Forja

Las Meditaciones de Marco Aurelio

Marcus Aurelius Antoninus, Marco Aurelio Antonino (Roma 121-Vindobona 180 d.C.), fue el último emperador de la Edad de Oro.

Para Juan Diego Moya Bedoya

Marcus Aurelius Antoninus, Marco Aurelio Antonino (Roma 121-Vindobona 180 d.C.), fue el último emperador de la Edad de Oro. En sus Meditaciones, notas filosóficas para el buen vivir, tienen cita la magnanimidad de este filósofo emperador, quien supo armonizar su conducta y sus cogitaciones, matizando las enseñanzas de la Estoa (Pórtico Pintado, en Atenas) en su tercera y última época.

La obra comienza con un gesto de gratitud permanente, letanías hacia su linaje (abuelo, padre, madre, bisabuelo), maestros (Diognetes, Rústico, Apolonio, Sexto, Alejandro, Frontón), amigos (Catulo Cinna, su hermano Severo, Máximo) y hacia su padre adoptivo, Antonino Pío. Y todos estos bienes -indica- “gracias a los dioses”.

Frente a la variabilidad de carácter y al capricho de Adriano, Marco Aurelio siempre se mostró de buen carácter y sereno [como su abuelo Vero (1, 1)], sin opulencia y frugal en la vida privada. Todo un caballero campesino sencillo y práctico (A.S.L. Farquharson), y sin fronteras para el afecto, humanitario. El lema de este pacífico emperador, y últimas palabras de Antonino Pío a su sucesor antes de morir, fue “ecuanimidad” (“aequanimitas”), elegante recordatorio de la doctrina estoica.

El largo reinado de Marco Aurelio estuvo lleno de adversidades: los partos invaden Armenia (cuya campaña fue muy costosa), pero sale triunfante; para desgracia de los habitantes de la península, la peste traída por las tropas fue devastadora. Después los bárbaros, allende el Danubio (166 d.C. y, posteriormente, 169-174 y 177-180), lo ponen en jaque, vende los tesoros de su propiedad para hacerle frente a los gastos de la campaña (Dión Casio). En 175, Avidio Casio se proclama emperador en Siria, pero es asesinado por sus propios soldados a los tres meses de la rebelión. Marco Aurelio perdona a los sediciosos y prefiere olvidar los nombres de los implicados, destruyendo las pruebas de esta (C. García Gual). Marco Aurelio envejece tras la itinerancia forzada.

En el año 176, Marco Aurelio visita Atenas y funda cuatro cátedras de filosofía (la platónica, la aristotélica, la epicúrea y la estoica). Se inicia en los misterios de Eleusis. [Marco Aurelio nombra solo una vez (11, 3) a los cristianos para criticarlos, debido a la disponibilidad de estos para el martirio y los persiguió políticamente porque los consideró una secta de fanáticos y extravagantes enemigos del Imperio. Opuso la suavidad de la razón divina del estoicismo a la fe intransigente de las creencias reveladas (tan gustosas de hacer aquelarres). Su ideal de sabio racionalista chocó con las promesas cristianas acerca del más allá, llenas de fantasía y engatusadoras del pueblo, según Marco Aurelio. Dirigidas a él, o en su período, se escriben en griego las principales Apologías cristianas, la de Justino, Taciano, Atenágoras y Teófilo.]

Dividida en doce libros bastante breves, las Meditaciones no son un diario -ni intimista ni melodramático-, pues no hay referencias al momento (ni fechas ni paisajes) en que fueron escritas. Hay dislocación entre unos fragmentos y otros; se está ante apuntes escritos a vuelapluma. Pero sí hay un hilo conductor y esencial: la desnudez de lo accesorio y la invitación moral; el tiempo es un enemigo implacable, aliado eficaz de la muerte. Por eso vivir es un arte que se acuesta más a la lucha que a la danza (7, 61). Marco Aurelio es el único escritor antiguo de origen hispano en expresarse en la lengua de la Hélade y de quien se conserva obra bilingüe. Fue familiarizado con la retórica latina por Frontón [cuyo intercambio epistolar en latín se conservó y que, en la Antigüedad, tuvo -la carta- entidad plena como género literario (H. Görgemanns)] y con la griega por Herodes Ático. El tono de estos apuntes filosóficos es severo y adusto, con reveses del azar en medio de las injusticias humanas. Esto último se entiende dado que “la obra fue escrita en los campamentos militares desde los que el emperador hacía la guerra contra las tribus bárbaras” (José B. Torres). Se sobreentiende que escribió “para sí mismo” (Tà eis heautón, “cosas para sí mismo”, título de la obra en griego), no predicó a sus soldados pero sí los acompañó en plena batalla hasta contraer la peste en un campamento del limes germánico contra los bárbaros.

La causa primera para Marco Aurelio es la Naturaleza (physis, en cuanto principio generador), la Madre, productora -que atraviesa todas las cosas y le da razón de su subsistencia y su mudanza; el ser humano es parte de ella y será reabsorbido por la transformación de la razón seminal (lógon spermatikón) que le engendró (4, 14). Esto equivale a decir que la existencia humana es formada, vive y se disuelve. Lo segundo nunca logra controlarlo, menos el nacimiento y la muerte: “márchate, pues, reconciliado, porque el que te libera también está reconciliado” (12, 36).

