El 27 de agosto se cumplen diez años de la muerte de Francisco Umbral, un prosista exquisito y un periodista literario que alcanzó a convertirse en el mejor columnista de la lengua española en la segunda mitad del siglo XX.
La confesión se la hizo a Jesús Hermida, su amigo: “Yo creo haber vivido siempre dentro de la literatura”. Afuera el mundo. La nada. Esa mirada sartreana que se fue transformando con el paso del tiempo, pero él, como buen lector de Martin Heidegger, fue, casi siempre, un ser de lejanías, que solo tenía un arraigo con la vida de la calle, y en especial con la vida de ese Madrid que le vio nacer, irse a provincias y volver para su conquista.
En Francisco Umbral todo era literatura, incluso el dolor, la ausencia, las ninfas de la noche, el erotismo, ese dandismo heredado, en parte, de Larra. Solo había una forma de conquistar Madrid: y ese mundo era la literatura.
El periodismo literario, ese que le daba para pagar en un principio la pensión oscura, de mala muerte, en barrios llenos de meretrices, que luego serían protagonistas de sus libros, de sus memorias, porque un niño de derechas todo lo utiliza para su fin último: la prosa, las revistas, los recuerdos reales o imaginarios, la literatura, que en su caso era la vida.
Hizo de sí mismo un personaje que se paseaba en el Café Gijón, en el Madrid de Franco y en los muchos cafés cortejados por intelectuales, escritores, periodistas, y aunque terminaría por alejarse de esa bohemia, lo que valía era la escritura que se materializaba en libros, en columnas, en reportajes de revistas: en la vida literatulizada.
Sobre La noche que llegué al café Gijón se desató toda una polémica porque los académicos insistían en que al título le faltaba la preposición y Umbral sostenía que él atendía al ritmo de la frase. Entre dimes y diretes esta era toda una declaración de su hacer poético: antes que las normas, la academia, está el lenguaje vivo, el lenguaje que sea capaz de contar y pasar en blanco y negro las múltiples ideas que rondan y se anidan en la cabeza del escritor.
No era, por lo tanto, una discusión banal ni de vagabundos literarios: era tan seria como la vida misma y la preposición ahí a mitad de camino contaminaba el texto, variaba su cadencia y el escritor se desvivía por aspectos como estos, que, vistos desde su poética, eran trascendentales.
Por cierto que La noche que llegué al café Gijón es una crónica extraordinaria de ese Madrid literario de la época, en sus páginas se encuentran, quizá, uno de los mejores retratos que se puede hacer del hombre de la calle y que carga a cuestas con su vejez inevitable.
La mayor prueba de su fidelidad última con la literatura la cumplió cuando estaba escribiendo Mortal y Rosa, y muere su hijo –Francisco Umbral Suárez (Pincho)—y él en vez de enviar la vida a la alcantarilla se aferró a la escritura. Frente a la muerte, la literatura. Frente a la nada, la lucha con esa vieja Olivetti por convertir en texto el desgarramiento, así como la derrota temporal en palabras que se enhebran una a una para tirar del sinsentido en que se convirtió la realidad tras la muerte del hijo amado.
Escribir como ejercicio que se confunde con la vida. La entrega a la literatura debía ser total y pasaba por el periodismo, la bohemia, la búsqueda incansable para darle sentido al sinsentido de la existencia, posición en la que se recogían ecos de ese Sartre que tanto lo influyó en su primera juventud, como habría dicho Juan Ramón Jiménez, poeta al que solía citar en sus escritos.
“Los inmensos telares de la literatura, extendidos ante mí, abiertos, palpitantes, cuando leo o escribo. Salvación única, tan febril. Ser la lanzadera y el hilo, el ojo que mira y la mano que teje. Quedar convertido en instrumento, en oficio, en tarea. Hacer de la vida un tapiz, porque la muerte no se merece la vida y no hay que reservársela. La literatura es al mismo tiempo el reino de la gran actividad. Todo en él está vivo porque todo está muerto. Cervantes y Proust no van a fallecer nunca. Sus personajes tampoco. Ellos son sus personajes. Como nunca han sido, nunca morirán. La literatura es el reino de la salud perenne. Cuando el mundo se nubla de dolor, el idioma no es solo el oficio, sino también la patria. El idioma, la literatura, lo que escribo y lo que leo, lo que me escribe y lo que me lee. Leo a los clásicos en la misma medida en que ellos me leen a mí. Leen al hombre que soy ahora, lo interpretan, lo iluminan, cuando yo los estoy leyendo. Aprenden de mí y cobra nueva dimensión con mi lectura. El torrente del pensamiento, de la cultura, es un río en que puedo hundirme a capricho, en que puedo ahogarme para salvarme. Nadie se baña dos veces en el mismo río de palabras. Los idiomas están fluyendo siempre. A ellos vuelvo cuando la vida abrasa. En ellos me refresco y canto. Tengo un alma lustral que va en ellos. Leer o escribir es ya la misma cosa. Es entrar en la rueda que se torna manantial, en el manantial que se torna paisaje, en el paisaje que se torna libro”.
