Hay quienes tienen el talento de aportar un punto de vista novedoso, acaso insólito, a un tema viejo, hay quienes pueden así transformarlo.
Existen en cambio otros, a cuyo orden pertenece Álvaro Rojas, que demuestran una capacidad admirable de recolectar, agrupar y dar sentido a los diversos puntos de vista, para arrojar así luz sobre la significación, las dimensiones y la trascendencia del tema mismo.
Incluso son ellos quienes nos hacen constatar el tema como tal. En su libro La Boca, el Monte y las novelas (2018) el tema es la ciudad, y la óptica el problema fundamental.
A través del análisis de tres novelas, Rojas nos ofrece tres San Josés diferentes, ficcionalizadas por los ojos del leitmotiv que las atraviesa, los flâneurs, quienes, como el personaje de Baudelaire, se pasean por ese laberinto de tiempos y vericuetos produciendo con su mirada la urbeficción.
Jerónimo Peor y don Félix en Los Peor; Martín Amador en Cruz de Olvido y Miguel en Los Dorados. Ellos son los vehículos que introducen lo que Álvaro Rojas entiende a la vez como el escenario y como uno de los personajes principales de la novelística costarricense de los últimos treinta años: la ciudad de San José.
En el libro hay una danza entre el rigor y la elocuencia que, lograda a veces con brillo, justifica una introducción con aires de marco teórico.
Leemos nombres como Greimas, que permite entender la ciudad como un personaje; Jameson legitima la contextualización de la literatura y subraya el valor de la aproximación histórica; Foucault teje el vínculo entre el saber, el narrar y el poder; y fi nalmente Bakhtín faculta a Rojas para hacer de la contextualización algo más que un ejercicio de simple coordinación y la trae al corazón de la hermenéutica literaria, al entender que en literatura la forma es indisociable de su contexto.
Bakhtín condensa esta idea en el concepto de cronotopo, que no es otra cosa, en este caso, que la urbanidad contemporánea, particularmente la de la capital josefina.
Además, en la introducción Rojas menciona justamente los estudios de Álvaro Quesada Soto como su gran pretexto analítico, casi como un estado de la cuestión, y enseguida ofrece un breve pero jugoso recorrido histórico que semantiza la geografía temporal de la ciudad de San José.
En esta sección son particularmente bienvenidas las referencias a Sergio Ramírez, Carmen Lyra, Luisa González y Sinatra, a través de quienes se desmitifica la San José igualitaria y romántica de la época liberal, así como la San José modernizada del proyecto liberacionista.
Cuando Rojas analiza la operación de la ficción sobre la carne de lo urbano no procede tampoco a tientas. Hay fi neza en su aproximación, sobre todo en la escogencia de los pasajes a analizar, así como al momento de pizcar la esencia de lo que las obras quieren decir sobre la ciudad.
Los Peor es, pues, objeto de un análisis diacrónico, donde se identifi ca la doble temporalidad de la ciudad vista por Jerónimo Peor y la proyectada por los ojos ciegos de don Félix.
La primera, la anfractuosa urbe de los 90, llagada por el proyecto tecnócrata; la segunda, una versión romántica de la capital de los 30.
Ambas se sobreponen en un solo plano y rompen la linealidad del tiempo. Así que no solo se fi ccionaliza lo capitalino en su presente a través de los ojos del fl âneur, sino también en su pasado, cristalizado en los ojos muertos del veterano.
Quizá extrañamos que Rojas no subrayara el carácter pitagórico de lo óptico en la novela de Contreras: dos ojos para Jerónimo, el testigo de la ciudad actual, un ojo para Polifemo, el testigo de la ciudad oculta (el putero que es monumento a la Campaña del 56) y ningún ojo para don Félix, que al mismo tiempo posee el don de la vista pretérita, casi como un tercer ojo que devela una dimensión invisible.
Rojas atina, sin embargo, en señalar otra relación dialéctica en Los Peor, aquella entre la ciudad idealizada —pasada— y la ciudad contemporánea, entendida “como síntoma social” (Rojas, p. 98).
De tal suerte que, para Rojas, las coordenadas del cronotopo se defi nen a partir de la contradicción. En el caso de Cruz de Olvido de Carlos Cortés la tónica es más uniforme.
San José es una ciudad de mierda, que se mira con desprecio. El objetivo, como bien señala Rojas, es casi psicoanalítico, consiste en destapar lo subterráneo, lo oculto, asunto que el autor analiza prestando palabras a Freud e incluso a Althusser.
San José es para Cortés la ciudad cloaca, que Rojas había también constatado en las narraciones de Alfredo Oreamuno Quirós, alias Sinatra, a cuya obra, elegantemente, en otra parte, ha llamado el “inconsciente del proyecto liberacionista”.
El análisis no disgrega al abordar Los Dorados de Sergio Muñoz, que es una narración de la marginalidad josefi na. De entre sus páginas surge, pues, la ciudad corrupta que habita y vampiriza el lumpen.
Pero también Cortés marginaliza y corrompe los espacios recurrentes en las demás novelas, lo que acaba desnudando su aparente objetividad al ponerlos en la óptica de la bahorrina (Rojas, p. 154).
Ambas novelas, quizá con más fuerza la segunda, sintonizan a San José con la Managua de Galich, inserta por Rojas en una línea larga que se tira desde la Manhattan de Dos Passos, pasando por la Lima de Vargas Llosa y el México de Carlos Fuentes.
Resulta particularmente agradable el abordaje en larga duración que da Rojas al tema de la ciudad literaria, conduciéndonos a través de un siglo de narraciones de San José sobre los botes de Daniel Gallegos, Alberto Cañas, Carmen Naranjo, Alfonso Chase, etc., hasta llegar a los más recientes textos, como Grafi tería de Ricardo Vargas, lo que permite apreciar todo un crisol de puntos de vista sobre la capital. Leves omisiones pueden señalarse, como El circo del deseo de Sirus Sh. Piedra, pero lo exhaustivo no está nunca dentro de los objetivos del libro de Rojas.
Por otra parte, sorprende constatar que Rojas prefiriera las ideas de Jorge Jiménez sobre las “ciudades realistas” y las “ciudades ideales”, a marcos referenciales de mucho mayor peso y profundidad que podrían haber hecho calar más hondo el análisis sobre lo urbano fi ccional; pero, con todo, eso no le resta valor al producto fi nal. Es justo afi rmar, en suma, que el libro de Álvaro Rojas es altamente pertinente.
Trata con seriedad y cuidado algo que viene siendo conversación de mesas de tragos y salillas literarias durante años, pero que nunca se había concretado en lo formal.
Con ello permite constatar lo que muchos intuíamos: se logra demostrar que el cronotopo del San José contemporáneo es el escenario privilegiado de la novela costarricense de las últimas décadas. La necesidad de investigar esa ciudad multidimensional ha compelido a los escritores ticos por años, para quienes la capital sigue siendo un misterio, quizá precisamente porque la consideran inteligible o agotable en su pequeñez, la cual prueba ser, al fi nal, solo un malentendido.
Desnudarla, mostrar su suciedad, subrayar su crueldad, pero hacerlo soñando, constituyen la clave general de las narraciones que la objetan.
San José se seguirá narrando, augura con pericia Álvaro Rojas, a quien le tomamos la palabra a la espera de la gran novela josefina que la última generación ha quedado debiendo.