocablo! me hundía en el nauseabundo pantano de la nada. Mientras Apollos se solazaba en los jardines de la madre Hera, Dyonisos violento gritaba a las Furias que abriesen las mazmorras donde se aprisionaba a la dulce Psyche…

Pero, ¿por qué había ido yo a parar allí? ¿Qué hacía yo acostado en el césped junto a ese río?… Ahora apenas me acuerdo, tan agotado estaba después de pasar la noche anterior largas horas de meditabundo insomnio. Dormí mal; voces dramáticas y extraños pensamientos me atormentaban en el sueño. Echado ahora junto al río como un fauno, entre parchones de la fantasía y retazos de la memoria, trataba de reconstruir lo vivido la noche anterior, mientras mis manos se entretenían perezosamente en arrancar hierbas o arrojar guijarros a la corriente. Una vaga esperanza me había traído allí. Quizás la Naturaleza tendría la secreta fórmula, la piedra filosofal, la fuente de la eterna juventud, que yo necesitaba para volver a la vida. Envuelto en esos pensamientos, dirigí una vez más mis ojos cansados al torrente del agua que borboteaba frente a mí salpicando mis pies desnudos.

De pronto, ante los ojos de mi mente, el agua dejó de ser el incoloro e inodoro protóxido de hidrógeno para convertirse, como Mercurio, en mensajero y símbolo del tan codiciado secreto de los dioses. Con su lenguaje mineral, el río me decía lo que era la vida. Permanencia en el cambio, la vida es como el agua: siempre cambiante y siempre la misma; como el río, el hombre debe siempre construir un lecho sin detenerse a descansar en él; a la manera del torrente —creador incesante de formas como la razón, como la voluntad jadeante impulso— para el espíritu humano detenerse significa suicidarse. La vida es como el mar: marea alta, marea baja; como el día, que distribuye las veinticuatro horas en doce de luz y doce de tinieblas. Nacer y morir, morir y nacer ¡eso es vivir! La muerte, semilla de resurrección, es como la carroña, en sus repugnantes entrañas incuba gérmenes de nueva vida… Y mientras mi vista se deleitaba contemplando el danzarín vaivén de las gotas, mi mente continuaba discurriendo… Sí, la vida debe ser como el río que convierte su salvaje choque con las rocas en delicada espuma, como la Naturaleza, que adorna las espinas con pétalos de rosa, extrae del hediondo fango el níveo aroma de los lirios y pone punto final a la tormenta con la polícroma firma del arcoíris. En el fondo de la lucha late el amor y en el seno de toscas conchas se ocultan perlas. El amor, ese domingo entre semana, es lujo y es gracia, pensaba yo mientras dos mariposas interponían su vuelo juguetón entre mis ojos y el agua; es dulce esfuerzo, apuntaba de seguido al detenerme luego a contemplar el perfecto aterrizaje de una abeja en la corona de una flor. Hace poco era una oscura noche de otoño, llovía con viento y había lodo y niebla por doquier; ahora todo era estallido de colores en una mañana de soleada primavera.

Con cara y corazón de adolescente volví a mirar las aguas, pero ya no vi más gotas danzarinas, ni delicadas espumas; de repente, el río montañés se había convertido en rugiente torrentada; sus oleadas asustaban, sus aguas podían ahogar; era grandioso e inspiraba respeto; hasta miedo daba; la otra orilla ya no me parecía tan cercana. Más aún, a poco caminar se comenzaba a oír el destemplado grito de sorpresa que lanzaban las aguas al verse precipitadas en el vacío y caer, convertidas en cascada, en las fauces de un abismo. No había que engañarse, esas aguas no eran mansas ni inofensivas como parecían. Al limpiar, no solo refrescaban, sino que arrancaban; podrían, incluso, sembrar la destrucción si se desbordaban; a fuerza de golpes, convertían en fina arena moles de granito. Símbolo del amor, también lo eran del compromiso; su alegría era de epidermis; en el fondo, rezumaban seriedad; volubles en la superficie, en su profundidad eran todo y solo firmeza; su movimiento era arrollador, su dinamismo procedía de las entrañas del Hades.

Sin la furia de Dyonisos, la dulzura de Eros y la luminosidad de Apollos solo pueden engendrar eunucos. El amor sin compromiso acobarda; el compromiso sin amor deshumaniza. La verdad del amor se funda en el amor a la verdad. Sin los ritmos de la justicia, las melodías del amor se convierten en alucinantes cantos de sirena. Las gargantas de un hombre no solo deben emitir susurros, a veces deben lanzar rugidos. Más que reconstrucción del pasado, el pensamiento debe ser construcción del porvenir.

Perdidos en las profundidades del subconsciente, comencé a percibir los primeros golpes de timbal que anunciaban el comienzo de aquella marcha fúnebre que Wagner dedicara a su héroe Sigfrido y que debió haber compuesto pensando en que serviría de orquestación al Juicio Final… Pero no, ahora no era el presagio de un final, sino tan solo el réquiem por un pasado.

 

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