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La fotografía y el olvido

¿Y el olvido? ¿Pero no es que la fotografía ha sido la_preservadora_de_imágenes_interesantísimas para la Historia, fundamentales_para_la_Ciencia, utilísimas para la Arqueología, esenciales para el Arte

¿Y el olvido? ¿Pero no es que la fotografía ha sido la preservadora de imágenes interesantísimas para la Historia, fundamentales para la Ciencia, utilísimas para la Arqueología, esenciales para el Arte (a la que enriqueció con sus nuevas formas de expresión), inapreciables para el conocimientos físico de nuestro planeta, entrañables (porque aquí tiene el amor un recinto) para los miembros de una familia? En fin, un quehacer sin el cual la vida moderna, tal y como de ella tenemos noticia, sería inimaginable.

¡Cuánta agua ha pasado bajo los puentes del Sena desde aquel 1838, cuando Louis Daguerre captó en una fotografía de diez minutos de exposición un bulevar de París, en cuya esquina cercana permanecía un hombre a quien un niño limpiaba sus botas! (Ellos fueron los dos primeros seres humanos “daguerrotipados”). Poco después, en 1839, fue presentada al público esta espléndida novedad en la que se unían la física, la química, la luz, la oscuridad y el ingenio para crear una imagen.

El perfeccionamiento del invento produjo aquellas hoy amarillas inolvidables estampas de cuando el retratado mira el lente de la cámara con una actitud en la que se mezclan la curiosidad, la expectativa y hasta el temor de que aquel artefacto con tres patas, un gran paño negro y bajo él un hombre, haga explosión. O en las que aparece un caballero de enormes bigotes, elegantísimo y respetabilísimo, con un brazo apoyado en el antepecho de una balaustrada clásica y la mirada perdida en las alturas de la metafísica. O aquellas que muestran a una familia numerosa. Al observar cuidadosamente los rostros de estos hombres, mujeres y niños, diríase que la sonrisa en esas rancias épocas estaba proscrita de la realidad humana. (Tal vez por ello, más tarde, los fotógrafos idearon, avecilla en ristre, aquel truco de “¡Vea el pajarito!”, para hacer que los chicuelos diseñaran alguna sonrisa en el momento de abrir el obturador).

Ahora… ¿se nos podrá perdonar la descortesía de traer a cuento las desoladoras fotografías en donde una linda niña, floridamente trajeada con motivo de su primera comunión, de rodillas en un reclinatorio, se dispone a recibir la Eucaristía de manos de un gran Jesucristo de madera contrachapada pintado con “Sapolín”?

La industria de las cámaras, los negativos y los papeles sensibles a la luz se perfeccionaron aceleradamente. (Aunque “así no lo crea” don José Marín Cañas, quien en su libro admirable Valses nobles y sentimentales (1984) dictamina:

“La fotografía es una actividad del hombre que no solamente no ha progresado, sino que acusa evidente deterioro. Si usted, lector, toma en sus manos una foto de su propiedad y efigie, de hace treinta años, verá que los lentes de ahora, de  los que se habla con tantas alabanzas, son la carabina de Ambrosio. En la vieja fotografía, está con detalle su bella cabellera, la tersura de su tez, el brillo de sus ojos. A pesar de que entonces, los fotógrafos, para sacar su imagen, se escondían debajo de un trapo negro del tamaño de una sábana; a pesar de que las cámaras eran de un volumen que había que echárselas al hombro mientras que ahora tienen las diminutas medidas de un radio japonés de transistores, aquellos artefactos reproducían nuestra imagen con una gran propiedad y un lujoso aporte de detalles. Se conoce que a pesar de su escasa maniobrabilidad, constituían aparatos de acabado perfecto y de fina calidad.

Compare usted esa fotografía con alguna que le han tomado ahora, y verá lo malos que son los actuales lentes. Donde antes estaba captada su cabellera, ahora se ve un extraño reflejo de luz que nadie sabe de dónde sale, y que da la impresión de que el pelo se ha puesto ralo. Hay lentes de tan baja calidad, que no pueden captar el pelo y lo que se ve en la fotografía es lo que los chiquillos llaman vulgarmente el “coco”. Si en la fotografía antigua, su cara, retocada o no, lucía juvenil y tersa, en la actual pareciera carecer de reto-que, porque encontrará una interminable cantidad de líneas que atraviesan su rostro, sin razón alguna ni orientación ubicable, y que terminan por parecer arrugas.

Cualquier ciudadano que haga esta experiencia, llegará a la conclusión de que, o se han muerto todos los retocadores de oficio, o los lentes, –¡ahora todo es sintético!– han bajado de calidad, hasta límites que promueven la protesta.”

A pesar de la opinión del ilustre escritor, prosigamos. A lo largo de casi todo el siglo XX, los turistas, sobre todo los estadounidenses, trotaron por el mapamundi con su kodak colgando del cuello, tomando instantáneas a troche y moche. (Se ha dicho que para contemplar –de regreso a casa– los lugares que no conocieron, ocupados como estaban en accionar el disparador aquí, allá y acullá.)