Pedagógica y políticamente la desarmonía social se combatiría educando al ser humano para que imite “a las abejas y a los astros”. Los dioses también son producidos por la Naturaleza, pues es la causa primera; y el buen comportamiento se designa como veneración a los dioses. La injusticia es impiedad porque contradice el mandato divino a la comunidad (9, 1). Es decir, los dioses son modelos de la sociedad humana; en los cielos no hay sediciones ni peleas sino armonía y matemática. Marco Aurelio es pragmático respecto de la religión: “hay que portarse bien exista o no exista Zeus”. En consecuencia, a la divinidad no se le debe pedir cosas, sino un “estilo de vida” acorde al intelecto conductor (hegemonikón) que mora en el fondo de todos, lugar irrefutable de la divinidad, en conformidad con el logos (homologoumenōs). No se ama al prójimo por él mismo, sino por mí (2, 9); aquí brilla un solipsismo intelectual: “¿Quién yo mismo? La razón (8, 40), pues todos los elementos del organismo humano son partes correspondiente del Universo, y el intelecto humano también, “pedazo” del mismo Zeus (5, 27). (Desde esta perspectiva, la oración, al estilo de las religiones monoteístas, sería una tautología: “dame dios lo que tú das…” y el pecado cristiano se reduciría a un epifenómeno de la Naturaleza.) El mal, entonces, no existe; se trata de estados de cosas en constante transformación, generada por la Naturaleza. “El sabio debe obedecer a la naturaleza y despreocuparse de los ‘pecados’ que aparezcan en su camino, como se despreocupa de los caballos que relinchan” (José P. Martín). Para el estoico la disposición para la muerte es la máxima tarea de la filosofía, tras reconocer el inexorable destino de todo. (El determinismo estoico se basaba en que todo suceso debe tener una causa, pues, de lo contrario, se socavaría la coherencia del todo.)

Marco Aurelio afirma “la existencia real de lo bello con plena independencia de que lo perciba o no (propiamente, lo alabe o repruebe) un sujeto cognoscente” (L. Gil Fernández), siendo su postura una excepción dentro del estoicismo (7, 58) -a pesar de la opinión de W. Tatarkiewicz (en Historia de la estética I)- y propia de quien se mueve en el mundo de la opinión y no en el del conocimiento verdadero (4, 20): “Todo lo que de cualquier modo es bello, es bello de por sí y acaba en sí”. Entonces, ¿cuál es el status de lo bello (tò kalón)? Bello es todo lo que procede (tà gennémata) del principio rector del universo (koinòn hegemonikón) [6, 36 y 6, 42] y el sabio debe amarlo de buena gana. Todo lo natural es bello y el goce estético se reduce al reconocimiento en lo uno y lo otro de su carácter de tal (L. Gil Fernández). Ni la caducidad de la naturaleza ni la muerte de un ser querido hace desaparecer lo bello, es decir, el cambio (metabolē) mismo del todo, la complacencia del Universo en el mismo. El Universo en su totalidad (12, 23) está en un proceso permanente de cambio y renovación. Que las meditaciones aurelianas hayan sido escritas en el campamento en Carnunto, villa de Panonia, quizás hizo ver al autor que el individuo humano es un mínimo elemento “entre los colaboradores y los dispuestos a colaborar” (tōn synergōn kaì synergetikōn) del Universo que pone o quita el intelecto conductor, aunque la conformidad con la naturaleza diste de ser un criterio de lo bello.

Así pues el principio recomendado por Marco Aurelio es “vivir según la naturaleza”. Esto incluye aceptar la muerte (“como reposo de la impresión sensorial”, sin sentir ya ningún mal) de cuantos estuvieron con uno: hermanos, hijos, padres, etc. (6, 56). Ha de modularse la percepción de los acontecimientos a lo que pauta el hegemonikón, de tal modo que no se discuta qué es un hombre de bien sino ser realmente un hombre de bien (10,16): bueno, modesto, veraz, prudente, comprensivo, excelso (10, 8). “Si no conviene, no lo hagas. Si no es verdad, no lo digas. Pues tu impulso ha de ser equilibrado” (12,17): El ánimo bien dispuesto y ordenado es la tranquilidad (4, 3). Y por el parentesco común que une a todos los hombres, deben amarse unos a otros (7, 22), porque “han nacido los unos para los otros” (8, 59). No obstante la muerte, que nadie se canse de recibir favores, “en la medida que tú los haces” (7, 74).

La vida humana es “como un punto; la materia del hombre es flujo perpetuo (…) todo cuerpo, una masa corruptible; su alma, un torbellino; su destino, un enigma indisoluble; su reputación, una cosa indefinible” (2, 17). La Naturaleza “da y quita todo” (10, 14). Lo único que puede guiar es la filosofía (2, 17)… Y la filosofía es reducida por Marco Aurelio a la ética (sabiduría práctica); propone un ideal de sabio estoico a partir de la doctrina vivida, no de la predicada, cuya tonalidad cerebral y cordial, permita vivir con dignidad mientras se cumple con el deber (C. García Gual): “Toma sin orgullo, abandona sin esfuerzo” (8, 33), pues “eres un alma que sostiene un cadáver (4, 41), como decía Epicteto. “Cuán rápidamente desaparece todo” (2, 12).

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