Acabo de terminar la lectura de La montaña mágica (1924), novela que había desdeñado por dos razones: 1) Durante la lectura de Doctor Faustus (1947) me enteré del enojo de Teodoro Adorno (1903-1969) con Thomas Mann (1875-1955), debido al plagio de algunas consideraciones musicológicas y partes de obras musicales de don Theodor, agregadas a esa gran novela —doña Gretel Adorno, su viuda, dixit— (Por cierto, la presencia de la música es fundamental en ambas novelas; por espacio no puedo detenerme en ello). 2) Por su extensión (había leído el Doctor Faustus en mis años universitarios). Ahora lo lamento. “Pero nunca es tarde cuando la dicha es buena”, —vox populi dixit—.
Su final me dejó desconcertado y un tanto en espera ¿de algo más? Sí, ha sido una fascinante aventura intelectual, un tour de force por la enfermedad, la muerte, el amor y la guerra —grandes y perennes temas— desde un centro hospitalario o de rehabilitación de tuberculosos en las alturas de los Alpes —Davos, Suiza, para ser exactos— que nos muestra los problemas socioculturales y espirituales de su época, la enfermedad que condujo a dos guerras mundiales pasando por el fascismo que hoy, de nuevo, asoma sus garras en Europa y EE. UU., lo que le concede una actualidad asombrosa. Por demás, está considerada la novela más importante de Thomas Mann y un clásico de la literatura alemana del siglo XX traducida a múltiples idiomas. Sentía, sin embargo, que, novelísticamente hablando, algo me quedaban debiendo; de allí, el desasosiego, cierta irritación literaria.
No me refiero a la meticulosidad descriptiva, a esa minuciosidad narrativa casi exasperante en la cual Mann despliega sus excelentes oficios escriturales, su profunda erudición. Aludo a ciertos cortes que estropean un tanto la fluidez y el ritmo, por tanto, lo mágico de la montaña alta, tales como los ejercicios de la médium cuando aparece Joachim, primo del protagonista Hans Castorp, o la precipitada huida de la extravagante rusa/georgiana, madame Clawdia Chauchat; o lo bella, por inverosímil, pérdida de Castorp mientras esquiaba en las alturas un día aciago de tormenta invernal. (Hago constar que, para este lector, ese es el pasaje o la secuencia más dramática, onírica y poética de la novela, sin duda). Y claro, el apresurado corte final, inesperado cual avalancha de nieve, escalonado y abrupto salto episódico en el tiempo narrado.
Sí, ha sido una gran experiencia estética, pero, a lo mejor, esa forma decimonónica de narrar sea la causa de mi intriga y desconcierto. Pienso en el Ulises (1922) de James Joyce, por ejemplo, una novela contemporánea; o en Mrs. Dalloway (1925) de Virginia Woolf. De todas suertes, es un libro para una larga jornada o para noches de insomnio, como ha sido mi caso. El tiempo tal vez sea su personaje central. Ese tiempo discontinuo que rompe con el lineal en dos espacios/tiempo: arriba, en la montaña; abajo, en la llanura. Podría ser la intromisión de la voz narrativa decimonónica (la del autor) la que perturba por su veteranía o por una extraña sensación demodé. La extraordinaria saga de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido (1913-1927), es otro ejemplo, presenta una voz narrativa mucho más sutil y elaborada en términos del fluir del tiempo, debido al efecto de una memoria involuntaria, pienso.
La atmósfera enrarecida de la montaña y sus extraños sucesos determinan no solo la escenografía y el telón de fondo insanos y místicos, sino un tiempo ahistórico, mítico, digamos. La alusión al tiempo de abajo, el de la llanura, remite al tiempo cronológico de los calendarios y los relojes; ese tiempo que hace de la historia un transcurrir lineal que finalmente despedaza la guerra: tiempo de la salud, de la acción, de la vida. En tanto, el de arriba, el de la montaña, es el de la enfermedad, la medicina, el dolor, la pulsión de muerte. Las personas se enferman abajo y vienen a curarse arriba, a convalecer. Bueno, quienes pueden, porque el “Berghof” es un sanatorio para aristócratas y burgueses, de allí lo impresionante del retrato en grupo de sus múltiples, abigarrados y enfermizos personajes, cual galería europea de los sectores dominantes con su patetismo, sus cosmovisiones, nacionalismos, vicios, patologías y crímenes (De vez en cuando asoman personajes extraños de la periferia: egipcios, mexicanos, asiáticos…).
