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La literatura miente la vida

En las cercanías de la sierra nevada de México, en un rincón rocoso, un puñado de conquistadores españoles, hombres mal abrigados y completamente solos

En las cercanías de la sierra nevada de México, en un rincón rocoso, un puñado de conquistadores españoles, hombres mal abrigados y completamente solos, sienten en su piel el hielo de la madrugada de aquella tierra desconocida y temible. “Son fuertes para el combate, pero se debilitan por las noches”.

Advierten, con cierto misterio, los sabios de Tenochtitlan que, con sus recursos mentales, tratan de explicarse quiénes eran esos guerreros que llegaron por el mar, por donde nace el sol, y avanzaban hacia la ciudad de Moctezuma sin saber que cambiarían para siempre la historia de este continente.

Muchos años después de aquel viaje, un anciano casi ciego, un poco sordo, sentado a la mesa de su casa en Antigua Guatemala, inicia la aventura que lo salvaría de la muerte. Comienza la narración de sus andanzas con Hernán Cortés por la Nueva España y lo hace para desmentir a Gomara, para salvar el honor de su jefe y para decir, según él, la verdad de la historia.

Bernal Díaz del Castillo visto desde nuestros días parece un personaje sacado del Siglo de Oro español, aunque en realidad puede ser pensado como uno de sus antecesores. Sus escritos refieren maravillas, en ocasiones son burlescos o pícaros, sus personajes recorren mares, campos y clases sociales y ese viejito que se inventó para contar su narración es fascinante. Entre montañas y volcanes, en una vieja casona colonial, día y noche, el soldado retirado y pobre experimenta ese otro viaje, ese otro combate que es el del escritor, y en esa lidia de su pluma, nace su bien más valioso, lo único que puede dejar en herencia, la relación de la conquista de México contada en primera persona; es decir, desde su punto de vista, uno que, sin embargo, se pretende verdadero, aunque por naturaleza sea parcial.

Su ejército de españoles sedientos, rudos, valientes, hambrientos de oro y de sexo, en ocasiones se parece al que acompañó al Cid Campeador en su batalla contra los moros, en su guerra por Valencia. No es casual, los cantos épicos medievales, los valores de los caballeros andantes y la mitología clásica poblaron la imaginación de los guerreros españoles, que animados por aquella fantasía destruyeron imperios, asesinaron pueblos, fundaron una nueva cultura y unificaron en el español, la forma de comunicarse de un continente que hablaba mil lenguas.

Completamente emocionado, maravillado por la grandeza de Tenochtitlan, Bernal Díaz cuenta que cuando apareció frente a sus ojos por primera vez, se le ocurrió que esa ciudad se parecía a los encantamientos descritos en el Amadís. Otra vez la literatura alimentando la forma de pensar la historia.

Y desque vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblazones, y aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba a Méjico, nos quedamos admirados, y decíamos que parescía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cues y edificios que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto, y aún algunos de nuestros soldados decían que si aquello que vían, si era entre sueños, y no es de maravillar que yo lo escriba aquí desta manera.”

Desde Antigua Guatemala el soldado escritor hace su memoria, su testimonio de tiempos extraordinarios. Existen pasajes de La historia verdadera de la conquista de la Nueva España que se pueden leer como una novela política, como una novela  de referente histórico, episodios que hechizan como lo hacen las grandes ficciones, descripciones que parecen oníricas y que, sin embargo, se pretenden reales y son contadas por alguien que asegura haber estado ahí, para aumentar, gracias al efecto de verosimilitud que este recurso genera, la intensidad de la narración a la que él le llama relación y que en verdad es una crónica de conquista, género español y latinoamericano que convierte la realidad en una ficción.

Afirma el novelista cubano Alejo Carpentier que la historia de América Latina toda es una crónica de lo real maravilloso. Dice también que la literatura latinoamericana nace cuando la picaresca española atraviesa el Océano Atlántico y en México, Joaquín Fernández de Lizardi publica El periquillo sarniento.

Ambas proposiciones las podemos discutir y de alguna forma, ambas están contenidas, por lo menos en germen, en La historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo. El mundo popular que aparece en El periquillo sarniento es el de la misma ciudad que surgió del extrañísimo y conmovedor encuentro entre Moctezuma y Cortés.

En esta crónica, además, no solo es maravillosa la descripción de animales, telas, colores y personas que hace Díaz del Castillo al recorrer la plaza principal de Tenochtitlan, sino que también es sorprendente por incomprensible, la idea, el mito, el presagio que llevó a Moctezuma a abrirle a Cortés, de par en par, las puertas de su ciudad; esa creencia subyugante que lo motivó a tratarlo como huésped de honor, otorgarle aposentos especiales a él y a sus capitanes, halagarlo con abrigos, platillos y mujeres, siendo, como en verdad era, el principal responsable de su muerte.

