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Las falsas fronteras de la ficción a raíz de ‘Carmen Mola’

El Premio Planeta puso de moda las “estafas literarias”, con subdivisiones inexistentes entre ficción y no ficción, llevando la discusión a un falso debate que se debe zanjar a favor de las historias bien contadas

El Premio Planeta 2021 puso al mundo literario patas arriba, como habría dicho Eduardo Galeano, al conceder el galardón a la autora ficticia Carmen Mola, que solo existió en la imaginación de tres guionistas, pero el problema no radica en el truco publicitario de la citada editorial, sino en que algunas lecturas posteriores han sido erróneas, como el debate de las estafas literarias.

Con ese precepto de las estafas literarias no solo se quiere arrinconar a quienes utilizaron pseudónimos para contar sus historias, práctica ampliamente extendida en la literatura, sino también a aquellos cuyos textos ficcionales no coinciden con la realidad que relataban, a tal punto de que no pocos autores han terminado en los tribunales de justicia por ‘mentir’ a sus lectores.

Janet Cooke, reportera del Washington Post, tuvo que devolver su premio Pulitzer porque su historia “El mundo de Jimmy” no respondía a los parámetros de la veracidad que exige el periodismo.

Este proceder solo esconde un hecho demoledor: el desconocimiento extraordinario de lo que significa la literatura y de cuáles son los cauces por los que transcurren sus derroteros, toda vez que el arte de contar historias es el gran arte de mentir.

El único gran pacto que se debe de respetar a rajatabla en la literatura es el de la verosimilitud, pacto que el lector tiene la postestad de romper en cualquier momento en que el discurso del novelista, cuentista o memorialista flaquee.

Todo el andamiaje que sostiene a la literatura es la verosimilitud y la capacidad imaginativa del escritor. Decir que la historia no se ajusta a la realidad o por el contrario, que en esa historia en los personajes X y Z se veían reflejados algunos seres de carne y hueso, es dar palos en la oscuridad, y evidenciar que el acercamiento con la literatura se hace desde el más rotundo desconocimiento.

Los principios que debe respetar todo escritor son los apuntados, más un tercero, que es la apuesta por una estética original que busque seducir en todo momento a su público, para que de esa manera se cierre el círculo.

A pesar de que los grandes elementos que sostienen al universo literario son más que claros para quienes participan directamente de él, la crítica ha vuelto, a raíz del “Carmen Mola”, a esos casos en que lo contado no cuenta con el respaldo de la realidad, como se pretendía, o hay ‘demasiada realidad’ en el texto y entonces quienes podrían verse reflejados son capaces de acudir a los tribunales a exigir justicia.

La única justicia ante la cual debe rendir cuentas un escritor de raza es frente al texto, que ha de tener la estética, la calidad y la sensibilidad suficientes para agarrar del cuello al lector y no soltarlo ni un instante hasta llegar al desenlace de la historia.

Respecto a “Carmen Mola”, escritora detrás de la cual se escondían los guionistas Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero—narradora de thrillers, queda en evidencia que Planeta lo que ha hecho es una jugada mercadológica de primer orden, con la que no solo le arrebataba una ‘autora’ a su competencia de Alfaguara, sino que detrás de estos grandes premios impera más el ‘lobby’ literario, que necesariamente la calidad de la prosa elegida.

EL ARTE DE MENTIR

La esencia de las esencias en la literatura es la verosimilitud. En el periodismo es la veracidad. Ya se verá. En Mentiras verdaderas, Sergio Ramírez, explica: “El procedimiento de construir la realidad no admite de exageraciones gratuitas o de imposiciones mentirosas. Para parecer real, la realidad tiene que copiarse así misma”.

Esa construcción de realidad tiene que diferenciarse de lo real, claro está, y en este particular Ramírez se refiere al andamiaje que ha de sostener al texto, a la historia que se pretende contar. Y en su afirmación “La realidad tiene que copiarse así misma”, va implícita la fórmula mágica de la verosimilitud, solo que esta no se puede deslindar a apartir de un aparataje teórico-metodóligico, sino que ha de experimentarse en la escritura misma.

