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“Los espectadores miran su propia imagen en el espejo”

La Muerte y la Doncella de Ariel Dorfman (Argentina, 1942), compuesta por tres actos y ocho escenas, y escrita en 1990, es la obra de teatro chilena más representada en el mundo.

La Muerte y la Doncella

Ariel Dorfman

Teatro

Ediciones de la Flor

1992

La Muerte y la Doncella de Ariel Dorfman (Argentina, 1942), compuesta por tres actos y ocho escenas, y escrita en 1990, es la obra de teatro chilena más representada en el mundo. En palabras del dramaturgo, su escritura fue lenta y cuidada a la luz de una nación aún resquebrajada por la violencia de Estado: “[T]uve la intuición de que en esta obra podría explorar las preguntas más esenciales que los chilenos angustiosamente nos estábamos planteando en forma privada, pero que rara vez veían la luz pública” (1992: 90). Dorfman, escritor consolidado en diversos géneros literarios, vivió el exilio poco después del golpe de Estado contra Salvador Allende.

La pieza dramática fue estrenada en Broadway en 1992; llega al séptimo arte bajo la dirección de Roman Polanski en 1994 y las actuaciones fueron de Sigourney Weaver, Ben Kingsley y Stuart Wilson. Está compuesta por los cinco apartados: “Una obra teatral sobre la justicia y el perdón”, a manera de comentario, escrito por Elie Wiesel (1928-2016), un sobreviviente del Holocausto judío; el texto dramático propiamente; un posfacio a manos de Dorfman y, por último, dos comentarios más: “La melodía del monstruo” de Matthias Matussek y “La venganza es un campo minado” de Benedict Nightingale. La dedicatoria está dirigida al dramaturgo Harold Pinter (1930-2008, Premio Nobel de Literatura 2005) y a María Elena Duvauchelle (actriz chilena, 1950).

Las acotaciones, en el primer acto, preparan a los lectores con dos elementos que convergen en la antesala de la obra: el ruido del mar y el revólver (tampoco es descuidada la portada del libro con la imagen de este último). Son solo tres personajes: Paulina de carácter retraído y reservado, producto de la experiencia violenta durante el régimen de terror pues fue secuestrada, torturada y violada; su esposo, Gerardo Escobar, encarna la racionalidad que por momentos se ausenta en Paulina; y el doctor Miranda, actor que cierra el triángulo de un acto de violencia que data de años atrás. La muerte y la doncella se teje entre sombras –en la noche inician los hechos–, en las que se vislumbran las personalidades tan disímiles, pero conectadas por un aparente hecho común. Triangulan un pasado de dolor: ella es la nación atropellada en su subjetividad y en el tejido social; Escobar, cual Informe Rettig, pretende que su país recupere la cordura con la Verdad como estandarte; y el médico representa la conjunción del Bien y el Mal por la naturaleza de su profesión y el ejercicio que de esta hizo durante la dictadura.

Me permito abrir un paréntesis: Jorge Luis Borges en el relato “El sur” escribe: “Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones”. En la soledad del camino a la casa de la playa, se poncha un neumático del auto de Escobar; es un fin de semana largo, llueve, ya es de noche y el mar golpea con fuerte oleaje la costa. El individuo en la oscuridad del camino es la distracción de Roberto Miranda. Si hubiera seguido su destino sin distraerse, otro fin tendría la pieza teatral. La figura de Escobar conectará la memoria frágil de su esposa con el desenfado del médico; después de todo, otros tiempos se viven en la nación. ¡Qué ironías planta la vida! Escobar es la causa de la detención de Paulina durante el régimen y ahora reúne a la víctima con su victimario. Fin del paréntesis.

El mar está calmo. Hace su intromisión, en el segundo acto, la referencia intertextual de Der Tod und das Mádchen de Franz Schubert (Austria, 1797-1828); las conexiones posibles entre el título puesto por Dorfman y la pieza clásica del músico austríaco son múltiples. Echemos una mirada al (pre)texto de la composición musical. Der Tod und das Mádchen es un viejo poema del siglo XIX escrito por Matthias Claudius (Alemania, 1740-1815) que relata la acechanza de la Muerte a una Doncella, quien, temerosa, rehúye su atención; después de todo, es demasiado joven para morir. Es indudable el peso que el diálogo cobra acá. Pues bien, la intertextualidad que ha querido darle el dramaturgo a su obra bosqueja unas cuantas lecturas. La primera es la doble o hasta triple función que la pieza de Schubert cobra para Paulina y Miranda, pues a ella le brindó calma en los momentos más aterradores de la experiencia de tortura. En el caso particular del médico, pueden leerse dos posibilidades: encontró en la composición musical la fortaleza para cometer los actos, forzado por las circunstancias de sus propios demonios, y la estrategia para apaciguar a sus víctimas.

