Forja

Tarkovski, instrucciones de uso

Andréi Tarkovski y la cultura universal, libro coordinado por Tamara Djermanovic y Olena Velykodna, nos ayuda a profundizar en la compleja obra del cineasta ruso

 

 

 

 

Philipp Engel

 

 

La obra del ruso Andréi Tarkovski (Óblast de Ivánovo, 4 de abril de 1932-París, 29 de diciembre de 1986), fundamentalmente los siete largos que rodó desde La infancia de Iván (1962) a Sacrificio (1986), ha quedado como algo absolutamente monumental, como siete desafiantes rascacielos cuya sombra se prolonga sobre las filmografías de los cineastas más variopintos: desde Nuri Bilge Ceylan, que incluyó un memorable gag-homenaje en Lejano (2002) –el mismo año en el que Steven Soderbergh tuvo el arrojo de volver a adaptar Solaris, de Stanislaw Lem– al gamberro de Lars von Trier que, en el 2009, le dedicó su pérfida Anticristo medio en broma medio en serio.

Podríamos rastrear la influencia del ruso en las filmografías de Andrzej Zulawski, Krzysztof Kieslowski, Terrence Malick, Béla Tarr, Carlos Reygadas, Gus Van Sant, Lucrecia Martel, Jonathan Glazer, y un largo etcétera, amén por supuesto de no menos dispares compatriotas como Aleksey German, Aleksey Balabanov, Andrey Zvyagintsev, o por supuesto Aleksandr Sokurov, el discípulo aventajado, que hizo realidad la fantasía tarkovskiana de rodar una película en un solo plano: aquella El arca rusa (2002) que, con la colaboración de dos mil actores y figurantes, condensaba la historia del país entre las paredes del Hermitage.

Hasta su admirado Ingmar Bergman calificó de “milagrosa” la primera película del que terminaría su carrera rodando Sacrificio en Suecia, con Erland Josephson de protagonista y la luz del no menos bergmaniano Sven Nykvist. “La mafia de Bergman”, que decía Tarkovski. Tampoco es baladí que una jovencita Claire Denis hubiese sido la directora de casting de Sacrificio –película que el ruso solo pudo ver terminada cuando ya estaba moribundo en una clínica de París, donde falleció a los 54 años, víctima del cáncer–, pues explica el sesgo tarkovskiano de L’intrus (2004) o High Life (2018). En fin, todo esto para decir que profundizar, desde los más diversos ángulos, en la vida y obra de Andréi Tarkovski (1932-1986), tal y como propone Andréi Tarkovski y la cultura universal, recién publicado por la editorial Shangrila, se justifica tanto por esos siete largos inalterables, como por la incesante influencia que el ruso sigue ejerciendo en el cine del nuevo milenio.

El volumen, que cuenta con testimonios privilegiados como los de Marina Tarkovskaya (hermana del cineasta), Evgueni Tsimbal (ayudante de dirección en Stalker ) o Layla Alexander-Garret (su intérprete cuando rodaba Sacrificio), además de luminarias como Rafael Argullol o Carlos Losilla, ha sido coordinado por Tamara Djermanovic y Olena Velykodna –ambas docentes en la UPF– y tiene una clara voluntad didáctica: va dedicado “a nuestros estudiantes”, entre los que se encontraba la trágicamente fallecida Paula López, que cierra la antología esperando, de manera conmovedora, no enfurecer al cineasta “allá donde esté”. En su análisis de la icónica Stalker (1979), López cita el ensayo Esculpir en el tiempo (Ediciones Rialp), donde el propio Tarkovski asegura que “la idea de una imagen no se puede expresar en la multiplicidad de sus niveles y significados con palabras”.

Frente al poder del cine, todo texto es tentativa. Si el padre de Tarkovski, Arseni Tarkovski, fue un conocido poeta cuyos versos resuenan en las películas de su hijo, el cineasta pasó a la Historia como un poeta visual de alcance universal. Aunque, más allá del abrumador poderío de sus imágenes, Tarkovski fue sobre todo ese escultor del tiempo, tal y como se llamaba a sí mismo (la modestia no formaba parte de sus virtudes), que será especialmente recordado por su innovadora capacidad para prolongar el plano, adentrándonos sin pestañear en la película, siguiendo por ejemplo los pasos de algún personaje por los pasillos de un interior ruinoso y con goteras, o paseándonos por paisajes que son inequívoca obra de Dios, un jardín asilvestrado.

Esa morosa, casi hipnótica, prolongación de la imagen sin cortes –radical antítesis del montaje de atracciones de Eisenstein– puede resultar especialmente retadora en tiempos de déficit de atención y de celebración de lo efímero, pero difícilmente seremos incapaces de percibir su grandeza. El inmodesto Tarkovski, al que podemos imaginar hablando con Dios a través del personaje de Josephson en Sacrificio, lo sacrificó todo, de hecho, a su inquebrantable voluntad de trascendencia filo-mística, y no cabe duda de que, en las siete películas que pudo llevar a cabo –otras se quedaron por el camino–lo consiguió de sobra.

No parece casual, finalmente, que El espejo (1975) haya acabado ocupando un lugar central en el seno del legado tarkovskiano. No solo porque se rodó entre su tercera película, Solaris (1972), donde el astronauta se reencontraba con su amada mujer muerta, y la quinta, Stalker, en la que tres peregrinos se adentraban en una zona pre-Chernóbil para visitar una habitación que hace los sueños realidad, sino porque es la más directamente autobiográfica –incluso aparece un póster de Andrei Rublev (1966) en el piso del protagonista (proféticamente) moribundo–, y porque bien podría ser la película, así en general, que mejor refleja esa manera tan aparentemente caprichosa, pero perfectamente lógica, con la que la memoria nos trabaja el cerebro.

Proust habría felicitado a Tarkovski por salir triunfante de los más de veinte montajes sucesivos de El espejo, tras los cuales, el color alterna armoniosamente con el blanco y negro de los episodios más oníricos y de los insertos documentales, donde pasamos del solipsismo a la memoria colectiva. Aparecen incluso imágenes de la guerra de España, porque en el reparto presidido por la hermosísima Margarita Terekhova, que encarna tanto a la madre como a la esposa, también nos sorprenden auténticos españoles. Españoles, toros y flamenco, uno de esos misterios que, en el presente libro, gracias a un texto de Carlos Muguiro, he podido resolver. Son, claro, los niños de Rusia, que se han hecho mayores. Si se atreven a aventurarse vía Filmin en el laberinto mental de aquel genio visionario, empiecen por El espejo, y no se olviden de este manual que les impedirá perderse.

La vanguardia

 

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