En esa lucha que emprende el escritor por lograr esa traslación poética de la ‘realidad real” de la que quiere hacerse eco.

En este aspecto capital enunciado por Ramírez, debe cimentarse la escritura y posteriormente la crítica literaria tiene que entender este punto, pues de lo contrario, los escritores terminarán en los juzgados, ya sea por no haber transcrito la realidad a la que hacían referencia, o por el contrario, porque la realidad narrada se parece demasiado a la realidad real y algunos personajes evocados pueden sentirse tan bien retratados que acuden a los tribunales para que se diluciden las posibles calumnias. Eso ya no es literatura. Eso es falta de sentido común.

Truman Capote, a partir de “A sangre fría”, creó el concepto de novela de no ficción, que ha tendido a confundir a muchos, al pensar que no es literatura pura y dura.

El afán de los críticos, o incluso de los periodistas, por dilucidar qué hay de realidad o mentira en un texto es más que ocioso. Si se lleva el debate a esa esquina, al final lo que habrá es un conjunto de confusiones. Lo verosímil es para la Real Academia de la Lengua  (RAE) aquello que “que tiene apariencia de verdadero”. Y en una segunda acepción precisa que es “lo creíble por no ofrecer carácter alguno de falsedad”.

Si se analiza en detalle esta definición, la sorpresa viene por lo sencillo que resuelve la ecuación la RAE, y ante un término que hubiera dado para escribir un amplio tratado, opta por ir derecho a las cosas, como aconsejaba Azorín.

Por ese motivo, el debate surgido en relación con el caso de “Carmen Mola”, entonces, no debe encausarse por la óptica de las estafas literarias.

Esto ha hecho que se recuerden casos como el de Jeremiah “Terminator” Leroy (JT Leroy), que en sus libros se había presentado como drogadicto y prostituto. Cuando The New York Times descubrió que JT Leroy no existía y que la autora era Laura Albert hubo gran diversidad de criterios, muchos de los cuales partían de premisas insostenibles.

En esta historia en específico sí que hay una variante que altera el tratamiento exclusivamente literario, dado que Savannah Knoop, cuñada de Albert, hacía en la vida real de JT Leroy y esto fue lo que ampliamente cuestión The New York Times.

De no haber sucedido tal hecho excepcional, Albert no habría cometido ninguna alteración del pacto entre el escritor y el lector. No se le podía juzgar por el ‘delito de la verosimilitud’.

Tampoco se debe de llegar al extremo de una librería madrileña –Mujeres y Compañía—que tras conocer el fallo en el que se develaba la identidad de “Carmen Mola”, retiró los ejemplares que se vendían en su tienda.

Otro caso emblemático de relativa cercanía fue el de Dominique Strauss-Kahn (DSK), que fuese acusado de violación por Nafissatou Diallo, quien laboraba en el hotel Sofiel en Nueva York.

El novelista francés Régis Jauffret escribió La ballade de Rikers Island, una historia que los abogados de DSK consideraban inspirada totalmente en la vida reciente de su representado.

“”Bajo pretexto de una pseudoinvestigación novelada, que no duda en apoyarse en conversaciones pura y simplemente inventadas, contradice las conclusiones definitivas del proceso judicial estadounidense”, dijo en su oportunidad el bufete con Jean Veil a la cabeza.

Jaufrett fue demandado, con base en la percepción de los abogados de que mediante la novela difamaba a DSK, pese a que este no era citado en ningún momento en el texto, que discurría por los derroteros de la ficción. Este tipo de correlaciones genera un debate sin límites; no obstante, si de literatura se trata, quien quiera verse reflejado en una ficción lo puede hacer, sin que ello necesariamente tenga que conllevar implicaciones judiciales. Al final, Jauffret perdió el juicio en primera instancia.

