Mi hermana y yo aún jugábamos en el suelo, así que debió de ser en 1932 o 1933 cuando nos enteramos de que estaba a punto de llegar Millicent MacTeer, nuestra bisabuela.
Toda una leyenda a la que se citaba con frecuencia. La idea era que visitara a todos los parientes que residían en el barrio. Vivía en Michigan y tenía mucho predicamento como comadrona. Su visita a Ohio se esperaba desde hacía mucho, porque se la consideraba la matriarca sabia, incuestionable y majestuosa de la familia. La majestuosidad quedó clara cuando hizo su entrada y sucedió algo que yo no había visto en la vida: sin que nadie les dijera nada, todos los hombres se levantaron.
Por fin, después de una ronda de visitas a otros parientes, se había presentado en la sala de estar de casa. Alta, con la espalda bien recta, apoyándose en un bastón que desde luego no necesitaba, saludó a mi madre. A continuación, mirándonos a mi hermana y a mí, que jugábamos o simplemente estábamos sentadas en el suelo, arrugó la frente, nos señaló con el bastón y dijo: “Estas niñas están adulteradas”.
Mi madre protestó (enérgicamente), pero el daño ya estaba hecho. La bisabuela era negra como el alquitrán y mamá sabía muy bien a qué se refería: sus hijas, y por ende nuestra familia más inmediata, estaban mancilladas, eran impuras.
Descubrir a tan temprana edad (o que te lo enseñen cuando no sabes nada) en qué consiste ser inferior por ser Otro no me impresionó en aquel momento, supongo que porque era extraordinariamente arrogante y rebosaba devoción por mí misma. Estar “adulterada” me pareció exótico en un primer momento, como si fuera algo deseable.
Cuando mi madre plantó cara a su propia abuela, quedó claro que estar “adulterada” en realidad significaba ser inferior, cuando no Otro por completo.
No resulta fácil encontrar descripciones de diferencias culturales, raciales y físicas que tengan en cuenta la otredad y al mismo tiempo estén exentas de categorías de valía o rango. Muchas de las descripciones textuales/literarias de la raza, por no decir la mayoría, van de lo malicioso, lo matizado, a lo “demostrado” seudocientíficamente. Y todas incluyen justificaciones y pretensiones de exactitud para corroborar su predominio. Estamos al tanto de estrategias de supervivencia en el mundo natural: distracción/sacrificio para proteger el nido; caza en manada/búsqueda de alimento sin planificación.
No obstante, los seres humanos, como especie avanzada que es, tenemos tendencia a aislar a quienes no forman parte de nuestro clan y a considerarlos enemigos, seres vulnerables y deficientes que requieren control, y esa tendencia viene de lejos y no se limita al mundo animal ni al hombre prehistórico. La raza ha sido un criterio constante de diferenciación, lo mismo que la riqueza, la clase y el sexo, tres categorías determinadas por el poder y la necesidad de control.
Tan solo hace falta leer el planteamiento eugenésico del médico y esclavista sureño Samuel Cartwright para comprender hasta qué extremos puede llegar la ciencia, cuando no la política, para documentar la necesidad de controlar al Otro.
“De acuerdo con leyes fisiológicas inalterables —escribe en su Informe sobre las enfermedades y las peculiaridades físicas de la raza negra (1851)—, las facultades intelectuales de los negros, por regla general y con escasas excepciones, solo pueden despertarse en un grado suficiente para recibir cultura moral, y aprovechar la instrucción religiosa o de otro tipo, cuando se someten a la autoridad forzosa de un blanco. […] Por su indolencia natural, a no ser que exista el estímulo de la coacción, pasan la vida adormilados, con la capacidad de los pulmones para recibir aire atmosférico apenas a la mitad, debido a la falta de ejercicio. […] La sangre negra distribuida al cerebro encadena la mente a la ignorancia, a la superstición y a la barbarie, y cierra la puerta a cal y canto a la civilización, a la cultura moral y a la verdad religiosa.
El doctor Cartwright identificaba dos enfermedades, una de las cuales denominó “drapetomanía, o el mal que empuja a los esclavos a fugarse”. La otra la diagnosticó con el nombre de “disestesia etiópica”, una especie de letargo mental que provocaba que el negro fuera “como una persona medio dormida” (lo que los esclavistas llamaban más comúnmente “bribonería”).