Se ha dicho que la conquista de México nace del peor malentendido de la historia. Moctezuma confundió a Cortés con otro, lo cual parece sacado de una novela de caballerías o, un artificio más de esos encantadores que le servían a Don Quijote para dar cuenta de las experiencias de la realidad que no coincidían con el mundo perfecto de su ficción, la que lo hacía creerse caballero andante, combatir gigantes, liberar a reos y enamorar damas como a doña Dulcinea del Toboso.

Incomoda, indigna al lector de La conquista verdadera de la Nueva España la forma en la que aquellos españoles rudos, acostumbrados por siglos a la guerra entre sus propios reinos y también a las batallas contra los moros, le responden con la violencia, con el encierro y con las armas a las buenas maneras de Moctezuma. Impacienta la pasividad, la permisividad del señor de México ante aquellos hombres pragmáticos y católicos que no toleran la creencia en otros dioses, ídolos les llaman, conquistadores que no reconocen tampoco a un rey que no sea el suyo, por más que elogien y hasta aparenten querer a Moctezuma.

Como Juan el Evangelista con Jesús, Bernal Díaz del Castillo nos da su versión de la conquista de Tenochtitlan con la autoridad que le otorga el haber sido parte de esos acontecimientos tan determinantes para la historia de América, de España y del mundo. Díaz del Castillo habla por los conquistadores, desde ese lugar subjetivo surge su versión, y lo hace para que no se repitan las mentiras que, según él, Gomara ha contado.

Díaz del Castillo participa en las batallas que él mismo narra, relata la navegación que ellos hicieron desde La Habana hasta Yucatán, cuenta la llegada a Veracruz, el encuentro con la Malinche, el odio que le tenían a Moctezuma los pueblos sometidos por su poder. Bernal Díaz  habla de guerras, de manos y de pies cortados, de caballos asesinados, de sacrificios humanos, de mujeres hermosas con las que él también se solazó. Su narrador nos transmite el frío de la sierra, la sed de los caminos, lo maravilloso de aquella ciudad multicolor y fosforescente levantada sobre una laguna; él nos lleva a recorrer Tenochtitlan por dentro, en el último momento de su grandeza.

Soy yo el que estoy leyendo ese libro como si fuera una novela, no lo es Díaz del Castillo, nunca quiso hacer arte, nunca quiso escribir literatura, él quería decir la verdad sobre Cortés y su gesta, de ahí el título de su libro que forma parte de una guerra por la memoria, de una política del recuerdo. Su relación es en sí misma un combate.

En ese sentido, en la pretensión de contar la verdad objetiva, Díaz del Castillo siguió más los mandatos que regulan el trabajo del historiador que la libertad que permite la labor del novelista y, sin embargo, en su crónica se confunde esa voluntad de verdad con los recursos de la ficción, mostrándonos así, desde el lejano siglo XIV, en un manuscrito redactado en la Antigua Guatemala, cómo las vías de comunicación entre estas formas de narrar el pasado, entre la crónica, la historiografía y la novela, se cruzan y contaminan entre sí. Ellas no son iguales, no siguen las mismas reglas, no buscan las mismas verdades, pero se alimentan unas a las otras, se potencian y, en ocasiones, se vuelven indistinguibles, como cuando el soldado escritor narra su primer recorrido por “el Tatelulco”, que es como le llama él a la Plaza Mayor de México:

“(…) así estaban en esta gran plaza y los que vendían mantas de henequén y sogas y cotaras, que son los zapatos que calzan y hacen del mismo árbol y raíces muy dulces cosidas, y otras rebusterías que sacan del mismo árbol, todo estaba en una parte de la plaza en su lugar señalado, y cueros de tigres, de leones y de nutrias, y de adives y de venados y de otras alimañas e tejones e gatos monteses, dellos adobados y otros sin adobar estaban en otra parte, y otros géneros de cosas e mercaderías. Pasamos adelante y digamos de los que vendían frijoles y chía y otras legumbres e yerbas a otra parte. Vamos a los que vendían gallinas, gallos de papada, conejos, liebres, venados y anadones, perrillos y otras cosas deste arte, a su parte de la plaza. Digamos de las fruteras, de las que vendían cosas cocidas, mazmorreras y malcocinado, también a su parte. Pues todo género de loza, hecha de mil maneras, desde tinajas grandes y jarrillos chicos, questaban por sí aparte; y también los que vendían miel y melcochas y otras golosinas que hacían como nuégados. Pues los que vendían madera, tablas, cunas e vigas e tajos y blancos, y todo por sí. Vamos a los que vendían leña acote, e otras cosas desta manera. Qué quieren más que diga que, hablando con acato, también vendían muchas canoas llenas de yenda de hombres, que tenían en los esteros cerca de la plaza, y esto era para hacer sal o para cortir cueros, que sin ella dicen que no se hacía buena.

