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Kubrick, romper siempre las reglas

No todo el mundo que se dedica al arte puede presumir de ser un mito. Stanley Kubrick lo es desde su nacimiento como cineasta y más allá de su muerte, convertido en cineasta de culto por varias generaciones de espectadores.

No todo el mundo que se dedica al arte puede presumir de ser un mito. Stanley Kubrick lo es desde su nacimiento como cineasta y más allá de su muerte, convertido en cineasta de culto por varias generaciones de espectadores. A este director (Nueva York, 1928- Saint Albans, Reino Unido, 1999) se le ama sin condiciones aunque algunas de sus trece películas hayan tenido que ser enviadas al psiquiatra para que las entendamos bien. A Kubrick se le entiende mejor siendo joven que habiendo cumplido ya unas cuantas décadas y visto unos cuantos miles de películas. Pero ese pecado de juventud es tan maravilloso que no se olvida con los años, aunque una visión más pausada y menos apasionada de su obra abra interrogantes razonables sobre el verdadero alcance de lo que logró.

Crecido en medio de un clima de inconformismo artístico, Kubrick fue fotógrafo adolescente, primero aficionado y luego profesional, y entró a darle al disparador en la revista Look a los 17 años porque no le dejaron matricularse en la universidad (impagables sus reportajes sobre el fotógrafo Weegee y sobre la figura de Rocky Graziano). Sobrevivió jugando al ajedrez por dinero, muchas veces comparó el arte de hacer un filme con jugar al ajedrez.

Obsesionado hasta la locura con el control de sus películas, se batió el cobre durante meses para lograr financiación para sufragar sus primeros títulos. De hecho, Miedo y deseo (1953) y El beso del asesino (1955) pudo pagarlas con préstamos de sus amigos y familiares que solo pudo devolver después de varios años. Conocer a James B. Harris, el productor de televisión que le rescató de la bancarrota, cambió por completo su vida y le abrió puertas hasta entonces cerradas a un outsider como él, un artista que se ponía en todos y cada uno de los pellejos de aquellos con los que trabajaba: cuando el iluminador bañaba de luz la escena, él tomaba fotos para que su densidad fuera la que precisaba cada momento de la película; cuando el director de fotografía encuadraba, él se situaba detrás para corregir el plano si era necesario. Era capaz de plantar cara a los distribuidores de todos los países donde sus películas eran estrenadas para que lo fueran exactamente el día y a la hora que él creía oportunas: un enfermizo deseo de controlar todo.

Su cine refleja a la perfección cómo era, sus rasgos de personalidad. Supo, pese a todas las dificultades del sistema de estudios, hacer rentable e incluso influyente un cine muy personal y de autor, que se apoya tan solo en esas trece películas de una filmografía que abarca desde 1953 a 1999. Entre las dos últimas, La chaqueta metálica (1987) y Eyes Wide Shut (1999), pasaron doce años.

El salto a la notoriedad lo dio Kubrick al adaptar una novelita criminal de Lionel White, que había sido publicada en la prensa porque no tenía editorial que apostara por ella. De esos mimbres levantó Atraco perfecto (1956), la última palabra en cuanto a la modernidad del film noir y del cine de robos y ladrones. Dinamitó con ella el género negro clásico. Tenía entonces 27 años, una edad perfecta para arriesgar. Creó una maquinaria narrativa de relojería con vueltas atrás y adelante en el tiempo, un rompecabezas que el espectador ordena en su subconsciente, una verdadera subversión de la narración convencional. Para hacerla visionó millones de veces La jungla de asfalto, El abrazo de la muerte, Al rojo vivo Sus influencias se extienden al cine contemporáneo, Tarantino no puede negarlas en su ópera prima Reservoir Dogs. Siempre me viene a la cabeza cuando alguien nombra esta joya lo difícil que es guardar una maleta llena de billetes.

Tras ella, otro aldabonazo que sacudió los cimientos de la industria: Senderos de gloria (1957), basada en un hecho real ocurrido durante la Primera Guerra Mundial en el que varios soldados fueron ejecutados por cobardía. Imposible no solidarizarse hoy con esos tres parias. Un ensayo sobre la justicia y su cara opuesta, la injusticia cometida por el poder desde su lujoso castillo de la campiña. Las desavenencias que vivió con la estrella de la función no impidieron que Kirk Douglas le ofreciera sustituir a Anthony Mann en la dirección de Espartaco (1960), un grandioso éxito que Kubrick hizo por dinero: llevaba dos años sin ingresos prácticamente y aceptó la propuesta en tres días. Es la menos kubrickiana de todas, la que menos tiene de su visión escéptica del mundo y del ser humano porque hay más de Dalton Trumbo que de Kubrick en este canto a la libertad que ha sido tachado de marxista por muchos críticos. ¿Y?

La novela prohibida de Nabokov le permitió una forma de rebelión contra la censura. El contestatario de Hollywood se llevó a Londres la producción de Lolita (1962) y burló buena parte de las exigencias puritanas sobre la ninfa y su maestro. Fue el único guion para el cine que hizo el autor del original, y fue una de las pocas películas junto a Espartaco en las que Kubrick no participó oficialmente en el libreto.

A esas alturas, ya podía permitirse casi todo, por lo que eligió una sátira para trasladar a la pantalla la psicosis nuclear de los años 60, tras la crisis de los misiles con Cuba. Teléfono rojo, volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove, para todos los cinéfilos, 1964), adjudica a la impotencia sexual de un general del ejército norteamericano, ajado e intolerante a partes iguales, el estallido de la Tercera Guerra Mundial. Él piensa que los comunistas están contaminando el agua con una fórmula fluorizada, y se ha dado cuenta de ello porque ya no eyacula con la misma facilidad que cuando era joven, una confesión que fue cortada por la censura en España. «Dimitri, no te oigo bien, ¿puedes bajar un poco La Internacional?»: un diálogo entre el presidente norteamericano y el líder soviético que podría haber escrito Billy Wilder.

En la obra de Kubrick hay un antes y un después de 2001, una odisea del espacio (1968), el filme que marca su madurez. Incluso en el seno interno de este cuento de ciencia ficción hay un antes y un después. La prehistoria, la elipsis más majestuosa de la historia del cine, las naves espaciales, el monolito… y entonces nace otro Kubrick más discursivo, pretencioso en la búsqueda de la brillantez obligatoria. El tercio final de 2001 es seguramente el metraje de cualquier película que más ha sido saltado por los aficionados en los dvd y magnetoscopios del mundo entero. Tras ella adaptó a Anthony Burgess (La naranja mecánica, 1971), William Makepeace Tackeray (Barry Lyndon, 1975), Stephen King (El resplandor, 1980) y Arthur Schnitzler (Eyes Wide Shut, 1999). En todos los géneros quiso siempre reescribir las reglas, con un estilo que rompiera con los convencionalismos de Hollywood.

Tomado de ABC Cultural

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