Solemos dividir la historia en épocas. Esas épocas se originan en hechos que por ello mismo tienen la característica de fundantes, fuentes matriciales, pues originan cambios cualitativos en la conciencia que los pueblos tienen de sí mismos; esa nueva conciencia da origen también a la conformación de nuevas estructuras en todos los ámbitos del quehacer humano: económico, político, social, religioso; en particular, también generan una nueva sensibilidad colectiva que se expresa en una mayor libertad en el ámbito de la creación simbólica, como son las bellas artes; a ese fenómeno cultural lo llamamos “revolución cultural”. Tres revoluciones están al origen de la Edad Contemporánea: la revolución industrial nacida en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XVIII, revolución que constituye la base material (la “infraestructura” o modo de producción) de esta nueva era; la revolución política en Francia, surgida a partir de 1789 y que culmina con la promulgación del Código Napoleónico o Código Civil que da un nuevo sentido al Derecho Romano, pues hace de la justicia no el fin último del derecho y, por ende, de la política, sino la conditio sine qua non de la libertad; con esa base ideológica se le asigna a los pueblos como tarea suprema en el ámbito político la creación de los estados nacionales; finalmente, surge la revolución cultural en Alemania, que da origen a la estética del romanticismo como expresión de la nueva sensibilidad del naciente sujeto histórico, el individuo burgués, un citadino solitario, ambicioso en lo financiero pero ávido de plenitud existencial.
Todas estas revoluciones fueron sistematizadas gracias al primer gran sistema filosófico que surge en los orígenes mismos de la Edad Contemporánea: la filosofía de Emmanuel Kant (1724-1804). Kant dice que todas las cuestiones que se plantea el espíritu humano y cuya más elevada y sistematizada expresión es la filosofía, se pueden resumir en una: ¿qué es el hombre? La respuesta en torno a esa crucial cuestión es dada no a la luz de una definición abstracta, sino indagando las facultades que capacitan al ente humano a actuar en la historia, ya que le posibilitan a materializar en sus obras los tres valores trascendentes de la metafísica: la verdad que es el objetivo perseguido por la razón (Vernunft) y formulado por la ciencia, el bien que es la razón de ser de la ética, y la belleza que es creada por las artes. Por su parte, la función de la filosofía es asumir una actitud crítica, entendiendo por tal el indagar detrás de cada creación de la historia cuál es la acción humana que la hace posible. En consecuencia, todo el ámbito de lo humano es cultural, nada escapa al quehacer y, por ende, a la grandeza y a las debilidades de los seres humanos. Los grandes sistemas filosóficos posteriores al kantiano se inspiran en el genio de Koenisberg, pues cada uno toma como punto de partida de su propia indagación filosófica una de las críticas del maestro.
El primero en tomar como punto de partida la revolución cultural e inspirarse en la tercera y última crítica de Kant titulada “La crítica del juicio” fue Schelling, quien como buen romántico afirma que el arte en su más prístina manifestación se hace patente en la palabra poética. Pero la poesía no se expresa en conceptos racionales como la filosofía, ni en fórmulas matemáticas como la ciencia empírica, sino recurriendo al claro-oscuro del lenguaje simbólico, porque la función del poeta es señalar el camino conducente a la región donde se vive la dimensión última de la existencia, lo cual no es más que el misterio que rodea al humano existir. Por eso Schelling, evocando al IÓN, ese breve diálogo del joven Platón, asimila al poeta, no al filósofo sino al sacerdote que, como el oráculo de Delfos, no habla en discursos racionales sino en un lenguaje simbólico que requiere, por ello mismo, de un intérprete para que sea accesible a los humanos, pues es una especie de arrebato místico más cercano a un estado de locura que al cuerdo equilibrio del sabio. Tales son los rasgos característicos del poeta, cosa muy en concordancia con la estética romántica que ve en la inspiración del artista una especie de éxtasis creador. La poesía es la palabra del destino, evoca el mensaje del destino que anuncia el designio de fuerzas superiores al hombre pero que han sellado el infortunio del mísero mortal que ha osado desafiarlo. Nietzsche ya en el ocaso de la era romántica, lo calificará como “héroe trágico” y lo convertirá en el modelo del ser humano, porque es allí y solo allí, donde este logra alcanzar la plenitud de su existencia. Tal es, específicamente, el caso de Edipo que, desde Aristóteles los filósofos ven como el prototipo del héroe trágico, culpable pero no responsable de una falta de dimensiones metafísicas convertida en peste purulenta que azotaba a todo un pueblo inocente, ya que Edipo incurrió en ella ebrio por la soberbia del poder y que los griegos llaman “Ybris”, al igual que el bíblico Adán, al ceder a la tentación del poder que, supuestamente lo asimilaba a su dios; Eva, compañera de Adán, tan ingenua como ambiciosa, fue seducida y seductora al escuchar embelesada la maléfica voz de la serpiente que prometía a la pareja y, con ella, a toda la especie humana, que serían “como Dios” si transgredían el tabú impuesto por la divinidad. Ante una cultura europea, imbuida de pseudovalores cristianos, pero embelesada por la racionalidad materialista y ávida de poder y riqueza, seducida por las voces de sirena de una galopante e indetenible revolución industrial y política, Schelling recurre a las ancestrales sabidurías, mezcla de filosofía y mística religiosa, rebosante de sensualidad y espiritualidad, como son las tradiciones religiosas del Oriente, específicamente de la India, pero sin otra pretensión que de crear una filosofía del lenguaje que ve en el origen de este –el lenguaje– una experiencia primigenia de una dimensión no racional alejada del concepto -“idea”- platónico.