Podría decirse que de esta cita de Mortal y rosa puede extraerse su poética completa: su vida por la literatura, el regusto por el ritmo de la frase, la búsqueda incesante de la perfección narrativa, los intertextos infinitos que pueblan la mente del escritor, su respeto y admiración por los clásicos y el latir vivo de la palabra eterna.
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“A la mierda Freud. A la mierda los sueños”. Con ese grito de guerra empieza lo que se ha considerado su obra cumbre entre más de cien libros: Mortal y rosa. Y es que Mortal y rosa arrastra, desde el título, ecos de esa poesía que siempre se filtra entre la prosa para asistir a su propia subsistencia vital. Nada de metafísicas baratas y gratuitas. La Muerte con mayúscula se ha impuesto a todo el proyecto de vida que en ese momento representaba el hijo frágil, que a sus cinco años no sabe defenderse, no sabe arrancarse la noble calavera para resistir el embate y cae vencido por una leucemia. Un escritor cualquiera hubiera claudicado, pero estamos frente a Umbral, para quien la escritura es la vida, el aire, la existencia, el todo en la nada, por lo que renunciar a la literatura es darse por derrotado y aunque no era un admirador de Hemingway, esta vez lo cobija la vieja frase del cazador de Illinois: un hombre puede ser destruido pero nunca derrotado.
Con Mortal y rosa, como metáfora de su propia obra, en la que hay títulos como: Las ninfas (Premio Nadal); Memorias de un niño de derechas; Las señoritas de Avignon; Y tierno Galván ascendió a los cielos; El socialista sentimental; El hijo de Greta Garbo; Trilogía de Madrid; Retrato de un joven malvado, Larra. Anatomía de un dandy; La década roja; El Giocondo; Los males sagrados; Las palabras de la Tribu; El fulgor de África, Madrid 1940; Nada en domingo; Las ánimas del purgatorio y La bestia rosa, entre otros, se constata su hacer literario, en el que el compromiso es absoluto y perpetuo con la palabra.
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Heredero de Ramón Gómez de la Serna, a quien tanto admiraba, con sus greguerías a cuestas, aunque no era esto lo que más apreciaba del escritor; y de los conceptistas, entre ellos Eugenio D’Ors, Umbral se hizo un animal de palabras desde muy pequeño, cuando leía El Coyote, ese libro infantil que todos los españoles leían en las tardes interminables del franquismo católico, moralista y pútrido, y del que bebían los ganadores de la guerra del civil.
En una polémica con Arturo Pérez Reverte llegó a decir: Mientras Pérez Reverte leía El Coyote, yo leía Hamlet. Luego, con su propio estilo, aceptó que era un fiel lector de El Coyote y que él era como “un etarra de la literatura”, ponía una bomba aquí y se iba a la otra esquina. Es decir, era un polemista profesional, provocador, incisivo, pero ese cruce verbal, esa lluvia de improperios y descalificaciones no era una lucha personal, sino más bien un ejercicio literario más.
De haber vivido en Costa Rica, a Paco Umbral lo habrían linchado a las primeras de cambio esos señoritos que escriben prosa y algunos hasta creen que hacen poesía, aunque, la verdad, no se sabe lo que realmente hacen, excepto despedazar el castellano al amparo de la posmodernidad, que nadie sabe, tampoco, qué es y hacia dónde va.
