Forja

La sociedad paliativa

El virus es el espejo de nuestra sociedad. Refleja la sociedad en que vivimos. Hoy se absolutiza la supervivencia, como si nos halláramos en un permanente estado de guerra. Todas las fuerzas vitales se emplean para prolongar la vida. La sociedad paliativa resulta ser una sociedad de la supervivencia. En vista de la pandemia, la enconada lucha por la supervivencia experimenta una radicalización viral. El virus invade la zona paliativa de bienestar transformándola en una cuarentena en la que la vida se anquilosa por completo en una supervivencia. Cuanto más se reduce la vida a mera supervivencia tanto más miedo se tiene de morir. La algofobia es en último término una tanatofobia. La pandemia vuelve a hacer visible la muerte, que meticulosamente habíamos reprimido y desterrado. La omnipresencia de la muerte en los medios de masas pone nerviosa a la gente.

La sociedad de la supervivencia pierde toda la capacidad de valorar la vida buena. Incluso el disfrute se sacrifica a una salud elevada a un fin en sí mismo. El rigor de la prohibición de fumar es un testimonio paradigmático de la histeria por sobrevivir. También el disfrute debe ceder a la supervivencia. La prolongación de la vida a cualquier precio se acaba convirtiendo a nivel global en el valor supremo, que relega todos los demás valores. De buena gana sacrificamos a la supervivencia todo lo que hace la vida digna de ser vivida. A causa de la pandemia se asume sin hacer preguntas incluso la restricción radical de derechos fundamentales. Acatamos sin rechistar el estado de excepción, que reduce la vida a la pura supervivencia. Bajo el estado de excepción viral nos confinamos voluntariamente en la cuarentena. La cuarentena es una modalidad viral del campo de internamiento, en el que impera la pura supervivencia. En tiempos de pandemia, el campo de trabajo neoliberal se llama “teletrabajo”. Lo único que lo diferencia del campo de trabajo del régimen despótico es la ideología de la salud y la paradójica libertad de la autoexplotación.

Como consecuencia de la pandemia la sociedad de la supervivencia prohíbe las misas incluso en Pascua. Hasta los sacerdotes guardan la distancia social y llevan mascarillas protectoras. Sacrifican completamente la fe a la supervivencia. Paradójicamente, la caridad se expresa guardando la distancia. El prójimo es un potencial portador del virus. La virología derroca a la teología. Todo el mundo está pendiente de lo que dicen los virólogos, que de este modo pasan a ser quienes tienen la última palabra. La narrativa de la resurrección queda totalmente desbancada por la ideología de la salud y de la supervivencia. En vista del virus la fe degenera en farsa. Es sustituida por la unidad de cuidados intensivos y por respiradores. Se cuentan los muertos a diario. La muerte domina por completo la vida. La vacía convirtiéndola en supervivencia.

La histeria por sobrevivir hace que la vida sea radicalmente pasajera. La vida se reduce a un proceso biológico que hay que optimizar. Pierde toda dimensión metafísica. El self-tracking o autorrastreo se acaba convirtiendo en culto. La hipocondría digital, la permanente automedición con aplicaciones de salud y de fitness, degrada la vida a una función. La vida es despojada de toda narrativa que le otorgue sentido. Ya no es lo narrable, sino lo medible y numerable. La vida se queda desnuda y hasta se vuelve obscena. Nada promete duración. También se han desvanecido por completo todos aquellos símbolos, narrativas o rituales que hacían que la vida fuera más que mera supervivencia. Prácticas culturales como el culto a los antepasados dan una vitalidad también a los muertos. La vida y la muerte se asocian en un intercambio simbólico. Como hemos perdido por completo aquellas prácticas culturales que dan estabilidad a la vida, impera la histeria por sobrevivir. Si hoy nos resulta especialmente difícil morir se debe a que ya no es posible hacer que el final de la vida llene a la muerte de sentido. La vida es interrumpida a destiempo. Quien no es capaz de morir en el momento oportuno, forzosamente perecerá a deshora. Envejecemos sin hacernos mayores.