Una coletilla como la siguiente, habitual en algunas novelas o producciones cinematográficas desde el punto de vista literario, resultaría innecesaria: “Todas estas historias son ficticias, aunque tengan lugar en un contexto real. Los papeles, empresas y organizaciones que aparecen son ficticios, así como su participación en los hechos. Todos los personajes son ficticios”.

LA OTRA CARA

A comienzos de los años sesenta saltaron las chispas en el mundo cultural literario de Estados Unidos con lo que se denominó el Nuevo Periodismo, que fue ese movimiento espontáneo que surgió con nombres de la talla de Tom Wolfe, Norman Mailer, Gay Talese y Truman Capote, entre otros.

El Nuevo Periodismo propagaba la idea, que no era en nada nueva, de poner al servicio del periodismo las herramientas de la literatura, pero siempre buscó mantenerse en sus límites: las historias periodísticas tienen que sostenerse por su pacto de veracidad. Lo que en literatura es verosímil, en el periodismo lo que ha de prevalecer es la verosimilitud.

De ahí que en términos sencillos se pueda decir que mientras en literatura es válido e incluso absolutamente necesario acudir a la mentira como recurso, en el periodismo esta vertiente debe quedar total y completamente descartada. Lo que cuenta el periodismo sí debe tener asideros en la realidad.

Ha sucedido, sin embargo, que ese pacto sagrado se ha roto con casos hiperpublicitados como el de Janet Cooke en el The Washington Post, que publicó la historia de “Jimmy”, un niño adicto a la heroína. Fue portada del periódico en 1980 y un año después Cooke ganó el preciado premio Pulitzer, por el impacto que aquella historia, revestida de veracidad, al consultar con médicos, expertos en drogas, trabajadores sociales, etc.,había generado.

Cuando, como ya se sabe, la policía de Washington comenzó a buscar al protagonista del reportaje “El mundo de Jimmy”, el niño no apareció por ningún lado.

Desatadas las alertas, fue el propio diario el que comenzó una indagación para determinar la veracidad de la historia narrada, con el consecuente desencanto de que Cooke había tomado fragmentos de realidad de aquí y de allá y luego había construido el personaje.

Si la misma Cooke se hubiera sentado a escribir una novela, con los mismos materiales y la hubiese presentado como tal, perfectamente hubiese ganado el Pulitzer de novela, y no del de reportajes, y su vida profesional de ese modo no se hubiese arruinado.

La historia de Cooke resultó emblemática porque fue el mismo periódico que hizo caer a Richard Nixon con el sonado Watergate, y ahora ocho años después del mango golpe periodístico, tenía que pedir disculpas a sus lectores, al tiempo que obligó a Cooke a devolver el galardón.

La historia, sin embargo, volvería repetirse en el otro gigante del periodismo norteamericano, cuando en The New York Times el reportero Jayson Blair se inventó, que produjo la caída del director y del gerente, por haber respaldado de manera indirecta, y sin saberlo, un total de 36 artículos publicados entre 2002 y 2003, los cuales habían sido construido con invenciones y dejando de lado el principio esencial del periodismo: la veracidad.

Por primera vez en su historia de más de cien años, The New York Times publicaba en su portada y en cuatro páginas interiores, una aclaración sobre las incongruencias encontradas en los materiales de Blair y ofrecía disculpas a sus lectores.

Si Blair estuviera escribiendo literatura nada del calvario por el que pasó hubiese sido válido, dado que el único pacto que exige la literatura es de la verosimilitud.

Si alguien es capaz de acudir al surrealismo o al realismo mágico, o al terror, o al realismo y tiene la virtud de sostener un relato de 300 páginas que seduzca a su lector, entonces, se estará en presencia de un fabulador de altos quilates y habrá descubierto uno de los oficios más gratificantes y solitarios que en el mundo han sido.

En “Mentiras verdaderas” el novelista Sergio Ramírez sostiene que en literatura lo que cuenta es la verosimilitud por encima de cualquier otro factor. Lograrla es el gran desafío del escritor.