Memorialista, cronista, periodista literario, columnista, novelista: a Umbral le iban muy mal los géneros, lo suyo era la escritura total, trazada sobre la base de que la palabra todo lo alumbra. Antes y después la palabra. El escritor que no es capaz del manejo perpetuo de la palabra, diría, se equivocó de escenario, que se vaya a los toros con sus tristes verónicas, porque el animal para domar en su campo es la palabra. Es con ella con la que ha de luchar, y, apropiarse de la palabra, significa hundir su vida en la lectura y en la calle. Sí, para Umbral hay que bajar a la calle, al comercio, al rastro, a los cafés, donde el lenguaje palpita, está vivo, donde el escritor que ha aprendido a escuchar puede apropiarse de los giros, de las expresiones, de las invenciones del hombre de a pie que en esa lucha por la subsistencia suelta, acaso sin saberlo, la imaginación que se transparenta en palabras.
Por eso, en varios de sus libros nos dice que se escribe con cosas, como ya muy bien lo había dicho Neruda en varias de sus odas, entre ellas la Oda a la cebolla: no se puede medir a un escritor por la abstracción. Los teóricos están bien en las academias, pero no en el ruedo de los escritores, donde, inevitablemente, estarán condenados al fracaso, al abucheo, aunque los haya muy sagaces y se las ingenien para recibir y comerciar con premios literarios de libros que nadie lee, y cuyo valor literario se estropea con la primera mirada crítica y profunda.
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El poeta Darío Jaramillo Agudelo aceptaba en Escribir es lo que cuenta -libro editado por Heriberto Fiorillo, heredero de la mafia de La Cueva, de Barranquilla- que su escritura la fue construyendo los fines de semana, cuando se encerraba para escribir, porque de lunes a viernes era un empleado: “soy un escritor de fin de semana”, afirmaba.
A Umbral ese estilo no le iba. Lo suyo era respirar día y noche ese aire literario que tanto necesitaba, y a nuestro escritor nada le era ajeno, aunque los suyos eran tres temas favoritos: los políticos, las mujeres y la literatura. Los primeros no precisamente para admirarlos, sino todo lo contrario, para mostrar, las más de las veces, su servilismo al poder, su imbecilidad, su falta de compromiso y su comercio con la ilusión de las gentes, mientras que las mujeres eran un referencia constante y formaban parte de su dandismo y de esa exaltación del erotismo que, como lo confesó una vez, era más propio del personaje que de la fiereza del hombre real. Y la literatura, ya está dicho: era el alfa y el omega en este madrileño que llegó de Valladolid para abrirse paso a golpe del picoteo de su máquina de escribir. Nunca escribió en computadora, lo suyo era el golpeo de las teclas que jalonaban historias, desencantos, putas de media noche, en fin, la vida sucediendo en ese torrente de escritura que era su arte de narrar.
La conquista del paraíso literario que suponía Madrid no le fue fácil, muchas veces, confesó en La noche que llegué al café Gijón, había que tirar del carro con entrevistas mal pagadas y con personajes segundones, los que, sin embargo, servían para la causa mayor: sobrevivir escribiendo, tecleando como buen mecanógrafo de la vida, en una mecanografía que no solo honraba a su abuela, que insistió en que el niño aprendiera ese oficio, sino que era por la que pasaba un estilo, el estilo todos los días perseguido, depurado, como un inmenso hilo sin fin, por el que habrían de pasar las noches de Madrid, las memorias de la posguerra, la continuación de los episodios nacionales galdosianos: la literatura que llevaba en la piel, en los huesos, en la melena de ese león-dandi-lírico que aspiraba a convertir en literatura cualquier acto de la existencia.
El ser transformado en literatura y volcado en más de cien libros al cabo de su muerte. Antes del zarpazo final vinieron algunos premios como el Nadal en 1975 y el Cervantes en el 2000, aunque su vanidad iba más allá: porque a él lo que le enorgullecía era haberse ganado la vida desde la escritura, sin intermediarios, sin que hubiera distracciones bancarias, burocráticas o partidistas.
La Academia de la Lengua se le resistió, pero al cabo de los años, como sucede en los requiebros de la vida, la que más perdió fue aquella, porque la prosa del escritor madrileño-vallisoletano se ha ido imponiendo, aunque es probable que las generaciones más jóvenes lo desdeñen e incluso lo desconozcan.
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Umbral no era un gran constructor de universos, como sí lo eran, por ejemplo, la mayoría de los representantes del boom, lo suyo era un trabajo continuo con la palabra que se tejía eternamente y saltaba del ensayo a la memoria, de la crónica, al diario íntimo, a la semblanza extensa, la columna o la novela. Era el ejercicio de la yuxtaposición más que el de constructor orgánico, como bien lo apuntó el crítico Miguel García-Posada en su libro El látigo y la rosa, en el que hace una antología con varios textos del autor.
