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Las dos Américas

Ensayista y filósofo de alta cultura, Leopoldo Zea (México, 30 de junio de 1912-8 de junio de 2004)

Ensayista y filósofo de alta cultura, Leopoldo Zea (México, 30 de junio de 1912-8 de junio de 2004) dedicó gran parte de su vida a pensar a América: cómo abordarla desde la filosófica, la política y la cultura. Fue un fiel defensor de la unidad latinoamericana, la que analizó con una claridad suprema.

¿Qué del ideal martiano esgrimido en Nuestra América se adaptó en las repúblicas latinoamericanas? ¿Qué del tronco común y del saber de la nueva raza se desarrolló en la visión anunciada en 1891?

Para ahondar en la mirada que hemos tenido a lo largo de los años, les presentamos un extracto del libro “América como conciencia”, reeditado por la UNAM en 1972, cuyos postulados muchos mantienen una asombrosa vigencia en los tiempos que corren y marcan la vida al sur del continente.

Hispanoamérica al realizar su emancipación política y mental sufrió esa serie de desgarramientos de que ya hemos hablado al planteársele una serie de problemas que no se plantearían a la América del Norte. Pronto se dará cuenta el hispanoamericano de este hecho. En la América sajona no se dan los desgarramientos que en la hispana, allí todo parece natural. La libertad es alcanzada como fruto maduro sin que la misma implique los problemas que implicó para el hispanoamericano. La constitución de la América del Norte tiene que ser necesariamente diversa a la de la América del Sur. Algo hay en esa América que le da la seguridad que falta a la hispana. Qué cosa sea este algo va a ser una de las principales preocupaciones del hombre de esta parte de América.

Por esta razón quizá no se encuentre en la historia un ejemplo de la forma como un pueblo puede estar en la conciencia de otro como los Estados Unidos en la conciencia de los pueblos hispanoamericanos. Se encuentra en ellos antes de su emancipación y a través de toda su historia independiente; Norteamérica se ha encontrado en forma semejante en su conciencia. Unas veces simbolizando el máximo modelo de sus ideales, otras como la negación suprema de ellos, como su decepción. Entre otras cosas, Norteamérica ha sido también para Hispanoamérica la fuente de su sentimiento de inferioridad. Norteamérica ha sido ese ideal nunca realizado por la América hispana.

En ese conflicto que se plantea al hispanoamericano entre lo que es y lo que quiere ser, Norteamérica simboliza lo segundo, como España simbolizaba lo primero. Norteamérica es el futuro a realizar, como España el pasado realizado y que ha de ser negado. El gran país del norte marcaba a Hispanoamérica su deber ser. Era la pauta con la cual se medían los resultados de nuestra emancipación. Estos resultados, desgraciadamente aparecían siempre negativos. “Nuestra revolución —decía el argentino Echeverría—, a causa del encadenamiento fatal de los sucesos de la época, empezó por donde debía acabar, y ha marchado en sentido inverso de las revoluciones de otros países. Ved si no a los Estados Unidos: al desplomarse el poder colonial, la democracia aparece organizada y bella, radiante de inteligencia y juventud brota de la cabeza del pueblo, como Minerva de la frente de Júpiter”.

El chileno Francisco Bilbao comparaba las dos Américas sacando de esta comparación conclusiones negativas. “La libertad de pensar, como derecho ingénito, como derecho de los derechos —dice Bilbao—, caracteriza el origen y desarrollo de la sociedad de los Estados Unidos. La libertad de pensar sometida, a la investigación libre limitada a las cosas exteriores, a la política, administración, etcétera fue la mutilada libertad proclamada por los revolucionarios del sur”. ¿Por qué? se pregunta. Porque el Norte era protestante y el Sur católico. Porque el uno practicaba el libre examen y el otro recibía dogmas. “El que es libre en la aceptación del dogma, tiene que ser libre en la formación de la ley”. Por esta razón “en el Norte —dice José Victorino Lastarria—, el pueblo era soberano de hecho y de derecho, y daba la ley y administraba todos sus intereses por medio de sus representantes. En la América española no existía el pueblo, la sociedad estaba anulada y no vivía más que para la gloria y provecho de su soberano, de un señor absoluto y natural”.

El argentino Juan Bautista Alberdi exclamaba: “Los americanos del Norte no cantan la libertad pero la practican en silencio. La libertad para ellos no es una deidad, es una herramienta ordinaria, como la barreta o el martillo. Washington y sus contemporáneos lucharon más por sus derechos individuales, por sus libertades, que por la simple independencia de su país.