RAZONES DE LA CONFUSIÓN

La confusión que afloró de nuevo con el caso de “Carmen Mola”, al hablarse de “estafa literaria, se da porque hay términos intermedios que pueden oscurecer el panorama. Así el concepto de “No ficción” ha venido a complicar los valores con que se mide uno y otro campo.

Se habla de “novela de no ficción” y “literatura de no ficción” y en el fondo estos no existen. Lo que hay es literatura por un lado y periodismo por el otro.

Los memorialistas, las biografías, las autobiografías, los diarios, etc., terminan por ser ejercicios de fabulación, aunque recurran a la experiencia y a la memoria como fuentes para recrear mundos personales o sociales.

A Sangre fría, por ejemplo, es una magnífica novela basada en un hecho real: el crimen de la familia Cuttler en Holcomb, Kansas, y que significó una gran historia literaria por la pericia y el empeño que Capote puso en dar con los mayores ángulos posibles de lo sucedido. Lo que llegó al lector fue una visión del escritor, no necesariamente la forma y los por qués de los hechos.

Aunque se publicó primero por entregas en The New Yorker, se tenía claro que aquello era una reconstrucción literaria por parte de Capote. Los hechos fríos quedarían para siempre sepultados, porque el lenguaje no tiene la capacidad de reconstruir con absoluta fidelidad la realidad.

En todo este abordaje, hay desde luego, grados de ficción. Incluso ni el periodismo más básico, que es el informativo, basado en la pirámide invertida, escapa a la reorganización de los hechos. Es decir, el periodista más elemental del universo se ve en la obligación de dotar de narratividad a un acontecimiento y al hacerlo le confiere cierta ficcionalidad a la historia, sin que ello signifique que busque en algún momento falsear lo contado.

CARMEN MOLA

 “Carmen Mola” es un claro ejemplo de que el lector, en todo momento, ha de estar atento a lo narrado y en la forma en que esa historia se le cuenta. Cualquiera que hubiese entrado en contacto con La novia gitana (2018), La red púrpura (2019) y La nena (2020), los tres títulos firmados por Carmen Mola, debería estar en condiciones de saber que detrás de esa escritura no existía un autor de carne y hueso, aunque tal condición no implique nada excepcional.

El nombre de “Carmen Mola” ya de por sí debería poner en alerta a un lector atento, como los reclamba Harold Bloom.

De ahí que ahora que el caso desató una andana de discusiones sobre la autoría y las “estafas literarias”, atribuidas especialmente a aquellos escritores cuyas vidas no eran reales y fueron contadas como si lo fueran, hay que zanjar la polémica y buscar el enfoque pertinente, que pasa por tener claro cuáles son los límites de la ficción y los del periodismo, que son las dos grandes vertientes narrativas de hoy.

Sin olvidar el principio desarrollado por Friedrich Nietzsche, de que todas las palabras son tropos.

Así lo decía el profesor Albert Chillón, de la Universidad Autónoma de Barcelona, en Literatura y periodismo, una tradición de relaciones promiscuas, al aludir a Nietzsche: “[…] El lenguaje posee una naturaleza esencialmente retórica; que todas y cada una de las palabras, en vez de coincidir con las ‘cosas’ que pretenden designar, son tropos, es decir, alusiones figuradas, saltos de sentido que traducen en enunciados inteligibles las experiencias sensibles de los sujetos”.

Para Nietzsche, “la esencia de las cosas no se capta nunca”. Por ende, todos los recursos a los que acuda el escritor para contar sus historia son válidos, porque su gran compromiso es con la estética y la ética de la historia.

Lo de “Carmen Mola” y las falsas fronteras de la ficción no deben llamar a engaño ni a confusión. Lo que vale es una historia bien contada. Lo que sí queda implícito y llama a un nuevo debate es el estado de los grandes premios literarios: ¿están en plena decadencia, incluido el Nobel?

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