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La última mujer del surrealismo vivió y murió en México

La escritora y periodista mexicana Elena Poniatowska, autora de la novela Leonora, basada en la fascinante vida de la pintora surrealista Leonora Carrington,

La escritora y periodista mexicana Elena Poniatowska, autora de la novela Leonora, basada en la fascinante vida de la pintora surrealista Leonora Carrington, escribe este prólogo del libro autobiográfico de la artista, Memorias de abajo, reeditado este año por Alpha Decay en conmemoración del centenario de su natalicio.

Donde está Leonora Carrington está el surrealismo. Aunque André Breton consagró a México como país surrealista por excelencia, el surrealismo llegó a México a raíz de la guerra. Leonora salió de España y viajó en barco desde Lisboa en 1941. Quedarse en Europa significaba persecución, desesperanza, fracaso, muerte. Quedarse en España era recordar «Abajo», su encierro en un manicomio en Santander. Antes, Leonora había sido una niña habitada por las leyendas celtas de su abuela irlandesa, transformada más tarde en una joven inglesa que su madre presentaría a la Corte de Jorge V en Londres en 1934 y luego en Ascot y en Buckingham Palace a los diecisiete años. A ella, sus tres hermanos, Pat, Gerard y Arthur, nunca le interesarían tanto como su madre, Maurie Moorehead, quien le ayudó a hacerse pintora y a viajar a Florencia, a la Piazza Donatello, a la escuela de pintura de Miss Penrose y más tarde a la Academia Ozenfant en Francia.

Saint-Martin-d’Ardèche es un pueblito cerca de los Alpes por donde pasa el Ródano en el que Leonora vivió tres años al lado de Max Ernst. Ambos pintaban, pero ella, «la inglesa» —como la llamaban en el pueblo— hacía algo más: cocinaba.

Muy pronto la cocina se volvió el laboratorio de sus sueños y un santo sacramento; los platos y las cucharas levitaban mientras ella oficiaba el rito. Bastaba cerrar los ojos para entrar por el espejo y pasar al otro lado como Alicia en el País de las Maravillas, pero Leonora tenía los ojos bien abiertos, no fuera equivocarse en las proporciones. No pulía su inconsciente, no lo esperaba todo de ella misma, quería aprender. Mezclaba todas las sustancias del imaginario. Todo lo que saben hacer los campesinos franceses, ella lo aprendió. Salía temprano con un ancho sombrero de paja a escoger los salsifís y las alcachofas antes de que las calentara el sol e iba recorriendo los viñedos clavados en la tierra para cortar los racimos y llevarlos en una canasta antes de que los jóvenes —muchachos y muchachas— los pisotearan en una danza amorosa. Leonora, que ahora solo bebe té, hacía té. Al igual que los campesinos franceses, sabía que hay que guardar todo porque algún día puede servir, y era capaz de algo que pocas mujeres hacen ahora: coser con aguja, hilo y dedal. Coser con hilo cósmico, remendar, unir los pensamientos con hilos de colores y confeccionar muñequitas de trapo como las que fabrican con su ingenio y sus dedos de hada las madres pobres para sus hijas: dos botones en vez de ojos, una sonrisa pintada, unos cabellos de estambre amarillos o negros según el gusto, un vestido con delantal, unos calzones porque lo primero que miran las niñas es si su muñeca trae calzones.

Hasta hace algunos años, a Leonora le entretenía coser esas muñecas, que bien vistas tienen mucho de autorretrato. Tiempo más tarde, al lado de Remedios Varo, Leonora habría de bordar el manto terrestre.

¿Qué le pasa a un ser humano cuando de pronto los gendarmes se presentan y se llevan a su amor alegando razones de religión o de raza o de ideología? En 1939, después del arresto de Max Ernst, Leonora sobrevivió a una Europa cruel y enloquecida, en una época incomprensible de vejaciones y campos de concentración que la llevó a escribir En bas, Down below, Memorias de abajo, la memoria del encierro y el odio, la memoria de lo que significa ensañarse contra el amor. Si a Leonora la encerraron en una institución, no hubo peor institución ni clima más cruel que la España de Franco con su guardia civil que intentó destruir su mundo imaginario y afectivo. A esa estancia en Santander, a esa época atroz, le debemos los mexicanos la dádiva inesperada y gratuita de la presencia en México de Leonora Carrington.

En sus últimos años visité a Leonora a menudo. Hablar con ella de su infancia fue fácil. Yo le contaba sobre la mía y, a pesar de los quince años que nos llevábamos, había muchas semejanzas en la forma europea en que nos educaron.

