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La carta de Mendel

La escritora estadunidense Andrea Barret (Boston, 1954) logra en sus relatos una aproximación inusitada a la ciencia mediante una formidable estética literaria.

Durante treinta años, hasta su jubilación, todos los otoños mi marido se plantaba ante los alumnos de segundo curso de Genética y distribuía ejemplares del famoso estudio de Mendel sobre la hibridación de los guisantes. Aquel documento era un modelo de claridad, decía Richard a sus alumnos.

Encarnaba todo lo que debería ser la ciencia. Richard deambulaba ante la pizarra, hablando con soltura, sin consultar sus notas. Como el evolucionista Robert Chambers, había nacido con hexadactilia: se sentía algo acomplejado de su mano izquierda, que conservaba las cicatrices de la operación que en su infancia le había amputado el dedo sobrante, y, aunque gesticulaba con naturalidad, usaba únicamente la mano derecha mientras mantenía la izquierda en el bolsillo.

Desde el fondo del aula, donde me sentaba cuando todos los otoños asistía a su primera clase, podía ver la atención que le prestaban los estudiantes.

Después de distribuir el artículo, Richard contaba a sus alumnos su primera versión, la convencional, de la vida de Gregor Mendel. Mendel, les decía, se crio en una aldea diminuta del extremo noroccidental de Moravia, que a la sazón formaba parte del imperio Habsburgo y que después pertenecería a Checoslovaquia. Pobre y desesperado por seguir estudiando, a los veintiún años se ordenó en el monasterio agustino de la capital, Brünn, que ahora se denomina Brno.

Estudió ciencias y posteriormente impartió clases en un instituto local. En 1856, a la edad de treinta y cuatro años, inició sus experimentos sobre la hibridación del guisante comestible, usando como laboratorio el pequeño jardín adyacente al muro del monasterio.

Durante los ocho años siguientes, Mendel llevó a cabo cientos de experimentos en miles de plantas para investigar la transmisión de sus características de generación en generación. Plantas largas y cortas, de flores blancas o violeta; guisantes lisos o rugosos; vainas arqueadas o ceñidas a las semillas. Mantuvo un registro meticuloso de sus hibridaciones con el objeto de escribir el documento que los alumnos tenían ahora en sus manos.

Una noche fría y despejada de 1865, Mendel leyó la primera parte de su estudio a sus colegas de la Sociedad de Brünn para el Estudio de las Ciencias Naturales. Contó con unos cuarenta asistentes, unos pocos científicos profesionales y muchos aficionados serios.

Mendel leyó durante una hora, describiendo sus experimentos y demostrando las proporciones invariables con que los rasgos aparecían en sus híbridos. Al cabo de un mes, en el siguiente encuentro de la sociedad, presentó la teoría que formulaba para explicar tales resultados. Ahí mismo, en esa habitación pequeña y abarrotada, nació la ciencia de la genética.

Mendel no sabía nada de genes, cromosomas ni ADN, pero había descubierto los principios que posibilitarían su investigación.

—¿Aplaudieron?

–preguntaba siempre Richard, llegado este punto–.

¿Hubo gritos de aprobación o al menos un murmullo de desacuerdo? Se trataba de una pregunta retórica. Los alumnos sabían que no debían responder.

—Pues no –proseguía Richard–.

Las actas de aquel encuentro muestran que nadie preguntó ni discutió nada. Ninguno de los presentes entendió la trascendencia de lo que Mendel acababa de presentar. Un año después, la investigación se publicó y pasó totalmente desapercibida.

Los estudiantes bajaron la vista a sus ejemplares del estudio y Richard concluyó rápidamente su historia, describiendo cómo Mendel regresó a su monasterio y se ocupó de otros asuntos. Durante un tiempo siguió dando clases y realizando otros experimentos; cultivó uvas, árboles frutales y toda clase de flores, además de dedicarse a la apicultura.

Finalmente fue nombrado abad del monasterio y desde entonces hasta su muerte se dedicó a sus tareas administrativas.

Solo en 1900 se redescubrió su investigación perdida y una nueva generación de científicos apreciaron su trabajo. Cuando Richard llegaba a este punto, levantaba la vista hacia el fondo del aula, nuestras miradas se cruzaban y sonreía.

