Rafael Alberti (1902-1999), el célebre poeta español, vivió 23 años en la capital argentina, la ciudad a la que cantó Jorge Luis Borges (1899-1986) en Fervor de Buenos Aires y en otros poemas y la que está presente en muchos de sus más leídos relatos. Ambos frecuentaron similares círculos culturales y literarios, escribieron para las mismas revistas y publicaron para los mismos editoriales, pero jamás se dirigieron la palabra. Ni siquiera llegaron a saludarse. Personajes distantes que transitaban por los mismos parajes en la vida real y en el arte. Ilustres figuras de las letras hispanas que nunca obtuvieron el premio Nobel, del que fue eterno candidato el ilustre autor argentino.
En una rueda de prensa en Roma, en marzo de 1981, a Borges le preguntaron por el poeta español, a lo que el escritor argentino, con su característica ironía, contestó balbuceante: “¿Alberti? …Pero, ¿no se había muerto?”
Periodistas que no entendieron el sarcasmo, quisieron aclararle que Alberti seguía vivo. Se rumoraba que el español recibiría el premio Cervantes –el Nobel de las letras españolas- ese año. El periodista reformuló la pregunta, de manera más directa.
“-¿Votaría usted por Alberti a la hora de elegir al próximo ganador del premio Cervantes?
-No, dijo Borges. Creo que este año hay que dárselo a Octavio Paz-.
-¿Y por qué no a Rafael Alberti?
-Porque he leído sus poemas.”
Así de directo. Esta anécdota está en el libro El último Borges (Biblioteca nueva, 2004), del periodista y escritor argentino Gabriel Cacho Millet (1938), quien fue amigo muy cercano de ambos autores. A Borges lo frecuentó en Buenos Aires y en Roma. A Alberti en la capital italiana, a donde arribó en 1963, en su última escala de su largo exilio para retornar a España tras la caída de la dictadura franquista, con la muerte del caudillo, en 1975. Alberti recibió el Cervantes en 1983 de manos del rey Juan Carlos I. El argentino en 1979.
La vida insinúa algún paralelismo en estos dos poetas, aunque colocados en las antípodas ideológicas. Con la llegada de Juan Domingo Perón (1895-1994) al gobierno argentino, a mediados de la década de 1940, Borges se quedó en su patria, sufriendo la “pesadilla” del peronismo, que “soportó con rencor”, pero este régimen no alteró su destino literario. Para Borges, el peronismo fue solo una “asfixiante circunstancia”. Con Perón o sin él, “Borges habría sido siempre Borges, como lo fue hasta el cansancio, hasta sentirse harto de ser Borges”, dice Cacho Millet. Alberti dejó ser el que era cuando Francisco Franco ascendió al poder, tras la guerra civil española (1936-39). “El vencedor de aquella guerra entre hermanos –añade- lo condenó a vagar por el mundo” y “le obligó a ser otro: uno a quien no le falta solo su tierra, sino la tierra bajo sus pies”.
Chacho Millet expone una serie de hipótesis sobre la distancia que mantuvieron ambos escritores, en las que el argentino parece llevar la iniciativa para que nunca cultivaran una amistad, el menos, un encuentro. Entre estas no descarta la envidia que le despertaba el poeta gaditano: extrovertido, combativo, popular y mundano, ante un Borges tímido, huraño, introvertido, erudito, internacionalmente desconocido aún (principios de los 40), de escasos amigos, de salidas nocturnas y con serias limitaciones para entablar relaciones de pareja, como fue toda su vida.
El autor afirma que aquella respuesta de esa mañana en Roma, de uno de estos dos “grandes y terribles” amigos del siglo XX, “no me satisfizo”.
“Aquel día (…) hubiera querido saber al cabo de qué reflexión Borges soltó aquella mezquina pregunta sobre el pase a mejor vida del poeta andaluz y pronunció aquel enigmático juicio sobre su poesía, porque no creo que es un libro en especial (…) lo que Borges rechaza, sino toda la poesía de Alberti, incluido su autor”, sugiere en El último Borges.
