Forja

Tiempo de sueños y pesadillas

A mediados del mes de julio, cuando las cuarentenas preventivas declaradas a lo largo y ancho del mundo para tratar de paliar los efectos del nuevo coronavirus se extendían, replicaban o reforzaban con distintas intensidades, los marcadores de Google indicaron un fuerte aumento en el volumen de búsquedas en la red vinculadas a “sueños extraños”. Para entonces ya se conocían los efectos que el confinamiento estaba teniendo en los ciclos de vigilia y descanso de la población mundial (principalmente a través de la multiplicación de las consultas clínicas vinculadas al insomnio y otros trastornos del sueño) pero lo que comenzó a aflorar de manera repentina era otro tipo de afectación. Ya se sabía que los ritmos circadianos de la población mundial habían sido profundamente modificados por las alteraciones forzosas de las rutinas afianzadas a lo largo de muchísimos años, pero ahora el confinamiento comenzaba a trastocar no solo el fondo sino también la “forma” de los sueños. El encierro había empezado a modificar la manera en que soñamos.

En un artículo publicado en la revista Vogue, la profesora de psicología Deirdre Barrett, de la Universidad de Harvard, y autora de Pandemic Dreams (publicado en junio de este año), comenta el análisis de más de mil sueños producidos durante la pandemia, para llegar a la conclusión de que, en circunstancias como las que nos toca vivir, nuestro cerebro piensa más “visualmente” que “intuitivamente”, lo que daría como resultado sueños más poderosos y agudos. Ese fenómeno, sin embargo, tiene un espectro oscuro. El aumento del estrés, la ansiedad y la angustia puede tanto vigorizar el contenido de nuestros sueños como arrastrarnos hacia el siniestro acantilado de las pesadillas, esos sueños cargados de sentimientos negativos, que la mayoría de las veces nos conducen hacia un despertar abrupto y desagradable.

Los contenidos oníricos –los temas y los motivos con los que soñamos– también se han visto afectados. Las tormentas emocionales generadas por los aluviones de noticias y la sobrecarga de contenidos vinculada a la pandemia incrementan los niveles de exigencia sobre el cerebro para que este procese los flujos de información. Tiempos cargados de acontecimientos significativos producen sueños voluminosos, recargados, como si el cerebro, vuelto una máquina onírica sobreexcitada, pudiera alimentarse sin límites del combustible que necesita para funcionar. Los hechos trágicos suelen ser muy eficaces como alimentadores de esa actividad mental. El neurocientista Russell Foster, de la Universidad de Oxford, señaló en su momento que, con motivo de los atentados del 9/11, los sueños catastróficos se habían adueñado de las noches de una enorme cantidad de neoyorquinos.

Soñar es, entre otras cosas, una manera de procesar los contenidos de la memoria; un mecanismo de “higiene” cerebral a través del cual la mente lidia con la experiencia y el paso del tiempo. En términos de contenido emocional e intensificación de las experiencias, la pandemia de coronavirus ha potenciado la función cerebral encargada de llevar adelante esa actividad. La angustia, los miedos y las ansiedades detonadas por el contexto sanitario han aumentado el caudal de emociones a ser “tratadas” durante el sueño, al mismo tiempo que la modificación de los patrones de descanso ofrece una mayor amplitud temporal para realizar ese trabajo. Los resultados son sorprendentes: mucha gente que reconocía no haber tenido nunca facilidad para recordar lo que soñaba ha logrado desarrollar esa habilidad durante el confinamiento obligatorio, una tendencia que recorre el mundo.

Soñar y nada más

“De noche, el corazón está iluminado por los ojos; de día, la suerte de los mortales es no ver”, escribió Esquilo. Según el dramaturgo griego, durante el sueño, el alma, liberada de sus obligaciones diurnas, se entrega a la dimensión del conocimiento más profundo. Tal vez por eso los antiguos asociaban los sueños a la adivinación del futuro. Hoy, en tiempos pandémicos, soñamos más intensamente y recordamos mejor esa experiencia porque el confinamiento ha vuelto más “vívidos” esos mismos sueños, que quizás no nos permitan adivinar el porvenir pero sí comprender mejor este presente caótico.