Él sabía que yo sabía lo que aguardaba a los estudiantes al final del semestre. Después de que leyesen el estudio y sobreviviesen al laboratorio donde criaban moscas de la fruta en tubos de ensayo para demostrar los principios de la herencia mendeliana, Richard les contaría la otra historia de Mendel, la que yo le había contado a él: la historia en que un arrogante colega científico desencamina sus investigaciones debido al comportamiento de una humilde planta, la vellosilla.

La historia en que la ciencia no solo es infravalorada, sino que además se ve subyugada por la soledad y el deseo de agradar. Tenía mis motivos para asistir a aquella primera clase todos los otoños y no se debía únicamente a mi condición de buena esposa.

Yo no había conocido a Mendel gracias a Richard. Cuando era niña, durante los primeros años de la Depresión, mi abuelo, Anton Vaculik, trabajaba en un vivero de Niskayuna, no lejos de donde Richard y yo seguimos viviendo en Schenectady.

No era el único empleo que había tenido mi abuelo, pero sí el que le gustaba más. Había salido de Moravia en 1891 para trasladarse a Bremen con su esposa encinta.

De allí embarcaron a Nueva York y luego a Albany. Su intención era seguir viajando hasta los grandes asentamientos checos de Minnesota o Wisconsin, pero cuando mi madre nació con seis semanas de antelación decidió instalarse aquí. Algunas familias checas vivían también en la zona y uno de aquellos compatriotas contrató a mi abuelo en su pequeña fábrica de botones de madreperla para blusas de señora.

Después, cuando ya había mejorado su inglés, mi abuelo encontró el empleo en el vivero que tanto le gustaba. Trabajó allí durante treinta años; se le daba tan bien la propagación de plantas e injertar árboles que sus patrones lo mantuvieron a media jornada mucho después de que le hubiese llegado la edad de jubilarse.

En el vivero todos le llamaban Tony, lo que sonaba adecuadamente norteamericano. Yo le llamaba Tati, una deformación de tatínek, «papá» en checo, que era como lo llamaba mi madre. A mí me pusieron Antonia por él.

Durante mi infancia nunca pasamos hambre; estábamos mejor que la mayoría, pero nuestra vida cotidiana era un entramado de pequeñas economías. Mi madre cosía, confeccionaba chaquetas y remendaba pantalones; cuando planchaba, dejaba las prendas lisas para el final, cuando ya había desenchufado la plancha y el hierro se enfriaba, para no gastar electricidad.

A mi padre le habían bajado el sueldo en la fábrica de General Electric y mi hermano mayor intentaba colaborar con trabajillos que conseguía aquí y allá. Yo era la única ociosa de la familia, por lo que los fines de semana y en las vacaciones estivales mi madre me permitía acompañar a Tati.

Me encantaba que Tati me diese trabajo que hacer. En el vivero había huertos de árboles frutales, melocotoneros, manzanos y perales, e invernaderos largos y achaparrados llenos de semilleros. Seguía a Tati a todas partes y le ayudaba mientras él trasplantaba o se dedicaba a injertar con su afilado cuchillo curvo y la cera. Me sentaba a su lado en un taburete alto y le sostenía las tenazas o el bote de alcohol desnaturalizado mientras emasculaba las flores.

Entretanto charlábamos y, así, acabé conociendo la historia de sus inicios en Estados Unidos. Los únicos momentos en que Tati torcía el gesto y guardaba silencio era cuando aparecía su nuevo superior. Sheldon Hardy, el antiguo horticultor jefe, había sido nuestro amigo; tenía la edad de Tati y habían trabajado codo con codo durante años, cortando vástagos y practicando injertos de hendidura en árboles frutales. Pero en 1931, cuando yo tenía diez años, el señor Hardy sufrió un infarto y se fue a vivir con su hija a Ithaca. Otto Leiniger apareció poco después, estropeando parte de nuestros placeres cotidianos.

Leiniger rondaría los sesenta años. Le faltó tiempo para decirnos que tenía un máster de una universidad del oeste; su bata blanca de laboratorio y los libros de su despacho evidenciaban que se consideraba un erudito. Se sentaba ante su gran escritorio de roble y anotaba las tareas de Tati con una pluma elegante heredada de días mejores; antes había sido director de un jardín botánico. Clavaba las listas en las ramas de propagación, donde la humedad las rizaba como virutas de madera, y, cuando estábamos enfrascados en el trabajo siempre merodeaba por los alrededores, observándonos.