Una dilatada época que captó la realidad natural y humana en la superficie toda de nuestra esfera. Y ese precioso patrimonio fotográfico es hoy parte de la memoria de nuestro linaje. Tesoro que existe en libros, documentos, archivos, impresos periodísticos, museos y hogares… gracias a que para obtenerlo se utilizaron cámaras con un rollo de negativos en su interior, que una vez impresionados era preciso acudir a un despacho citadino provisto de laboratorio –un cuarto oscuro– donde eran revelados, detenidos, fijados, lavados y secados, para proceder entonces a positivar las copias en papel sensible, detenerlas, fijarlas, lavarlas y secarlas… Y luego, era preciso esperar uno, dos o tres días para recoger, con manos trémulas por la emoción, el resultado de las tomas que con tanto esmero se hicieron. Con tanto esmero, porque el número de negativos era limitado y el precio del revelado no era reducido. Después, las copias positivas iban a enriquecer el álbum familiar y los negativos a ser guardados en una gaveta, en previsión de futuras reproducciones.

(¡Qué agradable, qué cautivante es sentarse a pasar lentamente las páginas de uno de estos álbumes, muchas de las cuales sostienen las fotografías lejanas de parentelas y personajes –las que ya se comentaron con alguna jovialidad–, de viviendas, calles, desfiles, circunstancias y momentos tan variados como los días de una vida!)

Todo este registro gráfico aconteció en aquellos tiempos que trasvolaron para no regresar jamás al punto de partida. Lo que engendra una interrogación tan sinuosa como los signos que la indican, desde el momento en que hoy las representaciones fotográficas no son tangibles: no están en una cartulina, en una tarjeta, en un papel, en una diapositiva, en un gran paisaje decorando una pared, en la efigie de un pasaporte, en el retrato de un prócer en el museo… no son… no son… ¿qué son?  Se trata de líneas y colores que existen en una pantalla y que cuando se disipan… ¿adónde se marchan?

–Dicen, porque yo no sé mayor cosa del asunto, que al ciberespacio.

–¿“Dicen”?

–Tengo entendido que se trata de un lugar en donde las cosas están pero no son…

–¿Tiene “entendido”?  Porque yo no lo entiendo. Pero creo que Platón hubiera estado muy contento con usted.

–…parece que es  un ámbito algunos de cuyos compartimentos se llaman  píxel, bit, link, chip…

–¡Vaya palabritas ridículas! Parecen marcas de frituras de bocadillos en bolsa.

–…tag, gadget, kelvin, exif, ram, rom, uxga…

–Y esos otros ruidos recuerdan lo que se oye cuando se entra a un zoológico…

Sin embargo, la fotografía digital ha llegado a cumbres de nitidez como las que alcanzó la fotografía artesanal. Empero, no es este el asunto. Está muy bien –y no podría ser de otro modo– que las publicaciones y las filmaciones en el mundo entero se nutran hoy de los admirables y veloces procedimientos computarizados para captar y reproducir las imágenes contemporáneas, las cuales perdurarán hasta la declinación de la humanidad.

Pero el intríngulis radica en otra parte: las primeras cámaras digitales aparecieron en 1990. Poco después se popularizaron en tal forma que hoy se captan –internacionalmente– unas 22.200 fotografías por segundo. Eso significa que mientras usted ha leído (hasta aquí) el presente texto, se ha oprimido el disparador de las cámaras ¡nueve millones trescientas veinticuatro mil veces! ¿Verdad que este fenómeno es una plegaria a los Dioses del Absurdo?

Como cada exposición es gratuita, el dedo índice de la humanidad funciona sin descanso mañana, tarde y noche, en consecuencia captando imágenes cuya abrumadora mayoría carece de toda estética y miga, aun para los mismos ¿fotógrafos? que miran (sin ver) el resultado en sus pantallitas… para olvidarlo inmediatamente. Fuera de alguna íngrima copia en algún soporte, la avalancha de fotos restantes dormirá para siempre el sueño de los justos en las entrañas de las camaritas.

Hemos extraviado, entonces, ese inconmensurable tesoro de imágenes, llamémoslas “habituales”, que tanta falta hacen en los hechos de cada uno de nosotros y, corriendo el tiempo, en las crónicas de la vida del futuro.

No se trata del registro de trascendentales momentos sociales, patrióticos, laborales, políticos… que para eso está la fotografía periodística. Se trata del olvido del acontecer cotidiano, de la marcha del existir común y corriente, de las cosas que pasan en la calle, en el hogar y en el taller, que son vida depurada, vida de verdad, la vida de la vida, con pena y con gozo. Vida con la poesía para quien sabe encontrarla cuando camina de su trabajo a su casa. ¿La habremos perdido verdaderamente?  Es de temer que sí…

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