Cabe preguntarse por qué, si esos esclavos suponían tal carga y tal amenaza, se compraban y se vendían con tanto afán. Y por fin descubrimos las ventajas que ofrecen: el “ejercicio” forzoso, “tan beneficioso para el negro, se consagra a cultivar […] algodón, azúcar, arroz y tabaco, que, de no ser por su esfuerzo, […] quedarían sin cultivar, con lo que el mundo se perdería sus productos. Ambas partes salen ganando, el negro tanto como su amo”.
Esas observaciones no eran opiniones informales. Se publicaron en la revista científica New Orleans Medical and Surgical Journal. Se defendía que los negros eran útiles; no exactamente como el ganado, pero tampoco claramente humanos.
Casi todos los grupos de la Tierra (con o sin poder) han recurrido a diatribas similares para imponer sus creencias mediante la construcción del Otro.
Uno de los propósitos del racismo científico es identificar a un intruso para definirse a uno mismo. Otra posibilidad es mantener (e incluso disfrutar) la propia diferencia sin desdeñar la diferencia categorizada del alterizado. La literatura es especial y manifiestamente relevadora al exponer/considerar la definición de uno mismo, ya sea condenando o respaldando la forma de alcanzarla.
¿Cómo se llega a ser racista, sexista? Dado que nadie nace racista y no hay predisposición alguna fetal al sexismo, se aprende a alterizar no mediante la prédica o la instrucción, sino mediante el ejemplo.
Es probable que, para los vendedores en la misma medida que para los vendidos, estuviera universalmente claro que la esclavitud era una condición inhumana, si bien lucrativa. Desde luego, los vendedores no querían ser esclavizados; los comprados con frecuencia se suicidaban para evitarlo. Entonces ¿cómo funcionaba? Uno de los sistemas que tenían los países para consentir la degradación de la esclavitud era la fuerza bruta; otro era idealizarla.
En 1750, un joven inglés de clase alta, un segundogénito que probablemente no podía heredar según las leyes de la primogenitura, partió en busca de fortuna, primero como capataz y luego como propietario de esclavos y de su propia plantación de azúcar en Jamaica. Se llamaba Thomas Thistlewood, y Douglas Hall ha investigado y documentado de manera minuciosa su vida, sus hazañas y sus ideas en un libro publicado por Macmillan en la colección de textos académicos Warwick University Caribbean Studies y más tarde reeditado por la University of the West Indies Press. El volumen, que comprende extractos de los documentos de Thistlewood junto con comentarios de Hall, apareció en 1987 con el título de In Miserable Slavery. Al igual que Samuel Pepys, Thistlewood llevó un diario meticuloso y detallado: un diario sin reflexiones ni demasiados juicios, sin nada más que datos. Sucesos, encuentros con otras personas, el tiempo, negociaciones, precios, pérdidas, cosas que o bien le interesaban o bien se sentía en la necesidad de consignar. No tenía intención de publicar ni mostrar la información que anotaba. Una lectura de sus diarios revela que, como sucedía a la mayoría de sus compatriotas, su compromiso con el statu quo era incondicional. No cuestionaba la moralidad de la esclavitud ni el lugar que ocupaba él mismo en el entramado. Se limitaba a existir en el mundo tal como lo había encontrado y a dejar constancia de ello. Y es precisamente eso, su alejamiento de los juicios morales, algo en absoluto atípico, lo que arroja luz sobre la aceptación de la esclavitud. Entre los pasajes íntimos de sus exhaustivas anotaciones hay detalles de su vida sexual en la plantación (que no difieren de sus proezas de juventud en Inglaterra, en su mayor parte fortuitas).
Consignaba la hora del encuentro, su nivel de satisfacción, la frecuencia del acto y, en especial, dónde tenía lugar. Al placer evidente se sumaban la paz y el bienestar derivados del control. No había ninguna necesidad de seducción, ni siquiera de conversación; se trataba de simples anotaciones entre otras relativas al precio de la caña de azúcar o a una negociación sobre la harina llevada a buen puerto. En contraste con sus registros comerciales, Thistlewood escribía sus actividades carnales en latín: Sup. Lect. en lugar de “en la cama”; Sup. Terr. en lugar de “en el suelo”; In Silva en lugar de “en el bosque”; In Mag. o Parv. Dom. en lugar de “en la habitación grande” o “pequeña”, y cuando no quedaba satisfecho, Sed non bene. Hoy en día supongo que hablaríamos de violaciones; en aquella época se llamaba derecho de pernada. Intercaladas entre las actividades sexuales están sus notas sobre los cultivos, las faenas agrícolas, las visitas, las enfermedades, etcétera.