Así, al obtener los unos obtuvieron la otra. A diferencia de los países de la América del Sur, que obtuvieron la independencia política, pero no la libertad individual”. Otro argentino, Domingo Faustino Sarmiento, gritaba con su acostumbrada fiereza: “Reconozcamos el árbol por sus frutos: son malos, amargos a veces, escasos siempre. La América del Sur se quedará atrás y perderá su misión providencial, de sucursal de la civilización moderna. No detengamos a los Estados Unidos en su marcha, que es lo que en definitiva proponen algunos. Alcancemos a los Estados Unidos, seamos la América como el mar es el océano. Seamos los Estados Unidos”. “¡Llamaos los Estados Unidos de la América del Sur, y el sentimiento de la dignidad humana y una noble emulación conspirarán en no hacer un baldón del nombre a que se asocian ideas grandes!”

A la admiración se sumaba también el temor. En un país como México, que había sufrido el impacto del poderío norteamericano en la forma más dolorosa: la pérdida de más de la mitad de su territorio en la guerra de 1847, la admiración era acompañada del temor a ser nuevamente agredido. “Necesitamos colonización —decía Justo Sierra—, brazos que exploten nuestra riqueza. Es menester pasar de la era militar a la era industrial. Y es menester pasar aceleradamente, porque el gigante que crece a nuestro lado y que cada vez se aproxima más a nosotros… tenderá a absorbernos y a disolvernos si nos encontramos débiles”. Y en otro lugar agregaba: “México se va destruyendo a sí mismo, mientras junto a nosotros vive un maravilloso animal colectivo, para cuyo enorme intestino no hay alimentación suficiente, armado para devorar, mientras nosotros ganamos cada día en aptitud para ser devorados”. “Frente a ese coloso estamos expuestos a ser una prueba de la teoría de Darwin, y en la lucha por la existencia, tenemos contra nosotros todas las probabilidades.”

La admiración y el temor, conjugados, que sentía Hispanoamérica frente a los Estados Unidos, sumados a ese afán de emancipación mental frente a los hábitos y costumbres heredados de la Colonia, provocan en la totalidad de estos países la adopción de una nueva filosofía: el positivismo. Una mala educación había hecho de los hispanoamericanos lo que eran. Ahora bien, si se quería cambiar el modo de ser de éstos era menester transformar su educación. ¿De acuerdo con qué modelo? De acuerdo con el mejor de los modelos de la época: el modelo sajón. El siglo XIX era el siglo de los pueblos sajones. El imperio inglés estaba en su apogeo en el Continente europeo. Y en la América eran también los sajones los que marcaban la pauta del progreso. La América sajona era el pueblo más poderoso de este Continente. ¿Cómo ser semejantes a estos dos grandes pueblos? ¿Cómo ponerse a la altura del progreso hasta entonces alcanzado y expresado por estos pueblos? Mediante una educación que hiciese de los pueblos latinos como los hispanoamericanos, pueblos con las mismas cualidades que los sajones.

Los latinos, decían los reformadores hispanoamericanos, tenemos un espíritu soñador, eminentemente místico, de donde resulta el absurdo de que en vez de disciplinar el entendimiento con métodos científicos severos se halaguen la fantasía y los sueños. Para cambiar necesitamos ser eminentemente prácticos, experimentalistas e investigadores. Es menester ser positivistas. Esto es lo que son los grandes pueblos que ahora marcan la pauta del progreso: Inglaterra y los Estados Unidos.

En esta forma el positivismo se convertirá en doctrina oficial en la América hispana, tomando en estos países el lugar que había tenido la escolástica en la Colonia. Se convirtió en instrumento de orden mental una vez establecida la emancipación. En todos los países hispanoamericanos se realizaron reformas educativas de acuerdo con los principios de la nueva filosofía. Entre 1880 y 1900 pareció surgir una nueva generación hispanoamericana educada por estos principios.

Un nuevo orden se alzó en cada país. Un orden que se preocupaba, en forma muy especial, por alcanzar el mayor confort material posible y la educación de sus ciudadanos en estas ideas. Los ferrocarriles cruzaron los caminos y las industrias se multiplicaron. Una era de progreso y gran optimismo se dejó nuevamente sentir. Una poderosa inmigración en varios países hispanoamericanos hizo pensar que al fin se estaba realizando el ideal anhelado. La América hispana parecía semejarse cada día más a su modelo. Otros países semejantes a los Estados Unidos iban a formarse Río Bravo abajo”.

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