De ahí partirá el representante de la nueva generación que irá más lejos, mucho más lejos, que su antecesor y maestro. Me refiero a Arturo Schopenhauer. Si Schelling se hace eco de la euforia provocada por la primera generación de románticos, henchidos de una voluntad de un idealismo universalista, como en el caso de Goethe, o imbuidos de una nobleza inspirada en altos valores éticos como Schiller, Schopenhauer, por el contrario, es la expresión filosófica del pesimismo que invade a los círculos intelectuales más lúcidos que tomaron conciencia del alcance paneuropeo de la revolución de 1848, la primera de estas dimensiones posterior a la francesa y a las guerras napoleónicas; por lo que debía ser interpretada, no solo en su dimensión política como un grito reclamando libertad y justicia social para todos y no solo para la ascendente burguesía industrial. Las mentes más lúcidas vieron en la revolución de 1848 un repudio a las consecuencias deletéreas de una revolución industrial que no cumplió lo que de ella se esperaba: la plenitud existencial. Los nuevos maestros del arte literario no lanzaron loas a la nueva época, como Madame Stäel, ni le hicieron una lectura apologética del pasado como Chateaubriand, sino todo lo contrario, detectaron con no disimulada amargura, la hipocresía imperante en una sociedad burguesa que fue la primera, por no decir la única, clase social que se apropió de los beneficios de la revolución industrial y política. De esta patética y desgarradora experiencia surgió el realismo social de Balzac y Flaubert, o la denuncia vehemente de Dickens. Pero pronto la denuncia se convirtió en el grito de un hombre solitario y el calificativo de “burgués” como sinónimo de decadente. Nada mejor para expresar ese estado de ánimo convertido en ambiente cultural, que la música de hombres solitarios, cuya búsqueda desesperada del amor como un absoluto, los llevó a una muerte prematura y trágica. Tal fue el caso de los grandes maestros de la primera época del romanticismo musical como Schubert y Schumann.
El solitario y amargado filósofo Arturo Schopenhauer se hace eco de esta nueva sensibilidad. Schopenhauer no ve en la poesía ni, en general, en el arte literario, la suprema expresión del arte, sino en la música. Para nuestro filósofo, la música es mucho más que un arte de y para burgueses, su función no es divertir llenando vanamente los ocios y tedios de una sociedad vacía, como la que llevó al suicidio a Madame Bovary, sino que posee una dimensión metafísica por ser el único acceso que tiene el ser humano al Absoluto; gracias a lo cual, la música es vista por Schopenhauer como una especie de religión soteriológica, ritual laico que conduce al humano desdichado a una experiencia de liberación, trágica y gozosa a la vez. No libera de un destino ciego pero le da sentido a una existencia asumida por un mortal que lucha por lo imposible: el acceso a la felicidad; porque, como enseñaban los trágicos griegos: todo hombre feliz es culpable, por eso termina por ser castigado por los dioses; pesimismo heroico que hace del artista el sabio-sacerdote de un arcano liberador, muy en concordancia con la espiritualidad preconizada por el budismo, que menosprecia el mundo pero se rige por una ética inspirada en la compasión.
Concebido dentro del marco conceptual de esta filosofía, el arte invade el campo propio de la metafísica; se convierte en sucedáneo o sustituto de la religión, se asimila a los ritos iniciáticos de las religiones de carácter soteriológico, donde el pecado y la redención, la muerte y la resurrección, el éxtasis y la penitencia redentora son su razón de ser. La vida es vista como un peregrinaje hacia una ansiada redención, una búsqueda agónica de un perdón que nunca llega, como en el drama musical Tanhäuser de Richard Wagner. El apasionado músico-poeta, cantor del nacionalismo teutón, fue así investido del ropaje de nuevo profeta de una estética que fascinó al joven Nietzsche; en sus ensayos y escritos en que no rehuía enfrentar agrias polémicas, Wagner logró poner los fundamentos de la estética de una nueva era, la nuestra, porque no ha sido ni parece que sea superada en un futuro cercano, como lo prueba la filosofía del último Heidegger, o las bellas páginas del eterno rebelde excogitado por Camus. La única cercanía a la plenitud de la vida solo se logra en el éxtasis erótico como el que se goza en el reino de Venus, la diosa que pervierte a Tanhäuser, o en un amor tan sensual como puro como el de Tristán e Isolda, donde el abrazo del amor eterno se convierte en beso de la muerte para los héroes trágicos, que logran así el acceso a la eternidad gracias al arte; el instante deviene eternidad, como en el impresionismo de Manet y Monet, o en el cromatismo de Debussy.
La gracia del arte no consiste en decir sino en insinuar, como en la poesía modernista; el arte crea una atmósfera en que cada cual recrea su propia experiencia estética que abarca todos los sentidos; es el arte total preconizado por Wagner, sueño hecho realidad en Bayreuth. El arte deviene orgasmo en que las palabras son gestos y los sonidos parte de una escenografía que abarca a la arquitectura y hace del director de orquesta algo mucho más que un acompañante de una ceremonia en que la música es el anfitrión. Richard Wagner ha creado, a la luz de la filosofía de Schopenhauer y secundado por la tormentosa amistad con Nietzsche, la estética contemporánea: fruto de la mayor revolución cultural de nuestros tiempos.
(NOTA: Este artículo se gesta a partir de una libérrima lectura del fascinante libro de Bryan Magee: Wagner y la filosofía, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1ra. reimpresión, 2014).