En un artículo publicado en la revista Mind, el periodista científico Rowan Hooper se pregunta si, efectivamente, la amenaza exterior del virus pudo haber modificado la “naturaleza” de los sueños que experimentamos por estos días. Una posible respuesta debería admitir dos variables conexas. En primer lugar, los confinamientos globales han aumentado el tiempo de descanso de la población. Por diversos motivos, una parte del tiempo que antes se dedicaba al trabajo, ahora se dedica a dormir. Al dormir más, incrementamos nuestro tiempo de sueño REM (Rapid Eye Movement), que es la fase del descanso donde tienen lugar los sueños. Simultáneamente, como muchos de esos trabajadores han modificado su rutina laboral al punto de no necesitar despertadores “artificiales” para salir del sueño (el maldito despertador que suena por la mañana) la progresión hacia ese despertar –es decir, el camino de “salida” del sueño– se da de manera natural y espontánea. Al eliminarse el mecanismo autoimpuesto para salir del sueño, la actividad onírica es más larga y, por lo tanto, más compleja. De ahí la mayor nitidez de los sueños en tiempos pandémicos.

Como en la epopeya de Gilgamesh, los sueños pueden alumbrar el futuro. Numerosas teorías neurocientíficas sostienen que, a través de los sueños, el cerebro humano puede prepararse, “entrenarse” para hacer frente a una situación adversa vinculada a un presente de peligro o amenazas latentes. En condiciones ominosas o extrañas que alimenten cuadros de angustia o depresión, los sueños pueden volverse más sombríos o amenazantes como una forma de alertarnos frente a las anomalías o las alteraciones de la realidad. Ya Aristóteles, en su obra De somno et vigilia había señalado que el sueño y la vigilia estaban asociados a nuestra capacidad de asimilar y comprender los estímulos del ambiente en el que nos desarrollamos.

Soluciones oníricas

Un informe publicado en la revista The Lancet Psychiatry en agosto ya había alertado sobre la posibilidad de que las medidas de aislamiento tomadas contra el nuevo coronavirus produjeran un impacto significativo en la salud mental de la población mundial. Del mismo modo, el Royal College of Psychiatrists del Reino Unido había advertido, por ejemplo, que los intentos de suicidio en ese país se habían multiplicado entre las personas mayores de edad desde el estallido de la pandemia, en parte debido a la ansiedad y la depresión causadas por el confinamiento obligatorio dictado para controlarla. También se reportó un aumento de los casos de jóvenes de entre 19 y 25 años de edad afectados por primera vez por algún tipo de problema de salud mental. La variación en el contenido de los sueños puede ser, entonces, solo uno de los variados síntomas que estén anunciando la presencia de una conmoción psíquica mundial aún mayor.

Mientras tanto, no todo son malas noticias. Los sueños “vívidos” producidos por la pandemia pueden, hasta cierto punto, ser aprovechados y “redirigidos” a través de distintas terapias oníricas, que podrían transformarlos en experiencias de autoconocimiento y disciplina mental. Esas terapias, actualmente en distintas fases de ensayo, van desde la “incubación de sueños” (que pretende diagramarlos al punto de alcanzar su “reprogramación” y así soñar “lo que uno quiera”) hasta la “terapia de ensayo de imaginación”, desarrollada por el médico del sueño, Barry Krakow, que consiste en modificar la trama de un sueño o una pesadilla que nos aqueje recurrentemente, tratando de “positivizar” sus contenidos negativos. Antes de acostarse y cerrar los ojos, “imaginar” cómo querríamos que el sueño inminente se desarrolle podría ayudarnos a canalizar de manera más placentera toda esa energía onírica con la que la pandemia nos ha recargado.