No se quejaba de mi presencia, pero trataba a Tati como a un peón. Un día me sorprendió sola en un invernadero lleno de pequeñas begonias que habíamos cultivado a partir de esquejes. Yo estaba regando las diminutas plantas con una regadera pequeña a la que Tati había adaptado una roseta. Bajo el techo de cristal hacía mucho calor. Llevaba pantalón corto y una vieja camisa blanca de Tati sin nada debajo, más que mi húmeda piel; tenía solo diez años. Había mesas a lo largo de las dos paredes laterales del invernadero, y una mesa de propagación más estrecha ocupaba el centro.

Estaba a un lado de esta mesa más estrecha y, para ampliar mi perímetro de riego, me había encaramado a un cajón invertido. Me inclinaba para alcanzar las plantas más alejadas cuando levanté la vista y vi a Leiniger al otro lado. Tenía una cara redonda y pesada, con bolsas negras debajo de los ojos.

—Vaya con la pequeña asistente. Ayudas mucho a tu abuelo –me dijo–. Tati estaba en el invernadero vecino, examinando una nueva remesa de fucsias.

—Me gusta estar aquí –respondí. Estaba ocupándome de las begonias rex, unas plantas que se cultivan no por sus flores, sino por sus decorativas hojas onduladas.

Había ayudado a Tati a plantar las hojas madre en el sustrato húmedo y luego a trasplantar los esquejes que habían echado raíces–. Leiniger me señaló la hilera de begonias más cercanas a él y más alejadas de mí.

—Estas parecen un poco secas. Aquí –indicó–. Yo no quería rodear la mesa y ponerme a su lado.

—Alcanzas, solo tienes que inclinarte un poco. Me puse de puntillas y me incliné sobre la mesa, alargando el brazo para llegar a las plantas más alejadas.

—Muy bien –dijo con voz pastosa–. Inclínate hacia mí. Cuando me incliné, la vieja camisa blanca de Tati se abrió por el cuello y se me despegó del cuerpo. Alargué el brazo y regué las begonias. Cuando me incorporé, vi que Leiniger tenía la cara colorada y que se apretujaba contra la mesa de madera.

—Aquí –dijo, señalando con un gesto tembloroso otro grupo de plantas que había a su derecha–, estas también parecen muy secas. Me daba miedo, pero también quería cumplir con mi trabajo y temía que cualquier descuido mío le trajera problemas a Tati. Me incliné una vez más, con la regadera en la mano. Esta vez Leiniger me sujetó el brazo con sus gruesos dedos.

—Esas no –dijo, acercando mi mano al borde de la mesa, contra la que él seguía apretujado–. Estas de aquí, estas de aquí están muy secas.

La regadera le rozaba la parte delantera de la bata justo cuando Tati entró. Puedo imaginarme, ahora, lo que aquella escena debió de parecerle.

Yo inclinada sobre la estrecha mesa, de puntillas sobre el cajón y la camisa blanca colgando hacia delante como una sábana sobre las jóvenes begonias; Leiniger sonrojado, sudoroso, pegado al canto de la mesa.

Y su mano, esa mano culpable, atrayéndome hacia él. Solté la regadera en cuanto Tati gritó mi nombre. ¿Quién sabe lo que pretendía Leiniger?

A Tati debió de parecerle que tiraba de mí, pero Leiniger no era más que un viejo solitario y ahora me resulta plausible que solo quisiera echar un vistazo dentro de la camisa y mantener ese pequeño contacto con la piel de mi antebrazo.

Si Tati no hubiese entrado en el invernadero en aquel preciso instante, quizá no habría pasado nada más. Pero en aquella escena Tati vio lo peor: vio esa mano rechoncha en mi brazo y esos ojos clavados en mi pecho infantil. Tenía en la mano una navaja de poda.

Cuando gritó mi nombre y yo solté la regadera, Leiniger me agarró más fuerte del brazo. Intentaba zafarme cuando Tati corrió a clavarle la navaja en el dorso de la mano.