Aunque la distancia fue la norma durante los 23 años que duró el exilio de Alberti en Argentina –junto con su esposa María Teresa León- Borges prologó un libro de Alberti, (Disprezzo e meraviglia, 1972), con el poema Buenos Aires en tinta china, con ilustraciones del italiano Atilio Rossi (Editorial Losada), pero en este texto ignora al autor de los versos y atribuye la obra solo a un autor, el ilustrador. “A lo largo del prólogo se entretiene en tejer el elogio del que ‘hizo el dibujo’, ignorando hasta el nombre del que escribió el cantar”, escribe Cacho Millet.
Este prólogo titulado Buenos Aires en tinta china, figura en la Miscelánea (Debolsillo, 2011), que reúne gran parte de la obra de no ficción del célebre autor argentino. En el texto, Borges resalta la influencia italiana –más que la española, la nacionalidad de Alberti- en Argentina en campos como la arquitectura y la política y añade: “Este libro evidencia la felicidad con que Rossi cultiva tal género (el dibujo)”, pero evade hablar de los poemas.
En una entrevista con el autor de El último Borges, en 1989 en Madrid, Alberti afirma que Buenos aires en tinta china lo escribió con Atilio Rossi, un dibujante italiano de la editorial Losada. “Borges no era amigo mío –apunta-. No lo trataba y creo que no le he saludado siquiera una vez”. Luego le pregunta por el prefacio en el que él fue ignorado. El poeta andaluz añade:
“Sinceramente yo no se lo hubiera pedido a Borges. Se pidió porque Rossi era muy amigo suyo. Borges, pues, no pudo decir que no (…). Simplemente a mí no se me hubiera ocurrido pedirle a Borges nada (…). Rossi se lo pidió y entonces Borges se vio obligado a poner esas palabras. Pero realmente esas palabras no me las puso a mí, se las puso a Rossi”.
Luego le pregunta si lo trataba en Buenos Aires. “No. Me resultaba muy difícil. (Borges) era de una sociedad especial (…) muy de la revista Sur, aunque yo colaboraba en la revista. (…). Y cuando Rossi y yo hicimos el libro sobre Buenos Aires y sus barrios, Rossi me dijo: ‘le voy a pedir unas palabras a Borges.’ ‘Pues pídeselas tú porque Borges conmigo no tiene ninguna amistad’ (…). Yo a Borges no lo traté nunca. Además no creo que Borges me quisiera a mí nada. Una vez que pasó por Roma y le preguntaron por Rafael Alberti, dijo: ‘Ah, ¿pero no se había muerto?’ (…) Personalmente no tengo ninguna simpatía especial por Borges”.
Agrega: “Sé que es un escritor que tiene mucho talento y sé lo que vale, ¿verdad? pero no es un escritor que yo haya tratado o que yo piense en él, absolutamente para nada. Me importa un pito. Él dijo que yo no le importaba nada, tampoco a mí me importa mucho.”
Cacho Millet especula que no cabe admitir que Borges, “visceralmente anticomunista”, se llegase a entender con un poeta militante de una ideología de izquierda, “que profesa una ideología totalitaria” y que –terminado su exilio- lo apoye para que le sea conferido un galardón de tan alto prestigio como el Cervantes. Pero –añade- si se examina el juicio crítico de Borges sobre Pablo Neruda, “poeta marxista” como Alberti, podría pensarse en que la diferencia del argentino hacia el español no nace en apariencia de diferencias ideológicas.
“De la etapa sentimental de Neruda, Borges ha dicho que era ‘un poeta muy flojo.’ Empero, ‘cuando se dejó llevar por el comunismo –observa- escribió espléndidos poemas. Él necesitaba ese estímulo, aunque yo, como lector suyo no lo necesito’ (…) ‘El marxismo (como el luteranismo, como la luna, como el caballo, como un verso de Shakespeare) puede ser un estímulo para el arte, pero es absurdo decretar que sea el único”.
Cacho Millet adelanta que quizás no sea disparatado suponer que Alberti representase para Borges el recuerdo de una etapa de su poesía que preferiría olvidar. “Me refiero al periodo de la ‘admiración bolchevique’, comenzado bajo el signo del ultraísmo, cuya expresión máxima es un puñado de poemas que tituló Ritmos rojos y que el argentino repudió para siempre, cuando en él se hizo camino una poesía que estaba en la búsqueda de ‘una vía media’ entre la abstracción y el sueño”.
