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Importancia del pecado

En estos días que quieren semejar batallas campales entre confesionales y herejes, el escritor Carlos Salazar Ramírez nos envía este cuento

En estos días que quieren semejar batallas campales entre confesionales y herejes, el escritor Carlos Salazar Ramírez nos envía este cuento que reflexiona acerca del acto creador en la pintura.

Goza la vista al recorrer el desorden seductor de un taller de arte, y el olfato al recoger el olor tan agradable de la pintura al óleo.

Al pie de una gran ventana inclinada por la que entra derramándose en el estudio la luz de un día florecido y frente a su caballete, una mujer, junto a un ramo de pinceles y los tubos de los colores, observa con la mayor atención las formas generales y los mínimos detalles de su modelo, un obrero de cincuenta y dos años.

Este hombre, delgado pero fuerte; atezados los brazos, las manos y la cara por los vapores deletéreos de las grandes maquinarias de las factorías; con el bigote gris cubriendo la boca que alguna vez recogió los besos de una mujer y unos ojos que si pudieran decir lo harían de una lejana felicidad perdida y nunca más encontrada, se veía posando porque la artista lo halló en una calle cualquiera de la ciudad, y lo invitó a su estudio.

Él no hizo ninguna pregunta. Aceptó con su voz agrietada la solicitud como si fuera una mano tendida que tomó para seguirla adonde quisiera llevarlo, caminaron en silencio varias cuadras, y subieron al aposento del tercer piso de un pequeño edificio de ladrillo. Y aunque el ambiente del taller le produjo extrañeza, asombro y agrado, no hizo comentario alguno. Era un hombre de contadas palabras.

La pintora traza líneas, aplica colores, se aleja de la tela, se acerca, observa largamente a su modelo, rectifica contornos, cambia tonalidades… sin embargo, una expresión de desaliento se dibuja en su rostro. Cuatro días con sus programas de trabajo han transcurrido y la tela, aunque muestra habilidad, carece de esos hilos recónditos que unen el acento de una vida con la superficie de un retrato.

“¿Qué puedo hacer? –dice para sí-. Necesito ayuda.”

Y luego de una breve conversación consigo misma:

-Amigo mío, por hoy suspenderemos nuestra labor. Le ruego volver mañana.

El obrero se pone de pie, inclina la cabeza en señal de asentimiento y despedida, y se marcha.

Ante el toque de la aldaba, el profesor de pintura, el viejo profesor de pintura, abrió la puerta y…

-¡Maestro, cuánto me complace verlo!

-¡Pero si es mi querida exalumna! ¡Qué sorpresa inesperada! Pase, pase adelante, para que llene usted de juventud mi casa…

Y ya en la salita, rodeados de la sencillez acogedora del hogar de alguien que dio su vida al Arte, la muchacha expuso con detalle el porqué de su presencia. Y después:

-¿Desea, maestro, visitar mi taller para ver el retrato?

-No es necesario. Entiendo perfectamente lo que ocurre. Y para hablar de ello comenzaré de tiempo atrás.

“Usted me contó que cuando era niña sus padres observaron su disposición para el dibujo y el gozo que mostraba al jugar con los colores, hechos evidentes en sus pasatiempos y en sus cuadernos escolares, aficiones que se acrecentaron durante la adolescencia. De tal manera que al llegar a la edad universitaria fue matriculada en la Academia de Bellas Artes, al mismo tiempo que en el local apropiado de un edificio no lejos de su casa ellos le acondicionaron un magnífico estudio de pintura, para que usted trabajara tranquila y placenteramente.

“Aquí no sobra recordar que sus progenitores estimaban que estos aprendizajes y labores eran cosa risueña y de fácil esparcimiento… Y usted así lo creía, considerando la natural influencia familiar. ¡Cuando lo más difícil, intrincado y laborioso que existe en el mundo es estudiar y hacer Arte!

“Ahora bien. La casa de sus mayores corresponde a lo que el espíritu burgués llama “un hogar de buenas costumbres”. Y esto significa la carencia de esas condiciones singulares y fascinantes que son fundamentales en el oficio del creador, entre las que está lanecesidad” del artista de visitar y penetrar los polos opuestos de la condición humana… y ello no lo admiten “las personas de vida ejemplar”. No sé si usted recuerda una frase de Flaubert que en alguna lección les leí a mis alumnos: “…quien se ha instituido artista no tiene derecho a vivir como los demás.

-No, maestro, no la recuerdo.

-Pues entonces, a partir de ahora, no la olvide. Es absolutamente cierta. Porque debe usted convertirse en una argonauta curiosa y cuidadosa que, proveída de la más aventurera de las brújulas, navegue entre las siete islas cada una de las cuales se nombra según un Pecado Capital.

“Y es que para crear obras de arte que valgan la pena es preciso conocer las anfractuosidades, las grandes llanuras y los intersticios de la vida. En el gozo y en el dolor. En la serenidad y en la desesperanza. En el color y en la tiniebla. Y trabajar con toda la cordura ineludible y toda la locura indispensable. Es esta la manera, además del necesario talento, de lograr el “misterio” que se ha dicho debe revelar un cuadro para que tenga calidad.

“Es evidente que este inmenso paisaje vital no lo puede enseñar la Escuela, restringida como está en el tiempo y en el contacto de la pasmosamente ilimitada realidad.

“La carencia de estos cimientos ha hecho que su trabajo no la haya dejado satisfecha.  Para que lo haga debe usted, sin temor o con él, abismarse en la vida. Es decir, debe usted convertirse en una pecadora. Proclamando que ser pecadora con este propósito, no es un pecado.

Aquella noche el insomnio se apoderó de la pintora. Porque cada fragmento de oscuridad la enriquecía con un retazo de conmoción futura.

Por la mañana del día siguiente el obrero subió los tres pisos del edificio de ladrillo,

y tocó expectante a la puerta. Al aparecer ella en el vano se sintió desconcertado. ¿Qué le había ocurrido? No hubiera podido explicárselo. Porque en su rostro, en sus manos, en su cuerpo, en el aura toda que la envolvía, estaban la determinación y la estremecida intuición de su entrega a un dilatado y azaroso viaje a través de la bella y terrible argamasa humana.

Transcurrieron en silencio varios segundos.

-¿Podría ver mi retrato? –casi balbució el hombre.

-Es únicamente el principio de algo que nunca será terminado. Venga…

-…Creo que avanza muy bien –dijo él con sencilla emoción-. Se parece mucho a mí…

-No, mi querido modelo. Habrá tal vez alguna semejanza física, pero eso no es todo. Resulta que su vida, lo que usted es, lo que está en su interior, su pasado, su presente (y quizá hasta su futuro), lo que enseñan sus ojos, lo que dice su cuerpo, lo que indican las tonalidades de su voz… todo eso no figura en el lienzo. Y voy a destruirlo.

-¡No, por favor! –clamó el trabajador-. Obséquiemelo usted…

-Imposible, amigo mío. Es inmoral obsequiar un mal fruto, y es ilícito para usted aceptarlo. Lo voy a destruir para comenzar un nuevo cuadro.

-Entonces… ¿cuándo deberé volver a posar?

-¿Para pintar un retrato digno de su carácter de hombre? Tendría que ser… eh… Vuelva usted… vuelva usted dentro de quince o veinte años.

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