—Nêmecky! –le gritó–. Prase! Leiniger chilló y tropezó hacia atrás, donde el ladrillo de hormigón al que me había subido antes para regar las plantas colgantes lo sorprendió por debajo de las rodillas.

Cayó despacio, pesadamente, con una mano cerrada en la herida de la otra y una expresión de incredulidad en el rostro. Tati ya alargaba el brazo para sostenerlo cuando Leiniger se golpeó la cabeza con el tubo de la calefacción.

Pero no es esto lo que le conté a Richard, por supuesto. Cuando nos conocimos, justo después de la guerra, yo trabajaba en la fábrica de General Electric que antes había empleado a mi padre y Richard estaba acabando su tesis.

Tras la muerte de mi padre, había abandonado los estudios y Richard había interrumpido su doctorado para alistarse en la Marina, donde investigó durante tres años los hongos tropicales. Los dos teníamos una sensación de urgencia, la necesidad de recuperar el tiempo perdido. Durante nuestro breve noviazgo, solo le conté a Richard aquello que creí que le enamoraría.

En nuestra segunda cita, mientras tomábamos café y dulces italianos, le conté que cuando era niña mi abuelo me había enseñado cuatro cosas sobre la reproducción de las plantas y que me fascinaba la genética.

—Tati vivió una temporada con nosotros durante mi infancia. Me llevaba a pasear por los campos desiertos de Niskayuna y me hablaba de Gregor Mendel.

Todavía recuerdo la diferencia entre un estambre y un pistilo. —Mendel es mi héroe –me dijo Richard–. Siempre ha sido mi ideal de lo que debe ser un científico. No es habitual conocer a una mujer que esté familiarizada con su obra.

—Sé muchas cosas de él. Lo que Tati me contó… Te sorprendería. No le dije que Tati y yo habíamos hablado de Mendel porque nos resultaba insoportable mencionar lo que ambos habíamos perdido.

Tati durmió en mi habitación durante los meses anteriores al juicio; salió bajo fianza a condición de que dejase su casita en Rensselaer y se quedase con nosotros. Yo dormía en el sofá de la sala y Leiniger yacía inconsciente en el hospital de Schenectady. A Tati y a mí nos dejaban tranquilos. A nadie le apetecía hablar con nosotros. Mis hermanos se ausentaban de casa tanto como les era posible y mi padre trabajaba largas horas. Mi madre sí que estaba, pero se la veía tan disgustada por todo lo ocurrido que apenas podía dirigirnos la palabra. Lo máximo que consiguió decirme en un aparte, a los pocos días de la llegada de Tati, fue: —Lo que le ha pasado a Leiniger no es culpa tuya.

Entre esos hombres hay un viejo problema de países. Hizo que me sentara con ella en el porche, donde se dedicaba a dar la vuelta a las setas que había recogido en el bosque y que secaba al sol, en unas telas de cedazo. Rojo, amarillo, violeta, marrón. Algunas estaban más secas que otras. Mientras hablaba, pasaba de una tela a otra, volviendo los delicados fragmentos.

—¿Qué países? ¿De qué hablas?

—Tati es checo, como yo –dijo mi madre–. La familia del señor Leiniger es alemana, de una zona de Moravia donde solo viven alemanes. Tati y el señor Leiniger no se llevan bien por lo que pasó en tierras checas hace mucho tiempo.

—¿Entonces yo soy checa? ¿Todo esto ha ocurrido porque yo soy checa?

—Tú eres norteamericana; ante todo eres norteamericana. Pero Tati odia a los alemanes, y Leiniger y él habrían encontrado el modo de pelearse aunque tú no hubieras estado ahí.

Me habló un poco de la historia de Moravia, lo bastante para que entendiera lo antiguas que eran las disputas entre checos y alemanes. Me dijo lo feliz que había sido Tati en la Primera Guerra Mundial, cuando los inmigrantes checos y eslovacos de Estados Unidos se unieron para recaudar fondos y contribuir a la formación de un Estado independiente checoslovaco.

Cuando ella era niña, me dijo, Tati había discutido con su mujer por todas esas donaciones que él hacía. Pero nada de eso me parecía importante. En el invernadero, un policía le había preguntado a Tati por lo ocurrido y Tati había respondido: —Le he clavado la navaja en la mano, pero el resto ha sido un accidente.