Mención aparte merece la lucha ideológica y espiritual, representada por dos personajes extremistas y poderosos en sus esencias socioculturales, políticas y religiosas: Settembrini y Naphta (sus diálogos son insufribles a veces). El primero intenta ejercer de mentor patriarcal de Castorp, representa el humanismo eurocéntrico, el “iluminismo” y los valores de la burguesía; pero su pensamiento no está exento de contradicciones. El segundo considera a Settembrini como un arribista intelectual, un “literato de la civilización”, es un judío converso que ha ingresado al catolicismo, específicamente, a la orden jesuita, nostálgico del orden medieval mezcla elementos del anarquismo, el fascismo y el comunismo (muy posmoderno, ¿cierto?); maneja con soltura la dialéctica cual sofista consumado. Al final, en una de sus tantas y bizantinas discusiones, Settembrini ofende a Naphta, quien lo reta a un duelo de pistolas. De nada valen los esfuerzos de Castorp por evitarlo, el duelo se lleva a cabo: Settembrini dispara intencionadamente al aire; Naphta, en cambio, despechado y a sabiendas de su estado terminal, voltea la pistola contra sí, suicidándose. Buena alegoría.
Pero deseo regresar a un asunto primordial e inusitado que se respira y se vive en la alta montaña: la extraordinaria, atípica (tratándose de centroeuropeos) y, a veces, alucinante sensualidad de los cuerpos en un ambiente de enfermedad y podredumbre, a pesar de los excelentes servicios médicos, culinarios, de avance científico y de confort, cual si se tratase de un hotel de montaña con cinco estrellas. Esa sensualidad —que, vista desde el trópico centroamericano, tiene cierta ambigüedad mojigata, por decir lo menos— lleva al personaje central, Hans Castorp, a enamorarse perdidamente de la georgiana Clawdia Chauchat, rememorando el amor homoerótico de la adolescencia por su compañero de bachillerato, Pribislav Hippe (el cual, a veces, se tamiza con sutileza en la relación con el primo Joachim Ziemssen). Pareciera, entonces, que la voluptuosidad y el erotismo fuesen el mal que infecciona nuestras vidas; ese amor romántico es la enfermedad que, tarde o temprano, nos enfrenta con nosotros mismos y nuestras carencias en una suerte de decadencia física que nos conduce a la muerte, en analogía con la decadencia civilizatoria de la vieja Europa y de un Occidente que, también, se dirige al holocausto. Se sabe: la muerte cercana exacerba la libido: Eros y Tánatos.
Por lo anterior, bien podría decirse que se trata de una novela de aprendizaje espiritual; una novela de formación en tanto que lo trivial se dramatiza con la súbita conciencia de la enfermedad que nos enfrenta a la muerte, pasando por la decadencia y el dolor que ello, indefectiblemente, acarrea y significa. Todo a partir de un dislocamiento temporal y de un “distanciamiento irónico”, tal y como el mismo Thomas Mann lo manifestara y que, quien escribe, tardara en comprender, pero que —¡ahora sí!— también explica mi desasosiego: percibía cierto malestar en la resolución final, suponía que Mann no sabía cómo finalizar la novela; y es que dicho final se precipita en tanto el autor abandona el distanciamiento irónico para saltar a un romanticismo trasnochado, pomposo y nacionalista, como buen alemán: se aprovecha y se alaba la guerra cual síntesis dramática de la decadencia rompiendo, de manera abrupta, con el ritmo anterior.
Claro que es una novela de la crisis histórica, de la enfermedad y de la fractura cultural de una civilización capitalista inviable; sin embargo, al final parecería más bien que se trata del enigma del tiempo: ¿es circular, vivimos en el eterno retorno? ¿Son infinitos el tiempo y el espacio? La física cuántica nos muestra que existen tiempos imperceptibles y que, en efecto, los mismos se expresan en forma de ciclos. Y que, por cierto, estamos en un proceso de transición, pues, al parecer, estamos ingresando al cierre de uno de esos grandes ciclos (la “cuenta larga” de los mayas y de otras civilizaciones: 12 períodos de 2070 años forman un ciclo de 24.840 años, con un periodo de transición de 1080 años (o sea 9×12), el ciclo es pues de 25.920 años). En esa perspectiva, La montaña mágica es premonitoria y, con los conocimientos de la época de su autor, nos señala la importancia de prepararnos para lo que viene: “¿será posible que de esta bacanal de la muerte (…) surja alguna vez el amor?”.