Pero esa hipótesis explica solo parcialmente la conducta de Borges respecto a Alberti. El periodista argentino apunta que también pudo haber influido la “gradual popularidad” que acompañó al poeta español y a su mujer en el destierro de Buenos Aires. “Al cabo de un tiempo los dos desterrados empezaron a estar en la boca de todos. Las charlas de María Teresa por la radio, a las que solía invitar a su marido poeta, los guiones cinematográficos que escribían juntos, las colaboraciones en revistas literarias y para el hogar y las tertulias dieron a los Alberti, en ‘casa ajena’, una fama que los acompañó hasta al regreso a Europa en 1963”.
“Borges, en cambio –agrega- hasta que no fue alcanzado por la fama universal (…), era un escritor de excepcional talento, conocido por críticos y admirado por pocos amigos, timidísimo –su primera conferencia fue leída por un amigo porque él no se atrevió a pronunciarla-. Salía acompañado por su madre (…) en sus raras apariciones públicas, poco llamativo, nocturno y en el fondo un hombre gris que ser ganaba el pan con el sudor de su frente, primero como bibliotecario de barrio y luego como profesor de literatura inglesa, amigo de contados amigos. No vivía aún no de sus libros. No viajaba al exterior. No era famoso, o no lo era hasta el punto de que lo paren en la calle para que firmara un autógrafo, como le sucedería en los años de la vejez y de la casi absoluta ceguera”.
El autor asegura querer mucho a Borges para hacer de él un santo. Por lo tanto, no puede excluir del todo que el escritor argentino sufriera una “secreta envidia” ante el “radiante” destierro y “tanta vida” del español. Mientras tanto, él siendo argentino y viviendo en su propia tierra, tenía entonces tan escasas popularidad y vida. “Pero esta hipótesis –subraya- podría explicar el desdén de Borges hacia el hombre Alberti, pero no el rechazo de su poesía”.
Según Cacho Millet, no hay en toda la poesía castellana del siglo XX, dos poetas que caminen tan lejos uno del otro. El destino de Borges es evocar; el de Alberti, cantar. “Alberti canta lo que ve aquí y ahora y todo ello a la luz del día, sin suspender el curso del tiempo (…). A Borges le ‘duele una mujer en todo el cuerpo’, pero le aterra poseerla. Sospecho que esa era su tragedia personal, aunque muchos crean verla en la ceguera, que en su caso fue ‘fecunda’ y le permitió ‘ver’ lo que otros, viendo, no ven”.
“Alberti ama y es correspondido (…). Su drama no bordea nunca la tragedia. Eros en su obra y en su vida vence siempre a Thánatos. Las arenas y la luna del Puerto (Santa María de Cádiz, donde nació) son testigos de su precoz iniciación sexual (…). El colegio local, dirigido por jesuitas, es el ‘padre’ de ese joven andaluz, sensual y algo gamberro, que luego escribiría Marinero en tierra,” uno de sus primeras obras (premio Nacional de Poesía 1925).
“Borges, por el contrario, no habla casi nunca de su niñez y cuando lo hace no es para reflejar lo vivido, sino leído u oído de sus mayores. Así, en el cuento El encuentro evoca la ‘romántica seriedad’ de sus nueve o diez años, viendo a un hombre matar a otro. ‘Yo no estaba ebrio de vino, pero sí de aventura; yo anhelaba que alguien matara, para poder contarlo después,” subraya.
Más adelante agrega Cacho Millet: “Las calles de la ciudad compartida, Buenos Aires, son para Borges, ‘la entraña de su alma’; para Alberti, la tierra donde pisa y ondea la sílaba popular del ‘poeta de la calle’. Alberti no conoce abstracciones. Denuncia los males del mundo y somete ‘intuitivamente’ su menester a la creación del hombre nuevo” (…). Denuncia “el horror del mundo que le trasmiten los diarios”. “Borges no lee los diarios. Forjador del ‘verso incorruptible’, parece escribir ‘desde la eternidad’, Alberti desde el tiempo y para el tiempo”