Él ha tropezado con ese ladrillo y se ha caído.

—¿Por qué? ¿Por qué ha hecho eso?

—Mi nieta. Él la estaba… tocando. El policía me levantó la barbilla y me miró con severidad.

—¿Es eso cierto? –me había preguntado. Y yo había asentido atolondradamente, sintiéndome culpable y muy importante al mismo tiempo. Pero ahora mi madre me decía que yo no tenía la menor importancia–.

—¿Entonces tengo que odiar a los alemanes? –pregunté–.

Al cabo de unos años, cuando Tati había muerto, yo estudiaba secundaria y Hitler había desmembrado Checoslovaquia, mi madre se volvería claramente antialemana.

Pero entonces lo único que dijo fue: —No, el señor Leiniger no tendría que haberte importunado, pero él es un hombre en concreto; no está bien odiar a todo el que tenga un apellido alemán.

—¿Y eso es lo que hace Tati?

—A veces. Le conté a mi madre lo que Tati le había gritado a Leiniger, repitiendo lo mejor que pude las palabras extranjeras. Mi madre se sonrojó.

—Nêmecky significa «alemán», prase significa «cerdo» –dijo con reticencia–.

Nunca le cuentes a nadie que le oíste decir eso a tu abuelo. No le conté esta conversación a mi abuelo. Durante todo aquel otoño, pero sobre todo tras la muerte de Leiniger, cuando llegaba a casa de la escuela encontraba a Tati esperándome en el porche con su nudoso bastón en la mano y la gorra calada en la cabeza. Quería pasear, estaba desesperado por pasear. Mi madre no le permitía salir solo de casa, pero casi nunca tenía tiempo de acompañarle, y mis hermanos no se daban por aludidos.

Por lo que Tati me esperaba todas las tardes como un perro inquieto. Mientras paseábamos por los campos y los bosques que se extendían detrás de nuestra casa, nunca hablamos de lo que había ocurrido en el invernadero, sino que Tati me iba nombrando los musgos y las flores que encontrábamos a nuestro paso. Me enseñó las vellosillas y sus parientes: la variedad canadiense, la oreja de ratón y la vellosilla naranja, que mi abuelo también llamaba pincel del diablo y se extendía por los campos abandonados. Las plantas tenían largos tallos, rosetas de hojas en la base y capítulos pequeños similares al diente de león.

En cuanto mi abuelo me las descubrió, vi que eran omnipresentes.

—Hieracium –me dijo Tati–. Ese es su verdadero nombre, que viene de la palabra griega para “halcón”. Se dice que el jugo del tallo aguza la vista. Se trataba de una planta sumamente resistente que crecía allá donde la tierra era demasiado pobre para que viviesen otras especies. Estaban emparentadas con los ásteres, las margaritas y las dalias, todas ellas plantas que había visto cultivar en el vivero, pero también con los cardos y las bardanas. Debía recordarlas, me dijo.

Eran importantes. Él había presenciado cómo le destrozaban la vida a Gregor Mendel. Incluso ahora parece imposible: ¿cómo podía haber conocido yo a algún contemporáneo de Mendel?

Y, sin embargo, así era: Tati se había criado en las afueras de Brno, la ciudad donde transcurrió casi toda la vida de Mendel. En 1866, el año en que se conocieron, había cólera en Brno y los soldados prusianos pasaban por la ciudad tras la breve y espantosa guerra.

En aquel entonces Tati tenía diez años y esas cosas no le interesaban. Una tarde había trepado por los muros blancos del monasterio agustino de Santo Tomás persiguiendo una alondra.

Cuando se sentó a horcajadas en lo alto del muro, vio que un hombre rechoncho con gafas lo estaba mirando. —Se parecía al tío de mi madre –me había dicho Tati–. Un poco. Mendel le tendió la mano y lo ayudó a bajar del muro. Rodeado de árboles frutales y parras silvestres, Tati divisó a lo lejos la torre de un reloj y un edificio largo y achaparrado.

El suelo estaba lleno de guisantes. No las miles de plantas que habrían estado allí en el apogeo de las investigaciones de Mendel, pero todavía quedaban cientos de ellas, aferradas a palos y cuerdas. Tati me dijo que era un lugar mágico.