«Entre las cosas y entre las rosas hay semejanzas maravillosas».

Ahora me doy cuenta de que los antecedentes de Leonora se parecen a los de la protagonista de mi otro libro La Flor de Lis. Como digo, de su niñez, Leonora habló con facilidad; del Cardiazol en la clínica del doctor Mariano Morales en Santander, en cambio, con verdadera angustia.

Sin embargo, con el terror impreso en sus ojos, volvía a caer en el agujero negro: «Me impidieron cualquier movimiento, me amarraron, me inyectaron…». Parecía estar denunciando la aplicación de esta droga que produce convulsiones que van mucho más allá del amour fou que predicaba André Breton. Al contármelo, buscaba mi indignación y solidaridad. ¡Claro que las tendría! Pero, ¿cómo? «Me aplicaron tres inyecciones de Cardiazol» —se abrían grandes sus ojos—. Leí En bas escrito por ella en francés con verdadero dolor. Y el tema de su encarcelamiento resurgió varias veces en nuestros encuentros, siempre flotando frente a sus ojos. Recordaba cómo se le había aventado a la enfermera desde lo alto de un ropero, cómo le había rodeado el cuello hasta casi ahorcarla, cómo había evitado que la amarraran una segunda vez y cómo en su rabia de animal a la defensiva había algo sobrenatural que la hacía distinta.

De lo que no habló casi nunca fue de Max Ernst. Nunca mencionó Leonora in the morning light. Cuando le pregunté si Max Ernst había sido su gran amor, respondió que cada amor era distinto; cuando le pregunté si su matrimonio con el gran poeta mexicano Renato Leduc había sido solo por conveniencia, respondió: «Bueno, tampoco».

Leonora habría de salir de Europa gracias a un hombre que decía cosas que no se dicen y hacía cosas que no se hacen, como morder una copa de cristal y comérsela ante el asombro de los invitados. El poeta Renato Leduc logró —como cónsul de México— que muchos de los cien mil refugiados republicanos españoles se trasladaran a México a bordo del Sinaia, del Méxique, del Ipanema, del Capitaine Paul Lemerle, a invitación del presidente Lázaro Cárdenas.

En México, Leonora y Renato Leduc vivieron juntos un año, pero tras la separación nunca dejaron de ser amigos.

A Leonora le gustaba sembrar, fertilizar, ver crecer y cosechar, siempre le atrajo la sabiduría de la tierra (a mí me enseñó a hacer un compost con peladuras de papa y zanahoria para que germinen flores bonitas), y Renato declaró que él se dedicaba a sembrar el bien y el mal. Ha de ser muy fácil prenderse de un hombre que dice «No haremos obra perdurable. No tenemos de la mosca la voluntad tenaz». Renato coincidía con Leonora al creer que los temas trascendentes, como Dios, han quedado fuera de servicio, y se dedicó a enseñarle a Leonora la poesía popular que hay en las malas palabras. Leonora poseía un tesoro de mentadas de madre. A veces decía con la voz más dulce y melodiosa: «A este pendejo hay que mandarlo a la chingada».

Leonora y Renato reían al unísono. Alguna vez le pregunté a Renato por qué se habían separado y me contestó que Leonora hablaba más con el perro que con él, y cuando inquirí si este mariage arrangé había sido solo para salir de España, una chispa lúdica atravesó sus ojos negros.

Años después de su separación, Leonora habría de ilustrar un libro de poemas de Renato Leduc, y Gaby, el hijo mayor de Leonora, recuerda que el mexicano visitaba la casa en la calle de Chihuahua y que a él le gustaba mucho abrirle la puerta.

A Emérico Weisz, Chiki, el fotógrafo, único marido de Leonora, lo vi en varias ocasiones. Alto y larguirucho, se hacía a un lado de todos y de todo. La incredulidad y la expresión triste de sus ojos hundidos conmovían. No quería ser parte del espectáculo. Cuando todos los fotógrafos se le iban encima al personaje de turno o al evento social para retratarlo, él se retraía, y en su retraimiento había un rechazo que lo hacía muy atractivo. Seguramente a él le parecía surrealista ese ajetreo de moscas en torno a la vedette o a la anfitriona de la sección de «Sociales». Para él, que a los veintisiete años había fotografiado la guerra de España al lado de Robert Capa, estas demostraciones apenas eran un preludio al teatro del absurdo.

