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La invención de la infancia en literatura

“Aquel jardín era mi reino, donde podía hacer y decir lo que quisiera. Allí creé mundos lacrimosos, románticos y bestiales

“Aquel jardín era mi reino, donde podía hacer y decir lo que quisiera. Allí creé mundos lacrimosos, románticos y bestiales, mundos que luego se reflejaron en parte de mi obra”, dijo Julio Cortázar en una entrevista para el programa español A fondo en 1977. El jardín al que se refería era el de su casa en Banfield, un suburbio cerca de Buenos Aires que por esa época —principios del siglo XX— quedaba a treinta minutos en tren y que ahora hace parte de la ciudad. La casa donde vivió hasta los 17 años y que habitó con el deseo de estar siempre solo, siempre lejos.

La infancia para él fue el momento en el que encontró las cosas que lo asombrarían siempre: la música, el arte, la lectura. Leyó mucho. Leyó tanto que con apenas ocho años el médico que atendía a la familia le recomendó a su madre, María Herminia Descotte, que le prohibiera los libros al pequeño Julio, que lo obligara a tomar el sol. Descotte, después de ver el sufrimiento que causaba en su hijo no poder leer, le dio nuevamente sus libros de Edgar Allan Poe, de Charles Dickens. Libros de los que se asomaba la primera traducción al español. En la niñez el escritor descubrió la vida como se descubre la muerte: con dolor, como una herida que no cierra. Comenzó a escribir a los nueve: “Una novela romanticona en la que todos morían al final y que sólo leyó mi madre. Afortunadamente”. Allí describió un mundo precario, relativo, y que debía habitar sabiendo que no había confianza ni certeza de felicidad o tristeza.

Las referencias a la infancia en la literatura son casi proporcionales a la cantidad de libros que existen. Están ahí como un sustrato de la vida de sus autores, que de diferentes maneras atienden a llamados del libro —ficción o no— para darles forma a los personajes o sentido a la historia. Los recuerdos, que casi siempre son formas y no contenidos, generan en la obra una voz transgresora al nivel de discursos y de estéticas. La niñez se convierte en un mundo donde el escritor puede habitar por momentos y hacer lo que no podía cuando era niño: entender.

Los escritores no escriben desde el niño, porque este habita, desde siempre, en una zona propia. “Zona bloqueada en la memoria del adulto respecto de la propia infancia, de la que no quedan sino jirones confusos, percepciones vagamente familiares que remiten a ese lugar perdido al que no se puede acceder”, escribió la académica argentina Adriana Astutti en su libro Andares Clancos (2001). Ese lugar perdido que Marcel Proust recrea a partir de una taza de té y una magdalena no está pensado desde el niño, sino desde la proyección del adulto que busca recuperar su pasado y que, al hacerlo, lo inventa de nuevo, una vez más.

Los niños son extrañas máquinas de percepción y criaturas que suscitan la mirada entre sorprendida y escandalizada de los adultos, porque, pese a todo esfuerzo de control y formación, consiguen habitar un territorio impenetrable e imposible de reproducir.

“La fascinación por la infancia perdida —escribió Enrique Molina en La hija del insomnio (1990) — se convierte en ella, por una oscura mutación que cambia los signos, en la fascinación de la muerte, igualmente deslumbradora una y otra, igualmente plenas de vértigo”. Ella era Alejandra Pizarnik, quien creció en el mismo barrio en donde nació: Avellaneda, en Buenos Aires. Cuando era pequeña no sabía pronunciar la erre, parecía una francesa tratando de simular el acento argentino. Odiaba eso. Odiaba su piel con bolas de pus en todo el rostro. Odiaba subir de peso con tanta facilidad como respirar. Odiaba que la compararan con Myriam, su hermana. El único hoyo de escape para el odio eran las anfetaminas, que causaron largos períodos de trastornos del sueño como euforia e insomnio. Su escritura se cruzó por el deseo de recuperar la infancia, al menos en recuerdos borrosos.

“Lo infantil tiende a morir ahora pero no por ello entro en la adultez definitiva. El miedo es demasiado fuerte, sin duda. Me miro en el espejo y parezco una niña. Muchas penas serían ahorradas si aceptara la verdad”, escribió la argentina en sus diarios.

La infancia es el lugar de la memoria y el mito: es la etapa de los primeros recuerdos, de la sorpresa por el mundo y el descubrimiento de todo lo que lo compone. Desde la escritura se acude a esas primeras imágenes o recuerdos pantallas, según Sigmund Freud, que son reconstruidas ficticiamente por el sujeto desde sucesos reales o fantasmas, para comprender ese primer ser en la vida, la singularidad, el pasado que contiene la sustancia que explica una parte importante del presente, las motivaciones personales, la identidad actual, los proyectos de futuro. Se revisa la temprana edad que da origen a esa identidad múltiple y final. Así es como Lady Rojas-Trempe comenta acerca de la biografía de la escritora mexicana Aline Pettersson: “Desde el inicio textual el sujeto autobiográfico considera la infancia, el objeto literario, como el espacio real y simbólico de donde emerge la simiente humana de creación literaria”.

En algunos cuentos de Borges, por ejemplo, el tono que se utiliza para hablar de la infancia se entiende como una recapitulación, se presenta como una complicidad con el narrador, que en algunos casos es un niño, una traición a los adultos que abre un espacio para reflexiones ingenuas pero profundamente reales. En cuentos como El libro de arena, donde el protagonista es Borges, hay un desvío, una transgresión: otra forma de habitar el mundo.

Ha ocurrido en la historia de la literatura que después de traumas históricos, como guerras civiles o conflictos mundiales, los escritores recurren a sus recuerdos infantiles, poniendo narradores niños para la formación de un mundo original y, de algún modo, veraz; donde la felicidad y la infelicidad, el paraíso y el infierno están en perfecta analogía con la infancia y la adultez.

Es el caso de la Guerra Civil Española, con la numerosa producción de novelas con perspectiva infantil, como Memorias de Leticia Valle (1945) de Rosa Chacel, El cuarto de atrás (1978) de Carmen Martín Gaite y Mi primera memoria (1960) de Ana María Matute. Por otra parte está la producción posterior a las dictaduras latinoamericanas, que ha utilizado la figura del menor en textos que denuncian el autoritarismo, la represión y la censura, como La rebelión de los niños (1980) de Cristina Peri Rossi, Óxido de Carmen (1986) de Ana María del Río, El cuarto mundo de Diamela Eltit (1986).

Una obra reciente, Formas de volver a casa, del chileno Alejandro Zambra, habla de la generación de quienes, como dice el escritor, vivían su niñez mientras sus padres eran cómplices o víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet. El Chile de mediados de los años ochenta a partir de la vida de un niño de nueve años.

La adultez proporciona al escritor las herramientas necesarias para intentar, al menos, entender qué pasó con ellos en esos momentos decisivos de la vida, donde el cambio de luz hasta la concepción de la muerte podían ser definitivos para siempre. Dejar pasar el tiempo necesario para revisar esos años vertiginosos donde había tiempo y energía para todo suele ser la mejor manera para escribir de ellos. La única.

Tomado de El espectador

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