Es de todos sabido que la literatura es la dimensión estética de la palabra, se da cuando la palabra busca prioritariamente ser el vehículo de la experiencia estética. Igualmente, para nadie es un secreto que la literatura se manifiesta en diversos géneros; uno de ellos es el cuento que, a su vez, forma parte de una de las tantas manifestaciones en que se expresa la narrativa. Pero con frecuencia se incurre en el error de creer que la diferencia entre el cuento y la novela —dos géneros de reciente creación, pues datan del Renacimiento, no hace más de seis siglos— es tan solo cuantitativa, el cuento sería una narración breve, mientras que la novela es mucho más extensa. Sin embargo, eso no es así, ya que hay cuentos largos y novelas breves, las más célebres de estas últimas fueron escritas nada menos que por Miguel de Cervantes, mientras que hay cuentos de Chejov, igualmente célebres, que no son tan cortos. La diferencia entre uno y otro género es cualitativa, es una cuestión de estructura. En su estructura, la novela es más compleja, se acerca, por no decir se inspira, en el drama, en donde la creación de personajes se da dentro de una trama cuyo desarrollo forja el tiempo escénico, en cuyo interior se desnuda el perfil de los personajes al mismo tiempo que desemboca en un desenlace final, que es feliz en la comedia, o trágico en los otros casos: drama y tragedia. La máxima expresión del teatro es la tragedia. Esto mismo se refleja en la novela, nada más que esta no se da en un escenario visual, sino tan solo narrativo. En otras palabras, en la novela se revive un acontecimiento y se deja al lector sacar las conclusiones.
Por el contrario, en el cuento lo importante son los detalles que solemos llamar anécdotas. De esta manera, el cuento se acerca más a lo que podríamos llamar una “parábola”, como las contenidas en los evangelios. Pero el cuento va más allá de la anécdota, pues deja una lección o invita a una reflexión de carácter ético o, incluso, metafísico. La anécdota se convierte en un chispazo que nos abre a dimensiones que van más allá del evento temporal y se sitúa en ámbitos de una mayor hondura, como sería el cuestionarse por el sentido de la vida; en otros casos, el cuento se vuelve paradoja en la medida en que muestra que la razón no es capaz de dar cuenta del comportamiento humano y, con ello, se cuestiona si la razón puede ser el tribunal supremo que juzgue el valor del existir. Todo eso suele hacerlo igualmente la novela, pero en dimensiones que trascienden la anécdota y se sitúan en un ámbito de mayor amplitud temporal, que puede, incluso, abarcar toda la vida de un personaje, o un período histórico. Por su parte, si lo comparamos con las artes plásticas, el cuento se asemeja a la acuarela, que funde el espacio en un instante del tiempo, deja una impresión que por su densidad trasciende la brevedad de la impresión, por lo que incita a la reflexión. Así, una anécdota se convierte en una lección de vida.
Linda Berrón, autora de una colección de cuentos titulada El eterno transparente (EUNED, San José, 2021), es de origen castellano, pero lleva muchos años conviviendo en nuestro país. Su narrativa es austera como el paisaje de su tierra natal, pero de una belleza en donde la palabra habla por sí sola, sin el recurso al retruécano, ni a la emotividad romántica. Detrás de cada narración se oculta una especie de aura de misterio, que no pocas veces envuelve el relato y se constituye en una especie de anteojos con los que debe el lector leer todo el cuento. Esto se nota, de manera particular, en el relato que da nombre a toda la obra, cuento que, dicho sea de paso, evoca al autor más influyente de la literatura del pasado siglo: Franz Kafka. Sin embargo, no hay en Berrón complejo de culpa, tan solo carencia de ubicación en el espacio y tiempo existenciales. La ausencia de sentido de la vida nos lleva a preguntarnos por la dimensión óntica de la realidad misma. ¿Vivimos en un mundo real o somos tan solo el decorado de un escenario de teatro donde privan tan solo las apariencias? ¿Es la vida un sueño como en la célebre reflexión de Calderón de la Barca? ¿Se reduce la vida a un relato donde lo único real son las palabras, como en los cuentos de Jorge Luis Borges? No se trata aquí de la futilidad del tiempo, o de la fragilidad de la existencia como lo es para los existencialistas, sino de algo de mayor hondura, en donde nos ubicamos en el lodo con el que estamos hechos, como lo que somos realmente. Hay, en el trasfondo de esta problemática, una crisis de identidad, como en Kafka, una búsqueda de la identidad, sin esperar, por ello, una solución satisfactoria; la ignorancia respecto del sentido de la vida radica en la ignorancia en torno a nuestro propio yo, sobre la realidad con la que se hila la trama de la existencia. Más allá de la algarabía de las palabras, se oculta la inquietante pregunta en torno a la densidad óntica del existir. La anécdota se valora no por su dimensión ética, sino como incitación a la reflexión metafísica.
Los cuentos de Linda Berrón constituyen un aporte único en la narrativa nacional. Hemos de agradecer a la autora no solo el haberlos escrito como tributo a la lengua de su tierra natal, sino, en no menor medida, el habernos facilitado con su escogencia antológica su trayectoria literaria, lo cual le da a la obra un valor de fuente primaria en la historiografía de nuestra literatura.