En un momento dado de una anotación del 10 de septiembre de 1751 dice: “Hacia 10 1/2 de la mañana. Cum Flora, una congo, Super Terram entre las cañas, por encima del inicio del muro, a mano derecha del río, hacia el territorio de los negros. Ella había ido a buscar berros. Le he dado 4 bitts”. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, escribe: “Hacia las 2 de la madrugada. Cum muchacha negra, super suelo, al pie septentrional de la cama, en el salón este, ‘desconocida’. En una anotación del 2 de junio de 1760 señala: ‘Limpiado el terreno, tirados los aros de madera, extraída tierra del estanque, etc. Por la tarde, Cum L. Mimber, Sup. Me Lect.”
Distintos, pero no menos reveladores, son los intentos literarios de “idealizar” la esclavitud, de hacerla aceptable e incluso preferible, humanizándola y hasta venerándola. En última instancia, el control, benigno o codicioso, podría no ser necesario. ¿Lo ven?, les dice Harriet Beecher Stowe a sus (blancos) lectores. Tranquilícense, les recomienda. Los esclavos se controlan solos. No tengan miedo. Lo único que quieren los negros es servir. El instinto natural del esclavo, da a entender, tiende a la amabilidad; y ese instinto solo lo trastocan los blancos despiadados que, como el esclavista de La cabaña del tío Tom, Simon Legree (nacido en el Norte, lo cual es significativo), los amenazan y los maltratan. El miedo y el desdén que pueden sentir los blancos, germen de la brutalidad, son, insinúa la autora, injustificados. Casi. Casi. Sin embargo, en la novela tenemos indicios del miedo de la propia Stowe; una especie de protección literaria, por así decirlo. O tal vez sencillamente se muestra sensible a la aprensión del lector. Por ejemplo, ¿cómo se penetra sin peligro en el Espacio Negro en el siglo XIX? ¿Se llama a la puerta y se entra, sin más? Si no se va armado, ¿de verdad se puede entrar? Bueno, incluso un jovencito inocente como el señorito George, que va a visitar al tío Tom y a la tía Chloe, requiere señales favorables y exageradas de bienvenida, de seguridad. La vivienda de Tom es una humilde choza, pequeña y pegada a la casa del amo. No obstante, para Stowe la entrada del joven blanco exige señales evidentes de falta de peligro. En consecuencia, la autora la describe como algo exageradamente atractivo:
“La cabaña del tío Tom […] tenía una huerta pulcra delante donde en verano medraban, con esmerados cuidados, fresas, frambuesas y abundantes frutas y verduras.
Toda la parte delantera estaba cubierta por una gran bignonia escarlata y una rosa de pitiminí que, enroscándose y entrelazándose, apenas dejaban vislumbrar los ásperos troncos de la fachada. También en verano multitud de vistosas plantas anuales, como caléndulas, petunias y dondiegos de noche, encontraban un rincón donde desplegar su esplendor.”
La belleza natural que tanto se esfuerza por describir Stowe es elaborada, acogedora, seductora y excesiva. Una vez en el interior de la diminuta cabaña de troncos, donde la tía Chloe cocina y organiza a todo el mundo, y después de los chismes y los cumplidos de rigor, se sientan todos a comer. La excepción son los niños, Mose y Pete, a los que la tía Chloe da de comer debajo de la mesa, en el suelo. Les tira bocados por los que deben pelearse.
“Se retiraron George y Tom a un banco cómodo junto a la chimenea mientras la tía Chloe, después de hacer una buena cantidad de bollos, colocó a la nena en su regazo y comenzó a llenar de bollos la boca de esta y la suya propia y a distribuir otros a Mose y a Pete, que parecían preferir tomárselos mientras rodaban por el suelo debajo de la mesa, haciéndose cosquillas y tirándole de los pies al bebé de vez en cuando.
—Dejadlo ya, ¿queréis? —dijo la madre, dando patadas bajo la mesa de cuando en cuando, cada vez que el revuelo se hacía excesivo—. ¿No sabéis comportaros cuando vienen los blancos a veros? Callad ya, ¿queréis? ¡Más vale que andéis con cuidado u os enteraréis de quién soy yo cuando se marche el señorito George!”