Si hace 15 años atrás el doctor Miranda era la Muerte acosadora de Paulina –la doncella–, ahora es, en esta segunda lectura, la inversión de papeles, la preponderancia. Paulina se desdobla en “otra” que acecha y habla como lo hizo su torturador, empleando las mismas palabras y, peor aún, el dedo huesudo acechador de la Muerte ha sido trastocado por el revólver que temblorosamente sostiene durante la obra.  

No resulta casual descifrar que Paulina y el doctor Miranda han personificado el poema, han revisitado sus papeles en cada nota musical escuchada en los cuatro movimientos. Si en un primer momento Miranda tuvo en sus manos el frágil hilo de la vida de Paulina, la suerte ahora lo coloca como ser indefenso, pero siempre soberbio, frente a la mujer que puede con solo halar el gatillo acabar con su existencia.

Cabe preguntarse: ¿qué hace y dice Gerardo Escobar mientras todo acontece? Él tampoco está exento de culpabilidad. A Paulina no solo la acechan los fantasmas de la violencia sobre su corporalidad y su subjetividad desecha, sino también el trastabillar de la relación presente. La coyuntura del momento ha mostrado, ya en la lectura del segundo acto, mentiras por parte de Escobar, titubeos de su infidelidad, dudas de la racionalidad de su esposa y una entrega a medias en la situación vivida. Él materializa la Justicia, la Verdad y la Reconciliación, pero a veces el sistema olvida que los sentimientos son más fuertes que esas palabras. Con todo y todo, su esposa resultó más fuerte de lo que Gerardo Escobar imaginaba. Sale airosa de la confusa experiencia que viven.

En el tercer acto, ella mira el mar, siempre sostiene el revólver. El giro dado acá es temerario: Paulina ya no dudaría en halar el gatillo, acabar con Miranda y asumir el refrán “Ojo por ojo, diente por diente”. No obstante, la jugada del dramaturgo importuna a los espectadores/lectores previamente a la escena final, pues entre la oscuridad y las últimas palabras de Paulina, se muestra esta acotación: “Paulina y Roberto van siendo tapados por un espejo gigante que les devuelve a los espectadores su propia imagen. Durante un largo rato, mientras oyen el cuarteto de Mozart, los espectadores simplemente miran su propia imagen en el espejo.)” (1992: 82). El recurso especular ha traído a colación el sacrificio de la mujer en aras de la integridad de los otros, mayormente hombres, en una sociedad donde la violencia no solo ha sido producto de un sistema militar, político y social, sino que también cuenta con la complicidad y el silencio de todos los individuos reflejados en el espejo.

Me atrevo a afirmar que Paulina y Miranda, en el teatro, escuchando Der Tod und das Mádchen, han conjugado la Reconciliación Nacional por la razón de que se saben culpables. Paulina conoce la culpabilidad del médico, fallando al Juramento Hipocrático, en las torturas y las violaciones; él sabe del secuestro y el acoso del que recientemente fue víctima. “Tú sabes algo de mí, como yo sé algo de ti”. Equilibrio de la memoria, de la culpabilidad, de la venganza. Complicidad de un tercer individuo que se instala entre ellos dos: el Silencio.

Abordé en el I ciclo el estudio de La Muerte y la Doncella en Humanidades I (en el curso de Comunicación y Lenguaje, grupo 69, Opción Regular). La literatura no sería lo que es sin la apertura a ser abordada desde la heterogeneidad de lecturas, sin las interpretaciones y las analogías que devienen de producciones artísticas, por lo que, consecuentemente, comparto en esta reseña la interpretación que hicieron Benavides, García, Granados, Hernández y Leitón (2018) cuando mostraron la hipótesis que explica el final de la pieza dramática. Para ellos, el cierre es el inicio de La muerte y la doncella por la memoria, quizás confusa, de Paulina; el desconocido que conversa con su esposo es, efectivamente, el doctor Miranda. Ella, escondida en la penumbra del teatro, reconoce la voz como la de su torturador e inicia un viaje vertiginoso y enfermizo al pasado conjugando su aterradora experiencia con el deseo apremiante de cobrar venganza. La memoria, reforzada por la mirada entre ambos personajes, cual fuerza poderosa, es para los estudiantes tan acuciante como lo que podría darse en la mente de una persona que ha sobrevivido a un hecho de dolor como el retratado por Dorfman. La memoria materializa en la mente de Paulina deseos de atar, acosar, juzgar y castigar al victimario; la sociedad no le funciona para sus propósitos, por lo que toma la justicia en sus propias manos.

Finalmente, Ariel Dorfman, con La Muerte y la Doncella, no solo ha apostado por mostrar esa fracturada nación –que es una y otras–, pues, después de todo, ninguna está exenta del terrorismo de Estado. Además, escribió una pieza alucinante de la memoria, del perdón y del acto humano de continuar: “Después de unos instantes, ella se da vuelta lentamente y mira a Roberto, que la está mirando. Se quedan así por unos instantes. Después ella vuelve y mira al frente” (p. 85). Mirar al frente parece ser la tarea que debemos asumir sin dejar de lado lo que nos rodea.

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