Mendel le enseñó el zorro domesticado que tenía atado durante el día, pero que soltaba de noche, los erizos, los cobayas y los ratones, las colmenas y las jaulas llenas de pájaros. Los dos, el niño y el hombre maduro, se hicieron amigos.

Mendel le enseñó a Tati casi todos sus secretos hortícolas y después fue el responsable de que le concedieran una beca en el colegio donde él enseñaba. Pero Tati me dijo que el primer año de su amistad, antes de los experimentos con la vellosilla, fue el mejor.

Mendel y él, codo con codo, habían abierto las flores de los guisantes y habían transferido el polen con un cepillo de pelo de camello.

El último día de 1866 Mendel escribió su primera carta a Carl Nägeli, un célebre e importante botánico de Múnich que estaba interesado en la hibridación. Con ella envió también una copia de su estudio sobre los guisantes, pues esperaba que Nägeli le ayudase a encontrar el reconocimiento que se merecía.

Pero en su carta también le mencionaba que había empezado a experimentar con la vellosilla, para ver si se confirmaban sus resultados con los guisantes.

Nägeli era un experto en la vellosilla y Tati creía que Mendel solo se lo había mencionado para interesarlo en su trabajo. Pasaron varios meses antes de que Nägeli se dignara responder, y cuando lo hizo apenas mencionó los guisantes.

Pero como él también investigaba la vellosilla, le propuso a Mendel que se dedicase a experimentar con ellas. Desesperado por obtener reconocimiento, Mendel dejó de escribir sobre los guisantes y se concentró en la vellosilla.

—¡Ay, ese Nägeli! –dijo Tati–. Mes tras mes, año tras año, vi a Mendel escribir largas y pacientes cartas sin recibir respuesta, o solo respuestas tardías, o respuestas que hablaban de otros asuntos. Siempre que Nägeli le escribía, era para hablar de las vellosillas. Después, cuando me enteré de que los experimentos de Mendel con la vellosilla no habían funcionado, me entraron ganas de llorar.

Los experimentos que habían dado unos resultados tan precisos con los guisantes fueron caóticos con las vellosillas, cuya hibridación era difícil. Los ensayos fallaron una y otra vez, y se perdieron años de trabajo. La inexplicable conducta de Hieracium destruyó la fe de Mendel en que las leyes de la herencia que funcionaban con los guisantes fuesen universalmente válidas.

En 1873 había tirado la toalla. Hieracium y también Nägeli le habían convencido de que su trabajo era inútil.

—Fue mala suerte –dijo Tati–. Mala suerte en acudir a Nägeli y en permitir que desviase su investigación hacia la vellosilla. La técnica experimental de Mendel era correcta y sus leyes de la herencia eran totalmente válidas. No podía saber –nadie lo supo durante años– que la vellosilla no hibridiza de una forma racional porque con frecuencia forma semillas sin fertilización.

—Partenogénesis –me dijo Tati, un término largo y tortuoso que apenas conseguí pronunciar. Aun ahora sigue pareciéndome una enfermedad–. Las plantas que crecen de semillas formadas por partenogénesis son copias exactas de la planta madre, como las begonias que obtenemos a partir de esquejes de hojas.

Mendel abandonó la ciencia y después de que lo eligieran abad dedicó los últimos años de su vida a pelear con el Gobierno por los impuestos a los que estaba sometido su monasterio. Discutía con sus compañeros y fue volviéndose cada vez más solitario y amargado.

Algunos monjes creían que había enloquecido. En su celda se dedicaba a fumar grandes puros y mirar el techo, donde por indicación suya habían pintado escenas de santos y árboles frutales, colmenas e instrumental científico.

Cuando Tati iba a visitarlo, su conversación divagaba. Mendel falleció en enero de 1884, en la noche de Reyes, confundido sobre el valor de sus investigaciones científicas. Ese mismo año, mucho después de que se hubiese interrumpido su correspondencia, Nägeli publicó un libro enorme donde resumía todos sus años de trabajo.

Aunque muchas de sus opiniones y observaciones reproducían los estudios de Mendel con los guisantes, Nägeli no lo mencionó, ni a él ni su trabajo.

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