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Fred Vargas: mira, no estoy aquí

Fred Vargas (París, 1957) recibe un más que merecidísimo Premio Princesa de Asturias por su labor literaria.

Fred Vargas (París, 1957) recibe un más que merecidísimo Premio Princesa de Asturias por su labor literaria. Ella es Fréderique Audoin-Rouzeau, hija de Philippe Audoin, pintor cercano a los postulados surrealistas. Lo de Vargas se lo inventó su hermana Jo, que heredó la pasión y el oficio paterno, y que firmaba como Jo Vargas, en referencia al papel de Ava Gadner, en La condesa descalza: María Vargas. Jo y Fredérique son gemelas. Así que ya puestos, adoptó el seudónimo de su hermana, primera lectora de sus manuscritos, y lo de Fred fue parte de la broma cuando decidió escribir novelas.

Fred Vargas es un producto cultural cien por cien francófono y por lo tanto es tan relevante el talento como su imagen mediática, en el sentido en cómo se presenta el artista al mundo. La máscara, la gesticulación y el maquillaje tienen tradición versallesca. Un escritor no es solo alguien que escribe, ha de aportar más a la sociedad que lo acoge. Ha de incomodar, ha de molestar, ha de ser el sobrino contestario de la comida de los domingos. Fácil es acudir a la figura de l’enfant terrible –en este caso, de la fille terrible–, del polemista, del que dice lo que no debería, no va a donde tendría que estar y milita en el partido que no procedería en este momento. Es parte importante un cierto toque de elegante excentricidad, y Fred Vargas lo tiene. Y además, en este caso –en el de Houellebecq también, por ejemplo– no parece impostado. Pero es un hecho que, antes de leerse un libro de Vargas, uno ya sabe que Vargas es alguien que hace las cosas a su manera, que no firma autógrafos y que los reclamos de la vanidad a que reaccionan la mayoría de escritores, con ella no funcionan. Encerrada tras su guardia pretoriana de confianza y con la intimidad preservada, Fred Vargas escribe cuando quiere, viaja a donde desea y se compromete con las campañas en las que cree.

El premio, la trayectoria y los miles de lectores que tiene por todo el mundo reflejan que Fred Vargas es una de las mejores escritoras de novela negra en activo. Caigan en las páginas de Huye rápido, vete lejos, La tercera virgen, Un lugar incierto o Cuando sale la reclusa y es más que probable que acaben devorando el resto del material Vargas. Y simpatizando con el resto de lo que significa Vargas. Reitero: porque es sincero y porque siempre está bien que uno marque las normas y, con ello, se demuestre, que no sucede nada: la industria y el mundo entero siguen en pie. He indicado su prevalencia como novelista de género pero ella siempre defiende que las suyas son novelas de enigma expresando su admiración por Agatha Christie, siendo la no negritud de tía Agatha de las pocas cosas en las que el género negro está de acuerdo.

Sus novelas trabajan con el esquema de un héroe –el Comisario de Policía del 5 distrito de París, Jean-Baptiste Adamsberg, su personaje emblemático y franquicia–, un minotauro –un asesino que en nuestra iconografía urbana del terror suple el que en otras épocas podía ser el dragón o el ogro– y un laberinto –un buen montón de falsas pistas–. Y el ambiente que confronta es el de la civilización, el de París y el rural, el de la Normandía en el que cohabitan todos los tiempos. Vargas postula la ciencia forense pero también la intuición, lo desconocido, la rareza monstruosa, los sueños y los acertijos como maneras igualmente válidas para aprehender la realidad (y salir del laberinto, por supuesto). El lenguaje funciona –es directo pero no ramplón, con atención a las variaciones locales del mismo–, los personajes despliegan a lo largo de sus novelas la ambigüedad moral necesaria para entroncar con la mejor sabia de la novela negra, y sus enigmas –algunos imposibles pero qué importa si los escribe bien–, bien planteados y resueltos te llevaran a otro libro.

Adamsberg y su manera artística –en el sentido de que, en ocasiones obedece a la inspiración, un pálpito o intuición– de resolver los enigmas dice más de lo que cree Fred Vargas sobre cómo se enfrenta ella a la creación. Como un territorio sin certezas, que vas iluminando con cada paso que das. Una brújula y una serie de cuestiones de la realidad que quieres resolver en la ficción. Una ficción que su autora se esmera en hacer atemporal, sin referencias que puedan enclavarla en un aquí y ahora. Junto al Comisario, un elenco de secundarios inolvidables: Violette Retancourt, teniente y gigantona mano derecha de Adamsberg o Adrien Danglard, metódico inspector de saberes enciclopédicos.

Arqueóloga e historiadora, que un buen día, para distraerse de la monotonía de su trabajo, decidió salir a una papelería, comprar bolígrafo y libreta, y probar a jugar escribir una novela, tiene sistema Simenon a la hora de escribir. Este se encerraba en casa por espacio de una semana e implosionaba libros de Maigret. Algunas de sus mejores novelas las ha escrito en poco más de un mes. Su método es empezar a escribir con unas cuantas ideas, algunas situaciones que quiere recrear y el propio lenguaje, la propia resolución de esas situaciones va generando la acción y conformando la novela. En eso, también muy Dylan: primeras tomas, vamos a otra cosa.

Tomado de El Cultural



 

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