Disponer del tiempo es un lujo

En su fundamental 24/7 (2013), Jonathan Crary ya había resaltado que el nuevo paradigma conexionista contemporáneo repotenciaba un amplio abanico de actividades humanas en detrimento de las horas dedicadas al sueño y al descanso, vistos ahora como enemigos del consumo y la productividad. Al mismo tiempo, el incremento en el volumen de esa actividad difuminaba los límites entre el trabajo, el descanso y el ocio, aspectos de la vida de relación que, cada vez más, parecen atados a la necesidad del cambio y la actualización permanentes. El movimiento y la actualización gozan hoy de prestigio, mientras que la estabilidad y la inactividad lucen como improductivas y retardatarias.

Para Crary, ese nuevo imperativo nos somete a condiciones normativas que“reconfiguran el tiempo individual de cada uno en un tiempo homogéneo y global, sin tiempo muerto. Un entorno en continuo funcionamiento, de incontables operaciones que, efectivamente, son incesantes”. En esa vorágine, posponer o suprimir la necesidad de un tiempo para el descanso y el sueño reparador parece un reflejo esperable de ese nuevo “espíritu del capitalismo” que Luc Boltanski y Eve Chiapello habían caracterizado como la utopía final de un mundo en red. “La principal escasez en nuestras sociedades”, escribieron, “no concierne a los bienes materiales, sino al tiempo”. Para Boltanski y Chiapello, en un mundo en red el ahorro no ha desaparecido, pero se aplica a otro tipo de bienes y no solo a los materiales.

Disponer de nuestro tiempo de maneras juiciosas y no siempre económicamente redituables (está claro que mientras dormimos y soñamos no podemos comprar ni consumir nada) parece ser un privilegio en extinción en el vértigo contemporáneo de nuestras vidas, interconectadas día y noche. Al ser el tiempo un recurso “no almacenable”, es indiferente a la modalidad de conservación que supone un permanecer inactivo, recostado, con los ojos cerrados y soñando, acaso una de las pocas formas de prodigalidad que el sujeto hipermoderno puede permitirse, y que ahora, gracias a las horas muertas “regaladas” por el confinamiento obligatorio, podemos volver a descubrir.

Ocio pautado por el rendimiento

Se denomina Jet Lag Social a las grandes diferencias entre el horario del sueño del fin de semana (o de cualquier otro día libre de obligaciones laborales) y el horario de los días de trabajo. Se trata de un fenómeno que, desde hace algunos años, llama la atención de la medicina del sueño y la cronobiología. Así, mucha gente que no puede recordar los sueños que tiene durante la semana, sí puede, en cambio, recordar lo que sueña los días en que no se ve “amenazada” por el timbre del despertador. Las confusiones en el “ritmo circadiano” (el reloj del cuerpo que regula nuestro metabolismo) han servido para explorar algunos trastornos contemporáneos del dormir que van mucho más allá del clásico “insomnio de astronauta”, como se conocíanlos desórdenes producidos por las alteraciones biológicas que implica, por ejemplo, vivir en una estación espacial, donde el día y la noche tienen otra continuidad. Cuando nos movemos entre países, nuestro reloj biológico se ve modificado por las variaciones horarias, lo que puede originar breves alteraciones del dormir hasta que el cuerpo y la mente se “acostumbren” a la nueva realidad. Pero el mundo globalizado e hiperconectado que habitamos hoy ha producido, también, complicaciones en los ciclos de sueño de personas que viven según el uso horario de un determinado país, pero deben trabajar según otro. En un artículo publicado en The New Yorker en 2013, la periodista especializada en ambientalismo Elizabeth Kolbert ya había advertido la forma en que las sociedades contemporáneas eran paulatinamente desplazadas de sus “zonas temporales propias” para ser arrinconadas en una especie de “huso horario universal” que fijó un poco arbitrariamente la medida de ocho horas diarias como la norma de un sueño “sano”. Se estableció, entonces, como “anormal” cualquier tiempo de descanso que se situara por debajo de esa medida, ignorando las condiciones climáticas, sociológicas y culturales de cada país. De esa manera, una necesidad tan natural y necesaria como dormir y soñar bien se ha vuelto una especie de lujo cronometrado por la economía del rendimiento.

Tomado de Ñ

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