Suplementos

La ciudad de un poeta campesino

Ahora que ellas están vacías y nosotros encerrados, resulta fácil añorarlas, echar de menos el ruido de las copas en un bar, poder tomarse un café en una terraza abierta a la calle,

Ahora que ellas están vacías y nosotros encerrados, resulta fácil añorarlas, echar de menos el ruido de las copas en un bar, poder tomarse un café en una terraza abierta a la calle, caminar en medio de una multitud sana, tener un encuentro casual, dejarse en la retina el rostro de una mujer vista al pasar. También, es sencillo hoy que escasean los suplementos literarios y que las redes sociales se llenan de ruido, de ansiedad y de estupidez; extrañar las disputas entre intelectuales, los bandos que se formaban en periódicos de calidad, el pugilato de los cronistas, pleitos de altura escritos con inteligencia; luchas por la verdad, la estética, la política o la simple vanidad que llegaba los domingos a las manos de lectores ávidos, en papeles recién salidos de la imprenta, poblados de firmas que llegarían a ser ilustres.

Sí, se extrañan las ciudades y ese daño colateral que provoca la literatura, las tertulias, las páginas de opinión ganadas por plumas lúcidas, la bohemia y el ritmo vertiginoso de la modernidad. Pero no solo desde la cuarentena en la que un virus nos tiene prisioneros se sueña la ciudad de las luces. En otros momentos, en lugares distantes como un pueblecito de Portugal a finales del siglo XIX, otro tipo de persona también ilusionaba la ciudad, en su caso, Lisboa.

Artur Corvelo no tenía padres, era tímido, en el ancho mundo solo una tía lo quería, era inteligente e iluso; en Oliveira fue asistente de un boticario y soñaba con conquistar la capital de Portugal, no liderando un ejército profesional ni una guerrilla revolucionaria, sino a punta de poemas y de dramas.

Se entiende fácil que Artur era poeta, escribía versos de amor y de sufrimiento, aspiraba a la fama, a codearse con diplomáticos, periodistas, escritores de verdad; él quería ver su nombre en los periódicos, deseaba que en los cafés la gente repitiera sus versos, que las mujeres de sociedad suspiraran al verlo pasar y, sobre todo, anhelaba tener una casa amplia, con una biblioteca lujosa, donde pudiera leer libros maravillosos mientras se fumaba un puro y descansaba su zapato derecho sobre la cabeza mansa de un perro San Bernardo.

Un buen día consiguió dinero, se despidió de la botica, del boticario y de su tía; hizo maletas y tomó un tren rumbo a la gran ciudad junto a su amigo Rabecaz, quien lo acompañó por unos días mientras el poeta aprendía a jugársela solo en Lisboa.

José María Eça de Queiroz nació en 1845 y murió en 1900. Fue abogado, diplomático portugués en Inglaterra, París y La Habana; colaboró con distintos periódicos y es considerado el mejor exponente decimonónico del realismo literario en Portugal. Algunas de sus novelas más destacadas son El crimen del padre Amaro, Los Maia y La ciudad (Escrita entre 1877 y 1884 y publicada por su hijo, de forma póstuma, en 1925).

En esta última novela es en la que se cuenta el viaje en tren de Artur Corvelo a Lisboa, su arribo, su estrechez económica, su fascinación con los barrios altos de aquella mítica ciudad abierta al mundo y a la literatura. Esa ciudad que conocería sus versos, esa ciudad del realismo en la que él es retratado por el novelista como un romántico, como un campesino ingenuo que termina corrompiéndose, que termina cayendo en los vicios y las tentaciones que le ofreció aquella hermosa urbe europea.

Artur consigue trabajo en un periódico, sus compañeros de sala de redacción descubren que es poeta y que tiene un libro terminado; entonces anuncian en artículos su próxima publicación. Corvelo prueba por fin la magia de la bohemia lisboeta, se codea con periodistas consumados, es invitado a fiestas de la aristocracia, también a reuniones políticas de demócratas y jacobinos.