Lo que sí es cierto es que a Umbral no se le puede pasar por alto, ya sea porque no deja indiferente a nadie, o porque cuando se le toma el gusto a esa prosa poética, en la cual la tensión estilística se procura llevar al nivel más exigente, se comienza a disfrutar la apuesta por la totalidad del lenguaje. En Umbral poco importa que esté hablando de Madrid, de Esperanza Aguirre, Aznar o toda la derecha del PP con su corrupción a cuestas. Lo que interesa es esa mirada única. Esa mirada lúcida. Poética. Lírica. Barroca y llena de ecos de la calle. La calle, la calle, la calle: en este prosista es esencial. Tenía una gran habilidad para transformar la realidad desnuda en vida literaria.
Fueron muchas las trincheras de las que se valió para contar esa realidad. El columnismo fue una de esas formas.
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Para Umbral el periodismo literario: semblanzas, reportajes y crónicas fueron el pan y el alimento de cada día en aquel Madrid de Franco primero y luego de la transición. Como bien lo dijo en La noche que llegué al café Gijón, el desafío era vivir de la palabra, ganarse la vida apunta del picoteo incesante de la máquina de escribir, porque con ella cada letra, cada sílaba parecían tomar una fuerza distinta. Y en ese periodismo, sinónimo de estar siempre en la calle para apropiarse del lenguaje de la gente que viajaba en el Metro, de la gente que se paseaba por las plazas, por los cafés, por los bares de la noche, no podía faltar la columna.
Hay claro, en todo este periodismo, ecos de César González Ruano, de Larra y de Pla. Y en la columna, ya fuera en revistas, ya fuera en El País o en El Mundo, entre otros medios, Umbral volcó todo su estilo inconfundible, su memoria simultánea, su urdimbre infinita, su palabra perpetua. Si solo se hubiera dedicado al columnismo, su nombre se habría salvado, con creces, de ese olvido que el tiempo va instalando tras la sombra de la muerte.
Los placeres y los días fue el nombre de la columna que por muchos años escribió en El Mundo. La política, la sociedad, el fútbol, los toros: todo cabía en esas cuarenta y tantas líneas desde la que desarrolló otra de sus facetas: la de polemista.
La polémica, tan ausente en los medios costarricenses, donde se comete la impertinencia de creer que se ataca a personas y no actitudes, acciones y decisiones, fue elevada a un grado supremo por Umbral, a quien le gustaba provocar, claro está.
Ya en uno de sus diccionarios famosos con la editorial Planeta, se había cargado a Pío Baroja, por su descuida prosa; a Francisco Ayala, por su falta de imaginación; a Salvador Maradiaga, de quien repitió lo ya dicho por Ortega y Gassett: “era un tonto en cinco idiomas”. Ni Leopoldo Alas Clarín se salvó del afilado cuchillo de Umbral, quien, muchas veces, lo que hacía era literaturalizar al personaje, porque a la vuelta de los días olvidaba lo dicho y prueba es que en Mortal y rosa, cuando habla de evocar antes que describir cita a Baroja: ‘Era una calle con olor a pan’. Y acto seguido sostiene: no hay más que agregar ni decir para que el lector desate la imaginación en torno al tema.
En la segunda mitad del siglo XX, Umbral se convirtió en el mejor columnista de España y probablemente de la lengua española. Su regusto por la palabra, por la cadencia, por el ritmo, por la sorpresa, por enhebrar un asunto muchas veces sacado de la insignificancia para ponerlo en la mesa de discusión de cada mañana, hicieron de este escritor un maestro del columnismo.
Los placeres y los días, nombre alusivo a un libro de Proust, que se publicaba en la última página de El Mundo, era un derroche de exquisitez, de imaginación, de mala hierba a veces, de tinte político en otras, pero siempre respondía a un estilo inimitable, propio, barroco y punzante, una fiesta de la literatura y el periodismo en una cuartilla, como se decía antes de que Internet lo arrasara todo, incluido el periodismo y dejara solo una estela de nostalgia y ayeres, y de rotativas vacías y anacrónicas.
En esta columna, como su inmensa obra, se ajustaban a lo que el crítico Miguel García-Posada definió como: la rosa y el látigo.
La muerte lo sorprendió el 28 de agosto de 2007, cuando ya tenía avanzada lo que sería su última columna, y que quedaría inconclusa para la eternidad: Las uvas doradas.
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