El capitalismo carece de la narrativa de la vida buena. Absolutiza la supervivencia. Vive de la fe inconsciente en que un aumento de capital significa una disminución de muerte. Se acumula capital para escapar de la muerte. Nos imaginamos el capital como la capacidad de sobrevivir. Dado que el tiempo de vida es limitado, se hace acumulación del tiempo del capital. La pandemia conmociona al capitalismo, pero no lo elimina. No aporta ninguna narrativa contraria al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. La producción capitalista no se desacelera, sino que se detiene a la fuerza. Reina una paralización nerviosa, una calma tensa. La cuarentena no conduce a la ociosidad, sino a una inactividad impuesta. No es un lugar en el que demorarse. Lo que sucede en vista de la pandemia no es simplemente que se priorice la salud por encima de la economía, sino que incluso toda la economía del crecimiento y del rendimiento se subordina a la supervivencia.

Hay que oponer la preocupación por la vida buena a la lucha por la supervivencia. La sociedad dominada por la histeria de la supervivencia es una sociedad de muertos vivientes. Somos demasiado vitales para morir, y estamos demasiado muertos como para vivir. Cuando nos preocupamos exclusivamente por la supervivencia nos parecemos al virus, ese ser no muerto que no hace más que multiplicarse, es decir, que sobrevive sin vivir realmente.

La sociedad paliativa es una sociedad de la positividad. Se caracteriza por una permisividad ilimitada. Sus lemas son “diversidad”, “comunidad” o “compartir”. Se hace desparecer al otro en cuanto que enemigo. La circulación de información y capital, que hay que acelerar, alcanza su máxima velocidad cuando no topa con ninguna resistencia inmunológica en lo distinto. Por eso se allanan las transiciones y se convierten en meros pasos. Se eliminan las fronteras. Se derriban los umbrales. Se desactiva radicalmente el rechazo inmunológico de lo distinto.

Como en los tiempos de la Guerra Fría, la sociedad organizada inmunológicamente vive rodeada de vallas y de muros. El espacio consta de bloques separados. Pero las barreras inmunológicas ralentizan la circulación de mercancías y de capital. La globalización, que se puso en marcha con gran fuerza tras el fin de la Guerra Fría como un proceso de desinmunización, suprime radicalmente esas barreras para acelerar el flujo de mercancías y de capital. La negatividad del enemigo, que tiene mucha eficacia inmunológica, no tiene cabida en la constitución de la sociedad neoliberal del rendimiento. Aquí uno guerrea sobre todo contra sí mismo. La explotación por otros da paso a la autoexplotación voluntaria.

Pues bien, el virus desencadena una crisis inmunológica. Invade la sociedad permisiva, que está muy debilitada inmunológicamente, y la sume en un estado de shock que la paraliza. En medio del pánico las fronteras se vuelven a cerrar. Los espacios se aíslan unos de otros. Se restringen radicalmente los movimientos y los contactos. La sociedad entera retrocede a la modalidad de rechazo inmunológico. Aquí nos hallamos ante un regreso del enemigo. Guerreamos contra el virus como enemigo invisible.

La pandemia actúa como el terrorismo, que también ataca a la pura supervivencia trayéndole la pura muerte, provocando con ello una enérgica reacción inmunológica. En los aeropuertos se trata a todo el mundo como si fuera un terrorista potencial. Nos sometemos sin rechistar a unas humillantes medidas de seguridad. Permitimos que cacheen nuestro cuerpo en busca de armas escondidas. El virus es un terror que viene del aire. Cada uno de nosotros es sospechoso de ser un potencial portador del virus, lo cual genera una sociedad en cuarentena y acabará trayendo un régimen policial biopolítico. La pandemia no pone en perspectiva ninguna otra forma de vida. En la guerra contra el virus la vida es más que nunca mera supervivencia. La histeria por sobrevivir se recrudece viralmente.

Ñ

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