En mi opinión, se trata de una escena extraordinaria: ¿el joven amo se ha declarado ahíto y la mujer, una madre esclava, sostiene en brazos a su hija pequeña y va dándole de comer mientras come ella misma, al igual que su “marido”, pero también tira comida al suelo de tierra para que sus otros dos hijos se peleen por ella? Una escena curiosa concebida para entretener, creo, y garantizar al lector que no hay nada peligroso en esa atmósfera, para decirle que es incluso divertida y, sobre todo, amable, generosa y sumisa.
Estamos ante pasajes delimitados con cuidado, concebidos para tranquilizar al lector blanco temeroso. Harriet Beecher Stowe no escribió La cabaña del tío Tom para que lo leyeran Tom, la tía Chloe ni ningún otro negro. Sus lectores contemporáneos eran los blancos, los que necesitaban, querían o podían disfrutar de esa idealización.
Para Thistlewood, la violación es la idealización del derecho de pernada que ejerce como propietario. Para Stowe, la esclavitud se sanea y se perfuma desde el punto de vista sexual y romántico. La relación de la pequeña Eva y Topsy (en la que este, un niño negro simple y revoltoso, se ve redimido, civilizado, por una cariñosa niña blanca) se sentimentaliza hasta tal punto que supone otro excelente ejemplo de la idealización de la esclavitud.
Tengo una profunda deuda con mi bisabuela. Si bien su intención no era en absoluto de ayudar (no disponía de ningún remedio para nuestra deficiencia), despertó en mí una inquietud que ha influido en gran parte de mi obra.
Ojos azules fue mi primera exploración del daño provocado por el odio racial a uno mismo. Más tarde analicé el concepto contrario, la superioridad racial, en Paraíso.
Y después, en La noche de los niños, traté el triunfalismo y el engaño fomentados por el colorismo, esto es, la discriminación basada en el tono de la piel. Hablé de sus defectos, su arrogancia y, en última instancia, su autodestrucción. Ahora (en la novela que estoy escribiendo en estos momentos) analizo con entusiasmo la educación de un racista: ¿cómo se pasa de un seno materno no racial al seno del racismo, a pertenecer a una existencia concreta amada o despreciada, pero determinada por la raza?, ¿qué es la raza (aparte de imaginación genética) y por qué tiene importancia? Una vez que se conocen y se definen (en la medida de lo posible) sus parámetros, ¿qué conducta exige/fomenta? La raza es la clasificación de una especie y nosotros somos la raza humana, sin más. Entonces ¿qué es esa otra cosa, la hostilidad, el racismo social, la creación del Otro? ¿Cuál es la naturaleza del consuelo que proporciona la alterización, su atractivo, su poder (social, psicológico o económico)? ¿Es la emoción de la pertenencia, que implica formar parte de algo más importante que el yo aislado y, por lo tanto, más fuerte? Mi planteamiento inicial se inclina por la necesidad social/psicológica de contar con el “forastero”, el Otro, para poder definir el yo distanciado (quien busca las multitudes es siempre quien está solo).
Para acabar, permítanme citar un pasaje de The Romance of Race, de Jolie A. Sheffer, una estupenda exposición de cómo se construyó la “pertenencia”, es decir, cómo se creó una nación coherente a partir de gente procedente de otros países, durante la gran inmigración del sur y el este de Europa:
“Unos veintitrés millones de inmigrantes, en su mayor parte del este y el sur de Europa, y en su inmensa mayoría judíos, católicos y ortodoxos, llegaron a Estados Unidos en el período que va de 1890 a 1920 y cuestionaron la mayoría WASP (blanca, anglosajona y protestante). Tales ‘inyecciones de sangre foránea’, por utilizar una terminología de principios del siglo XX, transformaron la identidad nacional estadounidense, pero […] en lo fundamental no cuestionaron la hegemonía blanca; por el contrario, los miembros de etnias europeas pronto pasaron a formar parte, al menos sobre el papel, de la mayoría ‘blanca.”
Los estudios sobre este asunto son amplios y profundos. Esos inmigrantes comprendieron que, si querían llegar a ser estadounidenses “de verdad”, debían cortar o al menos minimizar en gran medida los lazos con sus países de origen y apropiarse de su condición de blancos. Para mucha gente, la definición de la “americanidad” sigue dependiendo (por desgracia) del color.