A partir de que Leonora tuvo a sus hijos, Gaby y Pablo, no los soltó ni un momento. Formaban un núcleo muy unido y muy cerrado. Leonora, Emérico, Chiqui, Gabriel y Pablo se protegían, parapetados tras los muros de su casa de la calle de Chihuahua, en la colonia Roma. Se protegían por una razón muy concreta: los niños se apellidaban Weisz, y Weisz es un apellido judío. Leonora no era judía y Chiki sí, y aunque ninguno practicara, apenas fueron a la escuela les hicieron saber que ellos habían matado a Cristo y otras cosas más sorprendentes que las que podría contarles la hija del minotauro que su madre les hizo conocer en pintura. A Gaby y a Pablo les era más fácil comprender el mundo místico y alquimista de su madre que el de afuera.

En su casa, los cuatro devoraban libros, dibujaban, guisaban, y ese refugio aislado los protegió (habría que recordar que Gaby nació en 1946). Si se enfermaban se curaban solos, y Gaby recuerda una vez en que Leonora se enfermó y los dos se improvisaron médicos y se turnaban para cuidarla.

No tenían más parientes que ellos mismos, México les parecía antisemita y antiextranjero. Los Weisz se convirtieron en una especie de célula viva en la que cualquier problema se resolvía entre cuatro. A imitación de Leonora, inventaban trompetillas acústicas, damas ovales, animales fabulosos, pantalones de franela y puertas de hiedra, y participaban en la escenografía y el vestuario teatral del teatro de Alejandro Jodorowsky y el de Poesía en Voz Alta de Octavio Paz. También hacían aportaciones a la receta de cómo cocinar al arzobispo de Canterbury para comérselo en mole verde.

Una vez en que Pablo avisó a su madre desde el camp de sus vacaciones que se sentía levemente mal de la panza, Leonora sin pensarlo dos veces tomó un taxi e hizo cuatro horas de ida y cuatro de vuelta para llevárselo.

Si en el colegio el rechazo era evidente, los niños muy pronto tuvieron la certeza de que era imposible olvidar las atrocidades de los nazis en Europa, y nunca negaron su identidad judía. Por otro lado, también pesaba la identidad inglesa, la de la nursery de Crookhey Hall y la de esa madre que producía como por encantamiento cuadros con títulos en inglés, salvo el de ese naufragio en Manzanillo en que unas monjitas intentan salvar su vida en una nave que hace agua y tiene una vela roja a punto de desgarrarse.

Leonora era una madre completamente dedicada, devoted como dice Gaby, de una entrega absoluta. Llevaba a sus hijos a ver películas de vaqueros y se estremecía con los disparos y las diligencias. «Ella debía aburrirse enormemente, pero como era muy buena madre, allí se quedaba sentada junto a nosotros», recuerda Gaby. Más bien creo que Leonora recordaba el cuadro de Max Ernst que le causó una enorme impresión y le hizo ir en su busca: Deux enfants menacés par un rossignol. En el momento en que los niños regresaban de la Westminster School, Leonora dejaba sus pinceles, salvo en una ocasión en el que Gaby entró en un momento crucial y Leonora le señaló que guardara silencio y tomara una silla, porque con un pequeño y delicado pincel encimaba un color rojo en delgadas capas, creando así una figura mágica que requería toda su atención.

Más rebelde que su hermano Pablo, a Gaby lo expulsaron de la Westminster en veinte ocasiones. Leonora, siempre defensora, aplacaba a la directora. Seguramente revivía con su hijo su propia rebeldía; a ella también la habían expulsado de la sociedad que todavía hoy sigue siendo injusta y conformista. Chiki, el padre, era mucho más severo y menos conciliador que Leonora, quien compartía los actos libertarios de su hijo mayor. Lo curioso es que a ambos hijos les dio por la medicina. Pablo es médico y pintor. El sortilegio de la pintura de Leonora fue su pócima. Gaby es poeta. También a él le fascinó la medicina, pero se lanzó a la antropología, al teatro, a la literatura comparada, a la filosofía y, sobre todo, a la poesía.

En la mesa se hablaba francés porque la mayoría de los húngaros de la época de Chiki lo hablaban, pero los dos niños, hoy convertidos en hombres y que fueron un gran apoyo para su madre en sus últimos años, también se comunican en inglés. Es bonito ver cómo se quieren esos dos hermanos, resultado de la inteligencia y el amor de una madre que escribió en La trompetilla acústica: «Mis ojos son fuertes y están acostumbrados a todas las luces y a todas las oscuridades».