Al publicar su primer libro se entusiasma con la fama, esa que llega hasta su pueblito, donde recortan las noticias que lo mencionan. Un retrato suyo engalana la botica en la que trabajó. Artur Corvelo prueba las mieles engañosas del éxito literario; sin embargo, rápido se ve atrapado en las redes de la inseguridad, esas en las que se pierde el talento de tantos escritores: entonces lo carcome la duda por aquello que opinará la gente sobre sus poemas, ya no sabe para quién escribir, si para aristócratas o para republicanos.

Como es natural, no termina escribiendo nada bueno, sus libros no se venden, algunas señoras aristócratas lo halagan, los demócratas lo consideran un traidor, sus compañeros de la prensa le ponen trampas y entonces, por suerte para nosotros, aparecen los mejores capítulos de la novela, esos en los cuales el realismo se cruza con el romanticismo y el carnaval para mostrarnos un cuadro completo de Lisboa a finales del siglo XIX.

Como todo romántico, Artur se enamora de una mujer fatal, una española hermosa y licenciosa con la que goza noches de pasión en un cuarto de hotel que él paga. En esa habitación vive con la andaluza, ha olvidado la poesía, se gasta el dinero que no tiene, ignora las cartas que le envía desde Oliveira su tía moribunda, la única persona que lo quiso de verdad; porque la española sabe de hombres y también sabe esconder infidelidades; entonces se le escapa con amantes, uno de ellos, Manolo, lo usó a él para llegar a ella, le habló de revoluciones, de guerras, de soldados fugitivos. Artur Corvelo se sentía tomado en cuenta por un hombre importante, ese mismo que finalmente acabó dejándolo sin dinero, sin honor y sin española.

“Se puso a escribir versos, y con la imaginación aguzada por la melancolía, le salieron con facilidad. Escribió hasta muy tarde, mientras los gritos de los borrachos resonaban por las calles y los coches pasaban sin parar de teatro en teatro.

Bien entrada la noche, terminó la última estrofa, en la que decía que su vida, herida hasta lo más hondo por el amor de Concha, no tendría otros amores a no ser que fueran como tiendas de una noche que se desmontan al amanecer. A aquella hora, en el teatro Doña María, Concha y Manolo, de dominó, apasionadamente enlazados, bailaban con furia entre los estridentes compases de La hija de Madame Angot.”

La humillación de Artur, su terrible duelo por Concha, coinciden con la llegada del carnaval, lo cual hace que su agitación psíquica se confunda con la fiesta de la carne y de las máscaras en la que todo cambia de lugar, donde todo es permitido dentro de un tiempo cíclico que se abre cada año antes de la cuaresma. Estas son páginas extraordinarias de una novela que superó con creces la prueba del tiempo. Artur se emborracha, baila, siente viva la lujuria, tiene sexo con una mujer desconocida y después despierta, solo, pobre y todavía golpeado por el dolor que le dejó Concha en el alma, ese tipo de dolor que no sabe sanar la fiesta de la carne.

La Capital está compuesta por diez capítulos, en los primeros siete se nos cuenta la vida de Artur desde su infancia y juventud rurales hasta su aventura urbana por el mundo de los periodistas y los poetas. Al llegar a los capítulos finales ya el lector conoce bien a este pobre personaje, siente estima por él y de eso se aprovecha entonces un novelista magistral para hacernos ingresar en un drama romántico de traiciones, sexualidad, dobles e infidelidades, vivido en una ciudad habitada por ricos, pobres, políticos, artistas, borrachos, gente desalmada y ruin que le muestra a Artur la verdad de una ciudad moderna y le rompe en mil pedazos la ilusión que él había construido desde Oliveira, el pueblito donde un día soñó con llegar a ser un poeta famoso.

Las buenas novelas, como La capital, nos llevan de la mano a un mundo autónomo y perfecto que tiene la capacidad de arrancarnos de nuestro tiempo, que nos hace olvidar pestes y miserias y nos ayuda a entender mejor la dúctil materia de la que estamos hechas las personas.

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