Si bien la crónica, la historiografía y algunas novelas echan su mirada hacia atrás en el tiempo, la literatura, a diferencia de las otras formas de narrar, no está obligada a ser fiel a ningún pasado. Ella no sufre la tiranía de la memoria, ni tampoco acepta con facilidad las reglas del historiador; es decir, no debe reconstruir con veracidad lo que ocurrió, por decir algo, en la Conquista de México, en las dictaduras que azotaron América Latina a lo largo del Siglo XX, en las plantaciones bananeras que la United Fruit Company tenía sembradas en Costa Rica o en Panamá; como se ha dicho, la literatura es soberana en el reino de la subjetividad, eso sí, debe estar bien escrita, ser coherente y respetar sus propias reglas de verosimilitud.

El soldado y cronista Bernal Díaz del Castillo.

Díaz del Castillo no pretendió solo hablar de verdades subjetivas, él, movido tal vez por ese espíritu heroico que animaba a los caballeros andantes, el mismo que hizo a Vasco Núñez de Balboa tomar posesión del inmenso Océano Pacífico desde una playa del istmo de Panamá, quería vencer a los impostores y contar la verdad de la conquista de Tenochtitlan. Sin quererlo, con su relación, nos permite reflexionar sobre la mentalidad de sus contemporáneos, sobre los límites del lenguaje y sobre los recursos usados por la ficción desde su tiempo hasta el nuestro.

La literatura moderna nos ha brindado incontables ejemplos de esa fructífera conexión, de esa constante comunicación que han tenido siempre la historia, la historiografía y la ficción; de cómo se retroalimentan, se continúan y se combaten. Sí, porque a veces la literatura representa la otra cara de la historia, en ocasiones hace su contrahistoria, como lo demuestra, entre otros, el escritor costarricense José León Sánchez con su novela Tenochtitlan. La última batalla de los aztecas, que de alguna forma confronta a Díaz del Castillo con la versión de los vencidos en la guerra por México.

En su ensayo El hombre rebelde, dice Albert Camus que la novela es la historia fingida. Es cierto, la novela saquea a conveniencia los registros históricos, los rehace a su gusto mediante formas artísticas híbridas, por eso puede inventar el pasado, ordenarlo y narrarlo mediante la elaboración artificial de fuentes, de memorias, de narradores. La novela no pretende sustituir a la historia, más bien la pone a su servicio para agregarle al mundo algo que antes no existía, algo hecho de palabras y de sentido.

A diferencia de lo que le pasó a Bernal Díaz del Castillo con el mandato que lo motivó a escribir su crónica, la escritura de novelas no se deriva de la voluntad de expresar la verdad histórica de una sociedad o de ser consecuente con los principios de fidelidad o de veracidad para contar con certeza y poder lo ocurrido en una época. Las novelas casi siempre surgen de un espíritu revuelto, insatisfecho y creativo, lo que importa en ellas es la coherencia interna de la ficción que narran, el éxito de su estructura narrativa, la profundidad psicológica de sus personajes, la intensidad de sus conflictos emocionales y políticos, la belleza de su lenguaje, la originalidad del estilo de sus narradores; es decir, importa en ellas cumplir con lo que el novelista salvadoreño Horacio Castellanos Moya llama los requerimientos de la ficción.

Los novelistas no tienen una relación pacífica ni respetuosa con la historiografía, en sus obras con frecuencia cambian la versión oficial sobre lo acontecido en un país, o cuentan desde múltiples perspectivas acontecimientos históricos escogidos a conveniencia. Los novelistas, aunque sean presos de sus obsesiones, gozan de libertad suficiente para aproximarse a la historia desde diversas perspectivas, ya sea desde un punto de vista individual o marginal o desde el género de sus personajes y narradores, o llamando la atención sobre regiones olvidadas y fronterizas. Y también, aunque ninguno se atreva a reconocerlo, todos, al igual que Bernal Díaz del Castillo, quieren que su historia sea la verdadera.

“La novela es la historia privada de las naciones”, cita Mario Vargas Llosa a Balzac como epígrafe de Conversación en la Catedral. Lo cual nos habla de la importancia que adquirió en la modernidad el individuo, sus afectos, sus pensamientos más íntimos, que, sin embargo, al convertirse esos individuos en personajes, nos permiten pensar una época, un mundo social, sus costumbres, su política, sus tribulaciones.

Cuenta Luis Cardoza y Aragón que cuando él era niño jugaba con sus amigos en el sótano de la Catedral de Antigua Guatemala, donde estaba enterrado Bernal Díaz del Castillo; entonces ellos caminaban con cuidado sobre los alrededores de su tumba, con miedo de que llegara a levantarse el fantasma del soldado escritor, ese viejito casi sordo, casi ciego, que escribía crónicas de conquista, batallas crueles y sangrientas, sobre la mesa de una casa colonial, para ayudarnos a nosotros a comprender que la literatura finge la historia, que es otra manera de decir que la literatura miente la vida.

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