Además de devota, Leonora era una madre divertida. De un día para el otro anunciaba «Nos vamos a Europa», y preparaba un baúl enorme en el que metía caballete, telas y pinturas. Salían en tren hasta Saint Louis de Missouri, allí tomaban otro tren a Nueva York y de Nueva York a Calais en el Queen Elizabeth. De Calais iban a Southampton y en

Southampton los recogían para llevarlos a la mansión de su abuela: Hazelwood. La abuela y madre irlandesa, Maurie Morehead, fue para Leonora, Gaby y Pablo un personaje extraordinario y un ser libertario. No solo bautizó a sus dos nietos más o menos a escondidas, sino que les transmitió un mundo interior en el que priva lo maravilloso negro, lo maravilloso rosa, lo maravilloso de seres irrepetibles que nos remiten a las culturas caldeas y asirias y a las leyendas y los mitos celtas.

No he hablado de surrealismo sino de Leonora, que a fin de cuentas es el surrealismo, es decir, una mujer que busca crear algo más real que la realidad misma e ir más allá de la realidad cotidiana, la realidad que nos aterra por la absoluta injusticia de su sociedad. Amiga de Breton, Leonora quiso vivir en sus hijos, con sus hijos, a través de sus hijos que la acompañan siempre. Los llevó a conocer a Breton en el número 42 de la Rue Fontaine en París y los presentó a Philippe Soupault, a Paul Éluard, a Leonor Fini. Todos ellos aguantaron los cerrados interrogatorios infantiles y las travesuras de Gaby y Pablo. André Breton, Leonor Fini, André Pieyre de Mandiargues, Luis Buñuel, Octavio Paz, Remedios Varo, Kati y José Horna, Alice Rahon, Wolfgang Paalen y otros amigos de la familia desde los años cuarenta.

Además de ser una gran fotógrafa de la Guerra Civil Española, Kati Horna —a quien Leonora extrañaba— feminizó la palabra cansancio: «¡Ay, la cansancia!» decía. Desembarcaron en Veracruz, Benjamin Péret —que en México hizo el periódico La France Libre—, Remedios Varo, Esteban Francés y Gunther Gerzso, que se reunían en la casa de la calle de Gabino Barreda. Su amistad les hizo llevadero el exilio, y Europa siguió presente a través de las cartas.

Los carteros siempre han dado sorpresas: allí está el cartero de Neruda, allí un cartero mexicano, Jaimito, de Monterrey, a quien las autoridades del deficiente servicio postal mexicano encontraron encerrado en una pieza con las miles de cartas que no le estaban destinadas. «Todavía me falta mucho por leer», dijo señalando los sobres cerrados cuando fueron a detenerlo tras la denuncia de los vecinos.

Cerca de Grenoble, un cartero, el Facteur Cheval, sin saber nada de surrealismo, levantó un castillo con piedras recogidas en el camino de la entrega de cartas. Su construcción imaginaria reúne todas las culturas, todas las imaginaciones, todos los estilos y todas las fantasías hechas piedra, a pesar de que el cartero nunca salió de la ruta establecida por el correo postal de Francia. El Facteur Cheval hizo que en su castillo cupieran gigantes y juglares, princesas y plebeyas. Quizá la obra de este cartero (apellidado «caballo», lo cual agradaría a Leonora) sea la puerta abierta a la escritura automática, la fuerza del inconsciente que pregonaron los surrealistas y el antecedente directo del castillo de Xilitla que Edward James mandó construir y en el que Leonora Carrington pintó un mural entre 1964 y 1967, a petición de James, quién dejó correr el rumor de que era el hijo ilegítimo de Eduardo VII de Inglaterra. Pero quizá también sea el antecedente de todo lo que hay en nosotros, hombres y mujeres que intentamos lo imposible y no lo logramos, como sí lo logró Leonora en todos los momentos de su vida, hasta en los más terribles.

En alguna ocasión caminé por las calles de Nueva York con ella y su perro Baskerville: muchas calles, miles de calles.

Ella habría podido ir de Nueva York a París a pie, caminar sobre las aguas, llegar sentada en una libélula y posarse sobre la Torre Eiffel. Una vez le pregunté si se había hecho pintora por decisión propia y me respondió: «Creo que no he tomado una decisión en mi vida».

Me gustó mucho su respuesta porque también a mí todo me ha caído encima como si se cayera el techo de una casa en un terremoto. Al oírla, la cabeza se me dobló, caminé encorvada como Leonora al final de su vida, pero no se me dobló el inmenso amor que siento por ella y el enorme agradecimiento por haber recibido una de las mejores sonrisas que puedan iluminar un rostro.

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